Papa,
te llamas
papa y no patata,
no naciste castellana:
eres oscura
como nuestra piel,
somos americanos, papa, somos indios.
Profunda y suave eres,
pulpa pura, purísima
rosa blanca enterrada,
floreces allá adentro en la tierra,
en tu lluviosa tierra originaria,
en las islas mojadas de Chile tempestuoso,
en Chiloé marino, en medio de la esmeralda que abre su luz verde
sobre el austral océano.
Papa,
materia dulce, almendra de la tierra,
la madre allí no tuvo metal muerto,
allí en la oscura suavidad de las islas
no dispuso el cobre y sus volcanes sumergidos,
ni la crueldad azul del manganeso,
sino que son su mano, como en un nido en la humedad más suave,
colocó tus redomas, y cuando el trueno de la guerra negra,
España inquisidora, negra como águila de sepultura,
buscó el oro salvaje en la matriz quemante de la araucanía,
sus uñas codiciosas fueron exterminadas,
sus capitanes muertos,
pero cuando a las piedras de Castilla regresaron
los pobres capitanes derrotados
levantaron en las manos sangrientas no una copa de oro, sino la papa de Chiloé marino.
Honrada eres como una mano
que trabaja en la tierra, familiar eres como una gallina,
compacta como un queso que la tierra elabora
en sus ubres nutricias, enemiga del hambre, en todas las naciones
se enterró su bandera vencedora y pronto allí, en el frío o en la costa quemada,
apareció tu flor anónima enunciando la espesa y suave natalidad de tus raíces.
Universal delicia, no esperabas mi canto,
porque eres sorda y ciega y enterrada.
Apenas si hablas en el infierno del aceite
o cantas en las freiduras de los puertos,
cerca de las guitarras, silenciosa, harina de la noche subterránea,
tesoro interminable de los pueblos.
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