El castillo de Barba Azul de Béla Bartók
Ópera en un acto. Libreto de Béla Balász. El poeta ha intentado abarcar nada menos que las cuestiones fundamentales de la vida humana y la eterna lucha de los sexos en una acción extraña, protagonizada sólo por dos personajes. Judith, impulsada por un ardiente amor, ha seguido a Barba Azul a su castillo.
Allí, Judith conoce todos los misterios del alma humana que todavía eran extraños para su juventud. Pide y obtiene de su amado las llaves de siete puertas misteriosas, y las abre una por una. Detrás de la primera hay una cámara de tortura: son los tormentos del propio Barba Azul los que están encerrados allí. Detrás de la segunda puerta hay un depósito de armas, las del hombre en la lucha cotidiana por la vida. A continuación se pone al descubierto un tesoro, pero todas las joyas están manchadas de sangre: el hombre no puede lograr nada en este mundo sin hacer daño. Luego Judith ve un magnífico jardín detrás de la cuarta puerta; pero cuando mira más de cerca, la tierra, de la que brotan los árboles y las flores, está impregnada de sangre. La quinta puerta muestra un amplio paisaje; surge de él un torrente de luz cegadora, pero una nube que se extiende sobre él parece arrojar sombras tenebrosas, teñidas de sangre. Detrás de la sexta puerta hay un mar: son las lágrimas, los dolores secretos de una vida. Barba Azul entrega las llaves a Judith, que lo apremia, con una vacilación creciente; desea abrazarla y por medio de su amor escapar de su pasado. Sin embargo, Judith, a causa de su inclinación por este hombre extraño (que en realidad es el arquetipo del hombre), y tal vez por el eterno deseo femenino de redimirlo, le pide también la última llave. Y de esta manera descubre en el séptimo aposento a las mujeres anteriores de Barba Azul: las amantes de su mañana, de su mediodía y de su tarde. Mientras Barba Azul le pone el manto de estrellas y la diadema de la noche, Judith se sitúa en la fila de sus predecesoras. De este modo Barba Azul se queda solo, tal como estuvo y estará siempre.
No es una ópera convencional. No hay obertura, arias ni dúos. En el año en que compuso esta ópera (1911), el joven Bartók estaba, como era de prever, cerca del impresionismo de Debussy. Los refinados colores de la orquesta, los sonidos extraños, que iluminan los profundos procesos del alma, la declamación intensa: todo esto es herencia del impresionismo y al mismo tiempo auténtica propiedad de Bartók, que con esta ópera, desconocida durante mucho tiempo, escribió una obra maestra. El estreno en Budapest, el 24 de marzo de 1918, último año de la guerra, fue una hazaña. Esta obra profunda nunca será una ópera para el gran público; pero sí tal vez un hito en la historia del teatro musical de nuestro tiempo.
Béla Bartók (1881-1945)
El más grande compositor húngaro de la primera mitad de nuestro siglo se ha convertido con sorprendente rapidez en un clásico. Indiferente a las consignas de su época, siguió el camino de un verdadero músico; nunca perdió la estrecha relación con las melodías populares de su patria y creó un estilo propio empleando muy libremente la tonalidad, sin abandonarla del todo. Quizá los impulsos más importantes de su estilo procedan del ritmo. Las producciones más logradas de Bartók están fuera del tema de este libro, en el ámbito de la música orquestal y de la música instrumental en general. Se presentó en el campo de la escena con dos ballets-pantomima (El príncipe de madera, 1916, y El mandarín maravilloso, 1919), y con la ópera breve El castillo de Barba Azul. El compositor nació el 25 de marzo de 1881 en Nagyszentmiklós, en el sur de Hungría, y murió el 26 de septiembre de 1945 en Nueva York, en las circunstancias vejatorias de la emigración.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario