miércoles, 10 de septiembre de 2014

El Centauro – Leopoldo Marechal

 A Maria de los Ángeles
En una tarde antigua
cuyo paso de loba
fué liviano a la tierra
pero no a la memoria,
extraviando el sendero
que ilumina la Rosa,
vi al Centauro dormido
junto al agua sonora.
Esto pasó en otoño,
cuando la selva entorna
sus parpados y olvida
la muerte de sus hojas,
cuando el sol pinta en Aries
el clavel de la aurora,
cuando los vientos gritan
y calla la paloma.
Perdido yo entre zarzas,
desnudo entre las rocas
hollaba la temida
floresta (¡en mala hora
mis pies abandonaron
el norte de la Rosa
por el zarzal doliente,
por las obscuras frondas!)
¿Fué acaso la impaciencia
del alma a que deshoras
ha encendido el aceite
de las vírgenes locas,
y buscando en la noche
mediodías y bodas
halla sólo el semblante
que le muestra la sombra?
Si arte fué de la noche
si navío en zozobra,
¡que lo diga el Centauro!
Yo diré mi congoja;
porque duro es el viaje
y escondida la gloria
de hablar con un centauro
junto al agua sonora.
Todavía recuerdo
la hermosura tremenda
del antiguo animal
que dormía en la selva,
y el arrullo del agua
sin edad entre arenas
y flores que peleaban
su luminosa guerra:
Con el torso abrazado
de líquenes y hiedras,
con la grupa en que ayer
jineteó la leyenda,
remontada en el aire
la flor de su cabeza
y los cuatros silencios
de sus patas en tierra.
parecía el Centauro
la figura secreta
de algún viaje que andaba
sin viajero ni estrella,
o el apretado libro
que aun guardaba la ciencia
de los frescos diluvios
y de la risa nueva.
Casi junto a sus manos,
en un brote de higuera
se mecía desnuda
la guitarra soberbia;
y a sus pies derramados,
el carcaj y las flechas
olvidaban al ciervo
de los ojos de almendra.
“¡En otra edad -me dije-
la trotadora bestia
fué dolor en el arco
y armonía en las cuerdas!
¡En otra edad sin nubes,
cuando los días eran
graciosos almirantes
bogando entre sirenas!”
Y como el alma entrase
ya toda en la pelea
de su tormento vivo
con su dulzura muerta,
puse freno al temor
y candado a la pena
por mirar al Centauro
y admirarle de cerca:
Bien ceñido a su frente
o enredado en sus greñas,
el laurel todavía
le formaba diadema;
en su barba de cobre
y en sus crines revueltas
se prendían zumbando
las melosas abejas.
Y tan rara virtud
se mostraba en aquella
gravedad de centauro,
que la sola excelencia
de su imagen dormida
me libró de cadenas,
y rendido a su gracia
no vi la floresta.
Porque, al mirarle, digo
que sentía en mi lengua
resucitar un gusto
de antiguas primaveras,
como si levantando
sus losas polvorientas
de pronto regresaran
los días de la inocencia.
“Sólo duerme . pensé
con el alma suspensa – :
El sueño, y no la muerte,
lo abraza en su tiniebla.
Si alguien con voz de niño
te acercase a la puerta
del centauro y llamara,
tal vez le respondiera.
“Y una canción de oro
sería la respuesta
del animal, si hablara
su lengua verdadera.
ero la voz del niño
no canta ya en la tierra:
¡Ya no abrirá el Centauro
su boca de azucena!”
Y por mudar el grave
color de las ideas
que ya tejía el alma
volviendo a su querella,
me acerqué a la guitarra
y en el haz de sus cuerdas
hice correr mis dedos,
bien sabe Dios que apenas.
¡Nunca debió tocarlas
manos perecedera
ni tentar el silencio
de la música eterna!
Porque la guitarra
só brotó una queja,
pero un escalofrío
recorrió la floresta.
Las hojas tiritaron
y lloró cada breña;
Respondían los ecos
en lejanas cavernas.
Y entonces vi que al solo
clamor de la vihuela
reanimaba el Centauro
su figura de piedra.
Corrió un temblor de luces
en su pelaje obscuro:
La mano retiró
de su pecho velludo.
Sus ojos al abrirse
desgarraron el humo
de las quemadas horas
y los años difuntos.
Y una hermosa violencia
despertaba en el bruto;
Con su cola barrió
la hojarasca y el musgo.
Quiso hablar, y en sus labios
pareció que de súbito
se rompía la cáscara
del silencio maduro.
Preguntó:
“Quién recorre
la soledad sin frutos?
(¡Aquella voz tenía
cadencias de diluvio!)
“¿Quién, vestido de sombras
y emboscado en su luto,
se atreve a profanar
la guitarra del júbilo?
“¿Quién, entregado al hierro,
codicia el oro puro
y audaz en la sentencia
que le dictó el orgullo,
con sus manos de un día
quiere abrir el sepulcro
donde ya es polvo y nada
la juventud del mundo?”
Pedía una respuesta,
con el semblante adusto:
Sus cascos impacientes
removieron el humus.
Entre la maravilla
del oído y el susto
de los ojos temblaba
mi deseo nocturno.
Le respondí:
“Centauro,
modera tus impulsos
y escucha las razones
que dicta el infortunio.
No el orgulloso alarde,
sino la incuria, pudo
llevar a tu guitarra
mis dedos vagabundos.
“Por entregarme al suelo
y equivocar el rumbo,
la Rosa me ha negado
su admirable saludo.
¡Y así crucé la hondura,
y estoy en tu refugio,
y enardecí las cuerdas
y amaneció el preludio!”
No bien oyó el centauro
mis templadas razones,
en su región de bestia
puso media y orden;
y, como si escuchase
palabras interiores,
se rindió a la dulzura
con la mirad del hombre.
“Forastero – me dijo – ,
¡bien anuncian tus voces
la congoja del hierro
y el afán de la noche!
“Cuando en la plata nueva
lucía el oro joven,
cuando el sol y la luna
se cambiaban amores,
el centauro afinó
sus orejas, y difícil
al grito de las almas
que perdían el norte,
les enseño la ciencia
de partir horizontes,
con los rumbos dorados
y las plumas veloces.
“Pero la gaya ciencia
se rescató en el monte:
Dormida está en su lecho
de fatigado bronce.
La buscas, y se niega;
la llamas, no responde.
¡Se han perdido las llaves
y no gritan los goznes!”
Si empezó en la tristeza,
concluyó en el suspiro;
Se nublaros sus ojos
de color de jacinto. Pero ya se atrevía
la esperanza, y un ritmo
de Centauro habitaba
para siempre mi oído:
“¡Bien reconozco ahora
tu verdadero signo
- le dije- y tu palabra
caliente como el vino,
y atento a la fogosa
primavera del himno,
ya recobra su audacia
mi deseo dormido!
“Centauro de otros días,
iniciador antiguo,
¡que abandonen tus remos
esa cárcel de limo!
¡Reviva en tus arterias
el furor extinguido!
¡Rompe tus duras líneas
y cabalga conmigo!
“Sin látigo ni espuela,
sin freno y sin estribo
crucemos la encantada
provincia del sigilo:
Firme yo en tus riñones
y a tus crines prendido,
tú devolviendo al mundo
su llorado prodigio.
“Si es un viaje terrestre
(lo prefiero yo mismo),
¡que nos abra la tierra
sus puentes y caminos!
La tierra es venerable
y armonioso el oficio
de combatir dragones
resucitando idilios.”
“Si es otro tu elemento,
galoparé contigo
la ruta que frecuentan
los caballos marinos;
o el sendero del aire,
donde tiene dominio
ya la pluma del ángel,
ya la garra del grifo.”
“Pero si te inclinara
mi voz, nuestro destino
sería Buenos Aires,
la durmiente del río:
¡Tal vez al saludarnos
dijeran mis amigos
que, despertando amores,
llegamos de otro siglo!”·
Mi ruego así clamaba,
y el Centauro al oírlo
pareció recobrar
un instante su brío
(tal un corcel añoso
que desde su retiro
vuelve a escuchar la voz
del metal aguerrido).
Pero templó sus fuegos
el animal cautivo,
como si le tirase
las riendas al instinto.
Se desmayó en sus ojos
el exaltado brillo:
Sus sienes dibujaban
el gesto negativo.
Me respondió:
“Si pesas
al Centauro dormido,
justo hallarás el peso
de su carne y sus signo:
Si calla, la justicia
gobierna su mutismo;
si duerme, su reposo
no es obra de castigo.
“¿A qué llorar, buscando
primaverales ritmos,
cuando en el aire silban
las hoces del estío?
Y cuando entre sus hojas
negrean los racimos,
¿a qué plañir las flores
de rostro fugitivo?
“¡Que duerman en el polvo
los caballos antiguos:
Ya no tendrán jinete
ni empresa ni albedrío!
Con sus proas ancladas
y sus remos partidos,
¡no zarparán ya nunca
los audaces navíos!
“Porque logró la tierra
su madurez y ha visto
fructificar el árbol
que se lloró perdido;
porque, Jasón del aire
y Ulises del abismo,
nos ha llegado el nuevo
Señor de los caminos”.
No dijo más. A tierra
descendía su frente,
y aún cantaba su voz
en la cúpula verde:
Ya el silencio sagrado
recogía en su redes
el adiós de un centauro
y el anuncio de un héroe.
Pero yo no alcanzaba
sus razones, de suerte
que atento a los peligrosos
de la noche creciente,
sólo entendía, ¡oh ciego!,
la renuncia solemne
de aquel maravilloso
corcel de corceles.
Fué así que levantando
las armas relucientes
del cazador, le dije:
“No perdieron su temple.
Bien resiste la cuerda,
limpio el arco se tiende
y aún la flecha conoce
los caminos del éter.
“Cazados, su tus lomos
ya no admiten jinete
y en tus remos la audacia
desmayó para siempre;
¡que tu pulso de arquero
no desmaye, y que vuele
tu saeta en procura
de un regalo celeste!”
Me respondió:
“En el sueño
de las armas advierte
que llegó la dulzura
sobre campos de aceite.
To te anuncio al donoso
cazador, al perenne
sagitario que acecha
sin carcaj ni lebreles.
“Yo te anuncio al arquero
de la pena, más fuerte
que Nemrod y que Diana,
la señora de nieve.
Porque a la muerte misma
cazó y a la serpiente
vestido con el traje
severo de la muerte.”
Respondía otra vez
con el no a mis afanes:
Otra vez humillaba
corazón y lenguaje.
De nuevo, ante la bestia,
reñían en mi sangre
la animosa esperanza
y el recelo cobarde.
Y como ya la noche
plantaba su estandarte
de hiel en las vencidas
almenas de la tarde,
buscando la zozobra
de mi deseo un mástil,
puse otra vez los ojos
en el Centauro grave.
Le dije así:
“Que duerman,
arquero, tus metales,
ya que otra ley asume
la gloria y el combate.
Pero si la justicia
de rostro venerable
no se ha perdido, escucha
la voz del suplicante:
“Ya me negó el caballo
su equitación y viaje,
ya el cazador me niega
las frutas de su arte;
ya s´lo a mi esperanza
le queda ese linaje
de furor armoniosos
que animó tus cantares.
“¡Descuelga la guitarra
(bien sé que a su cordaje
no en vano se aproximan
los dedos musicales)!!
¡Abrázala, Centauro,
contra tu pecho, y tañe!
¡La música recobre
sus limpias mocedades!”
Así le suplicaba
pero volvió a negarse,
¡oh guitarrero inmóvil!,
¡oh guitarra sin ángel!
Me respondió:
“Esa caja
no ha de rendirse a nadie:;
Ya es mediodía y sobran
las cuerdas matinales.
“Bajada de los cielos
y vestida de carne
la Música en persona
visitó a los mortales,
para entonar el himno
que rompe toda cárcel
y apura los delfines
de Arión el navegante.
·”Si bien tañía Orfeo,
cuando por escucharle
bajaban de sus grutas
rayados animales,
¡no hay tierra que desoiga
ni cielos que no alaben
al Tañedor que pisa
las aguas sin mojarse!”
Negado a mis fervores,
pero atento a mi lucha,
tercera vez me hablaba
con signos y figuras.
¡Qué remontado el aire
de la bestia crinuda!
Su misterioso idioma,
¡qué cerca de la música!
Le dije al fin:
“Entiendo
que ya no queda ruta
por donde hasta la Rosa
me lleve la fortuna.
Tres veces ha quebrado
mi anhelo en tu cordura:
Me dirigí a tres puertas
y no se abrió ninguna.
“Pues bien, si tus razones
otra verdad anuncian
y si otro amor deshace
las viejas ataduras,
¡dime, Centauro, al menos
en qué tierra se oculta:
Si flechero, en qué bosque,
si cantor, en que gruta!”
Y me respondió el Centauro:
“No esconde su dulzura
ni se rinde a las armas
del rigor o la astucia.
Porque sale al encuentro
de la sed que le busca:
Porque su canto hiere
las orejas nocturnas.”
En torno del Centauro
crecía la penumbra:
Su cuerno de novilla
levantaba la luna.
Con el deseo en llamas
y la razón a obscuras
quise tentar el juego
de las palabras últimas:
“Y tu virtud -le dije-,
¿ya no dará su fruta?
2¿Ya no tendrás, arquero,
trabajos y aventuras?”
Apoyada en el hombro
la cabeza greñuda,
náufrago ya del sueño,
dijo el Centauro:
“Nunca”.

Y aquel nunca final
recorrió la espesura:
Los vientos agitaban
sus banderas de furia.
Después cayó la noche,
y en la selva profunda
se construyó el silencio
sobre firmes columnas.


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