Clitemnestra es un personaje poco conocido que también tuvo relación con la guerra de Troya. Se trata de la esposa de Agamenón. Era hija de Tíndaro, el rey de Esparta, y de su esposa Leda, siendo hermana de Helena (mujer de Menelao), Cástor y Pólux.
Cuando tuvo edad de contraer matrimonio, se casó con Tándalo. Con él llegó a tener un hijo, pero un buen día conoció a Agamenón y éste no pudo evitar fijarse en ella. Encaprichado como estaba con ella, decidió asesinar al rey Tándalo y al hijo de ambos para poder unirse a ella. Con él llegó a tenercuatro hijos, Ifigencia, Electra, Orestes y Crisotemis.
Cuando Grecia le declaró la guerra a Troya, las naves helenas iban a la guerra pero reinaba una gran calma en el mar, hasta tal punto que hubo tal ausencia de viento que las naves no podían salir. Para ver cómo solucionarlo, Menelao fue a consultar al oráculo de Delfos. Éste le dijo que la única manera de que se aplacasen los dioses era sacrificando a la primogénita de Agamenón y Clitemnestra.
Al principio no quería hacerlo, pero viendo que la oportunidad de marchar se esfumaba, pensó que no tenía más remedio. Convenció a Agamenón de que tenía que sacrificar a su hija y así lo hizo. Clitemnestra no le perdonó el haber matado a su hija. La joven fue realmente salvada en el último momento por la diosa Artemisa y entregada como sacerdotisa en uno de sus templos, pero su madre desconocía este hecho. Una vez hubo partido la flota griega hacia Troya, se convirtió en la amante de Egisto.
Después de largos años, Agamenón regresó a su patria, pero trajo consigo a Casandra, hija del rey de Troya, Príamo, a la cual había convertido en su amante. Ciega de celos y de ira, Clitemnestra decidió poner fin a la vida de los dos amantes. Gracias a la ayuda de Egisto, mató a su marido y a Casandra. Así podía al fin casarse con Egisto.
Sin embargo, la felicidad duró poco. Clitemnestra no contaba con que sus hijos se fueran a vengar por el asesinato que había cometido. Su hijo Orestes no podía dejar pasar el delito cometido por su madre y decidió asesinar tanto a su madre, Clitemnestra, como a su amante y reciente esposo, Egisto.
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Marguerite Yourcenar: “Clitemnestra o el Crimen”.-
En la literatura griega, Clitemnestra simboliza la pasión. Ciega de rabia porque su esposo sacrifica a la hija mayor de ambos, Ifigenia, para que los dioses favorecieran a los aqueos en la guerra se convierte en amante de Egisto, primo de Agamenón. Cuando este último regresa de la guerra de troya, tras diez años de ausencia y acompañado de Cassandra, Clitemnestra decide vengarse. Con su amante, Egisto, deciden asesinar al recién llegado rey, Agamenón, y a su amante a pesar de que todavía viven en el palacio los tres hijos restantes de su boda real: Electra, Crisotemis y Orestes .
En la trilogía de Esquilo “La Orestíada” (compuesta por las tragedias: “Agamenón”, “Las Coéforas” y “Las Euménides”), se relata justamente la venganza de Orestes en favor del padre, con la asistencia de Electra, consumando éste el asesinato de Egisto y Clitemnestra
Extractos de “Clitemnestra o el Crimen”, de Marguerite Yourcenar:
… Esperé a aquel hombre antes de que tuviera un nombre, un rostro, cuando aún no era sino mi lejana desgracia. Busqué entre la multitud de los vivos a ese ser necesario a mis futuras delicias: miré a los hombres sólo como se mira a los transeúntes que pasan por la taquilla de una estación, para asegurarse que no son las personas que uno está esperando. Mis padres me lo escogieron, y aunque él me hubiera raptado a espaldas de mi familia, yo hubiera seguido obedeciendo al deseo de mis padres, puestos que nuestros sueños de ellos provienen y el hombre que amamos es siempre aquel con quien sueñan nuestras abuelas. Le dejé sacrificar el porvenir de nuestros hijos a sus ambiciones de hombre: ni siquiera lloré cuando murió nuestra hija. Consentí en deshacerme en su destino como una fruta en una boca, para aportarle sólo una sensación de dulzura. Señores jueces, vosotros lo conocisteis ya ajado por la gloria, envejecido por diez años de guerra, convertido en una especia de ídolo enorme desgastado por las caricias de las mujeres asiáticas, salpicado por el barro de las trincheras. Sólo yo estuve con él en su época de dios. Pasaban los días uno tras otro por las calles desiertas como una procesión de viudas; la plaza del pueblo parecía negra con tantas mujeres de luto. Yo envidiaba a aquellas desgraciadas por no tener más rival que la tierra y por saber, al menos, que su hombre dormía solo. Yo vigilaba en lugar del mío los trabajos del campo y los caminos del mar; recogía las cosechas; mandaba clavar la cabeza de los bandidos en el poste del mercado; utilizaba su fusil para dispararle a las cornejas; azotaba los flancos de su yegua de caza con mis polainas de tela parda. Poco a poco, yo iba ocupando el lugar del hombre que me faltaba y que me invadía. Acabé por contemplar, con los mismos ojos que él, el cuello blanco de las sirvientas. Egisto galopaba a mi lado por los eriales; tenía casi la edad de ir a reunirse con los hombres; me devolvía la época de los besos entre primos perdidos en el bosque, durante las vacaciones de verano. Yo lo miraba menos como un amante que como a un niño que hubiera engendrado en mí la ausencia; pagaba sus gastos de guarnicioneros y caballos. Infiel a mi hombre, seguía imitándolo: Egisto no era para mí sino lo equivalente a las mujeres asiáticas o a la innoble Arginia. Señores jueces, no existe más que un hombre en el mundo: los demás no son más que un error o un triste consuelo, y el adulterio es a menudo una forma desesperada de la fidelidad. Si yo engañé a alguien fue con toda seguridad al pobre Egisto. Lo necesitaba para percatarme de que hasta qué punto el que yo amaba me era irremplazable. Él tenía por costumbre tomar un baño caliente antes de irse a acostar. Subí a preparárselo: el ruido del agua que salía del grifo me permitía llorar en voz alta. Calentábamos con leña el agua del baño; el hacha que utilizábamos para cortar los troncos se hallaba tirada en el suelo; no sé por qué la escondí en el toallero. Durante un instante, pensé en disponerlo todo para simular un accidente que no dejara huellas, de suerte que la lámpara de petróleo cargara con las culpas. Pero yo quería obligarlo a mirarme de frente por lo menos al morir: por eso lo iba a matar, para que se diera cuenta de que yo no era una cosa sin importancia que se puede dejar o ceder al primero que llega. Llamé a Egisto en voz baja: se puso pálido cuando abrí la boca. Le ordené que me esperara en el rellano. El otro subía pesadamente las escaleras; se quitó la camisa; la piel, con el agua del baño, se le puso toda violeta. Yo le enjabonaba la nuca y temblaba tanto como el jabón que continuamente se me resbalaba de las manos. El estaba un poco sofocado y me mandó con rudeza que abriese la ventana, demasiado alta para mí. Le grité a Egisto que viniera a ayudarme. En cuanto entró cerré la puerta con llave. El otro no me vio, pues nos daba la espalda. Le dí torpemente un primer golpe que sólo le hizo un corte en el hombro; se puso de pie; su rostro abotargado se iba llenando de manchas negras; mugía como un buey. Egisto, aterrorizado, le sujetó las rodillas, acaso para pedirle perdón. El perdió el equilibrio y cayó como una masa, con la cara dentro del agua, con un gorgoteo que parecía un estertor. Entonces fue cuando le dí el segundo golpe que le cortó la frente en dos. Pero creo que ya estaba muerto: no era más que un pingajo blando y caliente. Se habló de rojas oleadas: en realidad, sangró muy poco. Yo sangraba más cuando di a luz a mis hijos. Después de morir él, matamos a su amante: fuimos generosos, si ella lo amaba.
Sé que mi cabeza acabará por rodar en la plaza del pueblo y que la de Egisto caerá cortada por el mismo cuchillo. Es extraño, señores jueces, se diría que ya me habéis juzgado otras veces. Pero tengo la experiencia suficiente para saber que los muertos no permanecen en reposo: me levantaré, arrastrando a Egisto tras de mí como a un galgo triste. Y erraré por las noches a lo largo de los caminos, a la búsqueda de la justicia de Dios. Volveré a hallar a ese hombre en algún rincón de mi infierno y gritaré de nuevo con alegría con sus primeros besos. Luego, me abandonará para irse a conquistar alguna provincia de la Muerte. Ya que el tiempo es la sangre de los vivos, la Eternidad debe de ser la sangre de las sombras. Mi eternidad, la mía, se perderá esperando su regreso , de suerte que me convertiré en el más lívido de los fantasmas. Entonces volverá, para burlarse de mí, y acariciará ante mis ojos a la amarilla hechicera turca acostumbrada a jugar con los huecesillos de las tumbas. ¿Qué puedo hacer? Es imposible matar a un muerto…”.
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