Francis Poulenc
Francis Poulenc fue uno de los máximos compositores franceses del
siglo XX. Fue miembro del “Grupo de los Seis”, una heterogénea cofradía
que algunos reducen a una mera invención de Erik Satie, su mentor, y que
integraban junto a Poulenc, Arthur Honegger y Darius Milhaud –los más
relevantes–, junto a Georges Auric, Louis Durey y una mujer: Germaine
Tailleferre. De todos ellos, Poulenc, nacido como Borges en 1899, era el más
joven.
Su vinculación con Jean Cocteau, el Grupo Dadá y el surrealismo nunca alejó a nuestro autor de un lenguaje tan comunicativo como moderno, que el oyente de hoy recibe con beneplácito.
Vivió una época de enfants terribles, y él mismo transitó las tensiones, habituales, por otro lado, de ser a un mismo tiempo católico y homosexual (“medio monje y medio bandido”, como dijo de él un crítico), aspectos cuyo contraste se echan de ver si uno compara óperas como Las tetas de Tiresias, con texto surrealista de Jean Cocteau, con Diálogos de carmelitas, con libreto de Georges Bernanos, verdadera obra maestra.
Su lenguaje es melódicamente atractivo pero irremisiblemente moderno; sus audacias, sin embargo, aparecen siempre moderadas por un sentido muy francés de la elegancia, el fraseo y el ritmo. La voz fue uno de sus instrumentos favoritos, no sólo por su aptitud para la alabanza litúrgica (su obra coral, en este sentido, es abundante), sino también por su ductilidad y sus facetas inexploradas.
En parte, esta transigencia con elementos dispares -que la cultura germana de su época no habría aceptado- han hecho de la música francesa del siglo XX una aportación formidable a la historia de esta rama del arte, aunando las nuevas técnicas con las necesidades expresivas, sin olvidar que toda la música contemporánea nace con Claude Debussy.
El instrumento de Poulenc fue el piano (llegó a grabarse como pianista acompañante en sus Canciones y como solista en su Concierto para dos pianos). Sin embargo, en la última etapa de su vida, esto es, la década de 1950, Poulenc volvió a sentirse atraído por los instrumentos de viento, en particular las maderas, lo que lo llevó a proyectar una serie de sonatas, cuya historia inconclusa y sus originales combinaciones remiten al intento similar de Debussy. Poulenc llegó a completar las escritas para piano con el concurso de flauta, oboe, clarinete, y una Elegía para corno, además de un Sexteto que suma al piano el tradicional quinteto de vientos.
Su vinculación con Jean Cocteau, el Grupo Dadá y el surrealismo nunca alejó a nuestro autor de un lenguaje tan comunicativo como moderno, que el oyente de hoy recibe con beneplácito.
Vivió una época de enfants terribles, y él mismo transitó las tensiones, habituales, por otro lado, de ser a un mismo tiempo católico y homosexual (“medio monje y medio bandido”, como dijo de él un crítico), aspectos cuyo contraste se echan de ver si uno compara óperas como Las tetas de Tiresias, con texto surrealista de Jean Cocteau, con Diálogos de carmelitas, con libreto de Georges Bernanos, verdadera obra maestra.
Su lenguaje es melódicamente atractivo pero irremisiblemente moderno; sus audacias, sin embargo, aparecen siempre moderadas por un sentido muy francés de la elegancia, el fraseo y el ritmo. La voz fue uno de sus instrumentos favoritos, no sólo por su aptitud para la alabanza litúrgica (su obra coral, en este sentido, es abundante), sino también por su ductilidad y sus facetas inexploradas.
En parte, esta transigencia con elementos dispares -que la cultura germana de su época no habría aceptado- han hecho de la música francesa del siglo XX una aportación formidable a la historia de esta rama del arte, aunando las nuevas técnicas con las necesidades expresivas, sin olvidar que toda la música contemporánea nace con Claude Debussy.
El instrumento de Poulenc fue el piano (llegó a grabarse como pianista acompañante en sus Canciones y como solista en su Concierto para dos pianos). Sin embargo, en la última etapa de su vida, esto es, la década de 1950, Poulenc volvió a sentirse atraído por los instrumentos de viento, en particular las maderas, lo que lo llevó a proyectar una serie de sonatas, cuya historia inconclusa y sus originales combinaciones remiten al intento similar de Debussy. Poulenc llegó a completar las escritas para piano con el concurso de flauta, oboe, clarinete, y una Elegía para corno, además de un Sexteto que suma al piano el tradicional quinteto de vientos.
La Sonata para clarinete y piano de Poulenc es de 1962 (el año
anterior al de su muerte), y se suma a las de flauta y oboe (ésta última del
mismo año). La obra está dedicada a su amigo y cofrade Arthur Honegger y fue
publicada tras la súbita desaparición de Poulenc el 30 de enero de 1963, lo que
generó problemas en la edición del manuscrito en cuanto a indicaciones de
dinámica y articulación. Fue estrenada en 1963 en el Carnegie Hall nada menos
que por Benny Goodman y Leonard Bernstein.
Sus tres movimientos rondan los diez minutos (al igual que varias de sus obras de esta época). El primero de ellos, anotado con la paradójica indicación de Allegro tristemente, incluye dentro de sí un esquema rápido-lento-rápido (Allegro -Trés calme - Allegretto) e irrumpe con una explosión en fortissimo. La Romanza propone una música más lineal, por momentos sombría, mientras el último movimiento contiene las típicas melodías juguetonas que caracterizan la impronta de Poulenc.
Sus tres movimientos rondan los diez minutos (al igual que varias de sus obras de esta época). El primero de ellos, anotado con la paradójica indicación de Allegro tristemente, incluye dentro de sí un esquema rápido-lento-rápido (Allegro -Trés calme - Allegretto) e irrumpe con una explosión en fortissimo. La Romanza propone una música más lineal, por momentos sombría, mientras el último movimiento contiene las típicas melodías juguetonas que caracterizan la impronta de Poulenc.
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