sábado, 20 de septiembre de 2014

Frente al Gran Cañón del Colorado

A una vasta e incomparable soledad renombrada en el mundo entero acuden personas de todos los lugares de la tierra, todos con ánimo de admiración: un jeque árabe  y su séquito que se conserva a respetuosa distancia; un grupo de estudiantes franceses con la mochila a la espalda; una octogenaria de San Francisco en su silla de ruedas; un famoso actor, que camina apartado de los demás en compañía de su hijo.

Viajeros de todos los Estados Unidos, de todos los países, peregrinan a este santuario que une en común emoción a gente de todas las razas y de todos los credos. Y es que el Gran Cañón del Colorado es una de las maravillas del mundo; ninguna la supera en magnitud, antigüedad ni esplendor. De cuantos espectáculos ofrece la Naturaleza, ninguno encierra igual virtud para apaciguar el corazón y elevar el alma.

Perdido en los apartados desiertos de la América del Norte; accesible únicamente tras largo rodeo en tren o en automóvil, atrae sin embargo a un crecido número de visitantes que acuden diariamente al lado sur. Oculta el Gran Cañón su imponente majestad hasta el último momento. El viajero recorre kilómetros de la imperceptible pendiente poblada de artemisas y más adelante de pinos. Al fin está cerca de la maravilla, pero aún no la divisa siquiera; unos pasos más, y queda al borde de la sima, sobrecogido ante su horror sublime.

Lo que contempla es la inmensidad; casi una nueva dimensión. En esta garganta de 1600 metros de profundidad y 16 kilómetros de longitud el abismo se hunde en precipicios más hondos aún que desaparecen en una noche de profundidad como la del océano. Surgen aquí en silencioso tumulto los colores: rojos de rescoldo; púrpuras sombríos, vestigios de un ayer abismal; pálidos amarillos de dunas y playas de mares hace siglos extinguidos. Allá en lo más hondo, sobre el rápido espejear del río, se alzan adustas rocas negras que los geólogos llaman arqueozoicas, las más antiguas que conoce la ciencia.

De lo recóndito de la sima asciende en invisibles oleadas el silencio. Sólo de vez en cuando percibimos el estrépito del río, el segundo de los Estados Unidos por su extensión y el primero del mundo por el ímpetu de sus aguas. Nos llega a nosotros el rumor, semejante a lejano palmoteo, de los álamos que se mecen en el saliente rocoso que a modo de anaquel corre a lo largo del barranco. Todo ruido lo absorbe el abismo insaciable. “Aquí siente uno la necesidad de hablar en voz baja”, oigo que le murmura a su acompañante una señora.

No es un silencio de muerte; es más bien una presencia. Llega a nosotros como grandiosa música. Sólo que la música obra del hombre tiene culminación y término, en tanto que esta música del Gran Cañón del Colorado está hecha de culminaciones; es una armonía que resuena en la eternidad.

Porque la cuarta dimensión que aquí percibimos es, naturalmente, el tiempo en liberal medida. Cerca de siete millones de siglos tardaron el Río Colorado y sus tributarios en abrir el Gran Cañón. Y sin embargo, el río es un recién llegado; no había empezado a correr siquiera en las remotas épocas en que el mar, al cubrir los desiertos de Arizona, y retirarse, y tornar a cubrirlos para alejarse nuevamente, fue dejando sucesivas sedimentaciones. Y antes que las aguas del mar, estuvieron aquí las rocas arqueozoicas, asiento de enhiestas montañas cuando la Tierra era joven. Sucedió esto dos mil millones de años atrás, según cálculos de los geólogos. Así, en un sólo vistazo, el Gran Cañón del Colorado revela más de la historia de la tierra que ningún otro paraje.

La formidable potencia desgastadora del río, que arrastra diariamente un millón de toneladas de sedimento, el frío cincel de los hielos, y las menudas cuchillas de la lluvia, concurrieron a grabar esta página monumental del ayer de la Tierra. Aquí son las rocas testimonio que habla a las miradas de la ciencia. En verdad, una simple ojeada basta a cualquiera para advertir el orden admirable que reina en estas pétreas fantasías, en este magnífica derroche de colores. Capas de la misma roca, distintas en espesor, color y ángulo aparecen con frecuencia en extensiones de 350 kilómetros a lo largo de las paredes del Gran Cañón. A modo de colosal escalera ofrécense a la vista mesetas y precipicios en los que leemos los sucesivos periodos geológicos, desde la edad del caos, cuando aún no había aparecido la vida en nuestro mundo, hasta el soleado período actual en que alzan los pinos su encumbrada copa en la seca atmósfera de Arizona, pacen confiadamente los venados, se balancean las flores silvestres al borde del abismo, y el pensamiento humano se eleva a la contemplación de la hermosura universal.

Lo más espectacular del Gran Cañón es tal vez el Redwall o Barranco Rojo, la gran caliza que se extiende casi verticalmente a todo lo largo del Cañón y alcanza una altura de 170 metros por término medio. Realmente es una caliza gris azulada pero la han teñido superficialmente con encendidos tonos de crepúsculo las sales de hierro que el agua arrastró de las rocas. La pureza de la caliza indica que se formó en ancho y tranquilo mar poblado de moluscos de vistosa concha y de peces de especies hoy extintas.

Coronan el Redwall capas alternas de areniscas rojas y de esquistos de cientos de metros de espesor en los que se hallan fósiles de alas de insectos, de hojas de helecho, y curiosas huellas de animales que fueron antecesores de las ranas. Debió de seguir a este periodo otro bastante largo en que la región fue un desierto, porque la capa inmediata, de colores pálidos, parece deber su formación a arenas acumuladas por el viento. Las capas superiores son calizas amarillentas, formaciones sedimentarias de mares de aguas templadas, según lo atestiguan abundantes fósiles de coral y de dientes de tiburón.

Siglos y siglos después de la llegada del río empezó a crecer el Gran Cañón engalanado por los soles estivales, envuelto en el manto deslumbrador de las nieves del invierno, viendo deslizarse el tiempo como las nubes cuya sombra presta aspecto sin cesar cambiante a su grandeza. Vinieron al cabo los hombres –pieles rojas prehistóricos cuyas viviendas, más de 500, han sido halladas en los cañones laterales. Esas tribus indígenas permanecieron tal vez unos mil años. Después de idas, trascurrieron alrededor de otros mil hasta el día en que una cansada partida de españoles de la gente de Coronado ganó el borde del Gran Cañón, nunca visto hasta entonces por hombres blancos.

Llegaron luego en sucesivas épocas misioneros españoles, tramperos exploradores estadounidenses. En todos infundió asombro y espanto el profundísimo abismo; no hallaron camino para descender por sus flancos, y a causa de su gran longitud tuvieron que desviarse miles de kilómetros por la región de los desiertos. En 1858 un joven e intrépido teniente del ejército de los Estados Unidos, Joseph C. Ives, habiendo logrado remontar el río en una embarcación de vapor hasta el sitio donde hoy está la presa de Hoover, se puso al frente de su reducida tropa de ingenieros y guiado por unos indios mojaves, llegó a pie hasta las profundidades del Gran Cañón. Allí encontró a los havasupais, tribu de indios pacíficos que habitan y siguen habitando hasta el día en algunos de los cañones laterales donde el clima es benigno todo el año. “Hemos sido los primeros en visitar estos improductivos parajes”, decía el teniente Ives en su informe, y agregaba la temeraria predicción de que serían seguramente los últimos.

En la actualidad, la recua de mulas en que viajan turistas y abastos desciende diariamente por el Bright Angel Trail, camino que partiendo de la orilla sur del Gran Cañón lleva al fondo del mismo. Ahí se hospeda el viajero en el Phantom Ranch, que le ofrece toda clase de comodidades, inclusive piscina de natación. El camino cruza después el impetuoso Colorado por un puente colgante y sube al lado norte del Gran Cañón donde la empresa del ferrocarril Union Pacific tiene un hotel de veraneo cuyas instalaciones y comodidades rivalizan con las del famoso hotel que la línea del ferrocarril de Santa Fe sostiene en el lado sur.

Aunque situados frente a frente, los dos hoteles están separados por insalvable abismo de 19 kilómetros de anchura, y hay que recorrer 345 kilómetros en automóvil para ir de uno a otro. El lado norte del Gran Cañón sólo puede visitarse en los meses de verano; su altura excede en unos 365 metros a la del lado sur; su clima, semejante al del Canadá, delicioso en julio y agosto, cuando abetos, pinos y álamos brindan grata sombra, es muy riguroso la mayor parte del año, en que cubre el suelo una capa de nieve de tres a cuatro y medio metros de espesor.

El lado sur del Gran Cañón brinda en toda época del año la tibia caricia del sol y un aire límpido y seco que embalsama el humo de los piñones con que los indios jopi alimentan sus fogatas. Unos pocos pasos trasportan al turista del mundo cotidiano a ese otro que abre ante nuestra mirada el Gran Cañón del Colorado, la página más grandiosa y elocuente de la historia de la Tierra. Al cavar cada vez más hondo, siglos y siglos su lecho de roca, el río nos ha revelado cómo fue desarrollándose la vida en nuestro planeta.

http://dadaisforever.wordpress.com/2008/11/07/frente-al-gran-canon-del-colorado/



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