viernes, 14 de noviembre de 2014

Versiones cinematográficas de Fausto

“Más bien esto, gentiles: aquí se representa
la forma de la suerte, buena o mala, de Fausto.”
Christophe Marlowe
“Usad la luz del cielo, la grande y la pequeña,
podéis ser pródigos en el gasto de estrellas;
de agua, fuego o acantilados rocosos,
de animales y pájaros, que sobre de todo;
en nuestro angosto tinglado
desplegad de la creación el círculo entero,
e id peregrinando con calculada prisa,
pasando por el mundo desde el cielo al infierno.”
Johan Wolfgang von Goethe

Dicen que el texto anónimo de 1587 Historia von D. Iohan Faustus fue el origen de la leyenda del Doctor Fausto. Desde entonces el mito ha sido reelaborado por escritores como Christopher Marlowe en el siglo XVI, Goethe en el XIX y Thomas Mann, William Faulkner o Fernando Pessoa en el XX [3]. Junto a esta “colonia textual” o “conglomerado de tejidos” [4] la historia del doctor que vendió su alma al diablo ha inspirado a artistas de la talla de Dante Gabriel Rosetti, Eugène Delacroix o Marià Fortuny en pinturas y grabados que alimentan igualmente el imaginario fáustico.
La historia del cine está jalonada también por diversas versiones de la tragedia, desde el Fausto de F. W. Murnau (1926) hasta la película de mismo título de Jan Švankmajer (1994), o la reciente versión de Aleksandr Sokurov, Fausto (Faust, 2011), broche de cierre de su tetralogía sobre el poder −precedida por Moloch (Molokh,1999), Taurus (Telets,2001) y El sol (Solntse, 2005)−. Como afirma Julián Jiménez Hoffman en su Introducción a La trágica historia de la vida y muerte del doctor Fausto de Christophe Marlowe, “Fausto es una función textual como una etiqueta legendaria: la función Fausto.” (…) Se trata de “un dispositivo depurador que facilita la obtención de una silueta nítida, un carácter, una trama, una inmoral y una moraleja.”
 Así, la figura mítica pervive y alimenta una serie de constantes a las que los múltiples re-creadores de Fausto vuelven de algún y otro modo en sus diversas versiones (y visiones). Tal vez por eso, en la última de ellas, el Fausto de A. Sokurov, a la vez que el mito renace, vuelven a cobrar vida y se actualizan sus anteriores reelaboraciones.

Desde el acercamiento de George Meliès a la figura de Fausto en diversos filmes como La damnation de Faust (1898) o Faust et Marguerite (1904), el mito ha seducido a cineastas especialmente sensibles a la experimentación plástica y formal, investigadores de las posibilidades estéticas de la imagen cinematográfica.
En 1926, en su recreación de la leyenda, F. W. Murnau se convierte en un verdadero alquimista del celuloide con recursos como el de la transparencia en las hermosas imágenes de Margarita en la cárcel. En 1994 el cineasta y artesano Jan Švankmajer realiza un collage de diversas versiones de la leyenda fáustica (a partir de la obra de Marlowe y Goethe pero también de la ópera de Charles Gounod de 1829, entre otras fuentes) mezclando actores de carne y hueso con marionetas de madera y figuras de arcilla animadas mediante la técnica de stop motion.
En la versión de Sokurov el padre de Fausto extrae del útero de una mujer un reluciente huevo blanco que encontramos también, en el corazón de una hogaza de pan, en el Fausto de Švankmajer. La de Fausto es una historia sobre la renuncia de la vía espiritual y el posterior acercamiento de Fausto a la materia de que está hecha la vida, un acercamiento radical que lo sumerge en un universo de fluidos, vísceras y sangre, pero también de manjares y goces carnales. La leyenda también trata de aquél que ansía encontrar el secreto de la materia, una cuestión que puede ser trasladada a la inquietud de muchos cineastas de cómo representar la vida, o de cómo re-crearla a partir de una imagen.
En las primeras imágenes de Fausto de Sokurov, de un plano celeste en el que pende un espejo descendemos hacia la tierra y, aún más abajo, hasta el sótano en que Fausto despanzurra a un muerto. Es el primer movimiento de una cámara que no cesa su incansable danza y vuelo en ningún momento del film, tras los pasos de unos personajes siempre en tránsito. También el protagonista del Fausto de Švankmajer se caracteriza por un movimiento perpetuo. El realizador checo sitúa la tragedia en la época contemporánea y a su protagonista en un laberíntico edificio abandonado que contiene en sus entrañas el gabinete del doctor, pero también una sala de teatro llena de espectadores ansiosos de asistir a la representación de Fausto.
Antes de revisitar otros vuelos fáusticos a través de las montañas hasta llegar a la ciudad en que mora Fausto, detengámonos un momento ante la visión del espejo celeste. Como el cielo que éste enmarca, toda imagen no es sino un reflejo, pero ¿de qué? En Fausto, no lo es de la realidad “tal y como la vemos”, Sokurov se aleja de la ilusión de la perspectiva renacentista −un constructo humano que pretende que lo “imaginado” sea un espejo fiel de “lo real”, una ventana abierta al mundo−. Ahora la imagen es un reflejo de lo que el cineasta tiene en la cabeza. El realizador ruso elige el formato 1:37, aplana la imagen para no engañarnos con una falsa profundidad y nos recuerda, en diversas secuencias del film, a través de recursos como el uso de una lente deformante, que aquello que tenemos ante los ojos no es el mundo sino una imagen construida de él.

El hambre. Fausto y el Diablo
Tanto la visión desde las alturas como la imagen del vuelo son algunas de las constantes de la “función Fausto”. En la versión de Goethe, en el transcurso de un paseo a las puertas de la ciudad, Fausto comparte con Wagner su deseo de vuelo, en unas líneas que Sokurov plasma en imágenes en el primer travelling con que abre su versión del mito:
“Declina el astro, se debilita, concluyó el día,
allá se apresura el sol y reclama nueva vida.
¡Ah! ¡Y que ningún ala me alce de este suelo
para poder seguir eternamente su estela!
Vería bajo el eterno rayo del ocaso
el mundo callado tendido a mis pies,
toda cumbre encendida, silencioso todo valle,
y convertido en áureo río el arroyo plateado.
No detendría ya mi carrera, a la de los dioses pareja,
la salvaje montaña ni todos sus precipicios.”
F. W. Murnau representa también en la primera parte de su Fausto una imagen de la ciudad vista desde las alturas, sobre la que progresivamente se dibuja la gigantesca figura de Mefistófeles, que trae consigo una epidemia de peste. En la versión de Sokurov, viajamos del Cielo a la Tierra, desde la imagen del espejo celeste iniciamos la caída, el vuelo; desde la visión de la impasible naturaleza, a través de un escarpado macizo montañoso nos trasladamos a otra geografía, la de la carne, y, a través del plano de unos genitales masculinos que ocupan toda la pantalla, nos sumergimos en la repugnante visión de la viscosidad de las vísceras de un cadáver, que Fausto destripa buscando hallar el secreto del alma humana.
Después del Prólogo en el cielo, Goethe abre la primera parte de su versión del mito con la lamentación de Fausto que, pese a los años de estudio, no ha logrado saciar su ansia de conocimiento. “¡Ay de mí!” son sus primeras palabras. “Ya he estudiado filosofía, / derecho, / medicina, / y por desgracia también teología / bien a fondo y con ardoroso esfuerzo, y ahora, aquí estoy, pobre loco, / y soy tan sabio como antes de empezar; tengo título de licenciado y hasta de doctor, y ya es el décimo año que arrastro de aquí para allá y de arriba abajo a mis discípulos bien amarrados / y veo que nada podemos saber”.  Fausto prosigue su primer parlamento narrando cómo se ha entregado a la magia, “a ver si al fin conozco lo que el mundo en su más hondo interior tiene encerrado…”; con ese fin se rinde a las fuerzas de la naturaleza, invoca al espíritu de la Tierra, para alcanzar aquello que tanto ansía: el secreto de la vida.
Como en la versión de Goethe, en la de Sokurov Fausto, sumido en la desesperación de su frustrado apetito de conocimiento, decide suicidarse. En la tragedia germana del siglo XIX, el anuncio de la resurrección de Cristo interrumpe su labor. “¡Oh! Seguid sonando, dulces canciones celestiales! Brota una lágrima, de nuevo me recobra la Tierra!” entona Fausto. Si en esta el sabio es salvado por un coro celestial que celebra la Pascua, en la película del realizador ruso todo ángel es ángel caído −el prólogo de la tragedia muestra un cielo vacío de dioses en que el único objeto que lo puebla es un espejo−. “¡Tengo hambre, hambre, hambre!” clama el protagonista del film de Sokurov. Entonces, aparece el diablo para saciarla. Goloso, Mefistófeles, visita a Fausto en su gabinete e ingiere la cicuta que le estaba destinada desvelando su poder sobre los vivos y los muertos.
La relación entre Fausto y Mefistófeles se desarrolla en tres espacios: el gabinete, la ciudad y, más allá de sus murallas, en plena naturaleza. Primero, el gabinete en el que Fausto vive obsesionado con situar el lugar del alma en el organismo humano. Sin embargo, el hambre de Fausto es algo físico, no sólo espiritual, lo empuja a salir de su gabinete y a visitar a su padre para pedirle dinero en vano. Después acude al prestamista Mauritius Müller, tras el que se oculta el Diablo. El hambre de Fausto implica la renuncia a una existencia consagrada al estudio para entregarse a una vida de placeres sensuales. El intento de suicidio, fruto de su desencanto respecto a la elevación espiritual a través de la fe y el conocimiento, en la fábula de Goethe es igualmente un punto de inflexión vital. Si bien un coro de Ángeles lo interrumpe, éste es también el toque de salida de su pacto con el Diablo.
En la película de Sokurov, Mefistófeles invita al sabio a abandonar su gabinete, espacio de la vida solitaria y contemplativa, para sumergirse en la bulliciosa y aplastante multitud de la ciudad. Una vez abandona el gabinete, la relación de Fausto con el espacio es conflictiva. Primero, Mefistófeles, Fausto y su casera se quedan atascados en la puerta; sus cuerpos se enredan en el umbral, hasta que logran salir a las calles de la ciudad. En otro momento del film, Fausto se queda atrapado por el tumulto de una procesión fúnebre, que confluye en un estrecho túnel con el paso de un carro cargado de cerdos. Fausto, que, como su padre, aprendió el arte de sanar a los demás, se enfrenta ahora a un cuerpo que ha sido, en cierto modo, abandonado, y que ahora tiene que aprenderlo todo; ya no se trata de dominar el cuerpo de sus pacientes, o el cuerpo sin vida de la mesa de autopsias; ni tampoco de conocer el representado en las láminas de un libro de anatomía, sino de habérselas con el propio cuerpo.

El infierno en la Tierra
“Fausto − Mi primera pregunta se refiere al infierno.
¿Dónde está ese lugar que el hombre llama infierno?
Mefistófeles − Bajo los cielos.
Fausto − Como el resto de las cosas, mas. ¿Dónde exactamente?
Mefistófeles − Dentro de las entrañas de esos elementos
en donde nos torturan y que siempre habitamos.
El infierno, sin límites, no está circunscrito
a un lugar, el infierno es allí donde estamos,
y donde está el infierno allí habremos de estar.
Y, resumiendo cuando el mundo se disuelva
y todas las criaturas sean purificadas,
¡todo lugar que no sea cielo será infierno!”
Con gran acierto, Marlowe en su versión de Fausto sitúa el infierno en la Tierra. Algo parecido sucede con la ciudad representada por Sokurov en la que Mefistófeles va a enseñar a Fausto aquello que puede un cuerpo, a través del tránsito por diversas estancias infernales. “El infierno”, escribe Gilbert Durand, “es imaginado siempre por la iconografía como lugar caótico y agitado”. Igualmente caóticos y agitados son los espacios que representa Sokurov en su Fausto. Primero Mefistófeles conduce a su nuevo acólito a un lavadero, espacio de libertad y regocijo de las mujeres del pueblo que muestran sus cuerpos semidesnudos de carnes relucientes debido al calor. Del bullicio femenino, símbolo de la lujuria, en la segunda estancia infernal, nos trasladamos al espacio masculino, igualmente caótico, de la taberna, en la que Mefistófeles opera el milagro del vino −que hace brotar de una pared de ladrillos− y Faust es inducido por éste a asesinar a Valentín, el hermano de Margarita. También en el Fausto de Jan Švankmajer asistimos a una versión contemporánea de la visita a la taberna; su protagonista introduce una broca en una mesa de madera de la que brota un chorro del dionisíaco licor.
Los pasos de Fausto y Mefistófeles los conducen hasta el espacio liminar que media entre la inmensidad de las montañas y los bosques y la ciudad. En éste se desarrollan algunos de los paseos de Fausto y su discípulo Wagner en la obra de Goethe. Ante las puertas de la ciudad, desde la lejanía, Fausto describe una hormigueante multitud, que será igualmente representada por Sokurov durante el oscilante tránsito del doctor y el Diablo dentro y fuera de las murallas.
“¡Date la vuelta, para que desde estas alturas
Puedas ver lo que en la ciudad pasa!
Por la gran puerta, hueca y oscura,
sale en tropel un abigarrado tumulto.
(…)
¡Mira, mira! ¡Qué aprisa la gente
por los campos y jardines se dispersa,
cómo el río, a lo ancho y a lo largo,
unas cuantas barcas alegres se lleva,
y cómo cargada hasta hundirse casi
esta última lancha ya se aleja!
Hasta de los lejanos senderos de la montaña
nos llegan destellos de los trajes de colores!”
 Ante las puertas de la ciudad… En este mismo espacio fronterizo en que se relajan las costumbres, y las normas de lo que entendemos por “civilizado”, se desarrollan también en la película de Sokurov varios de los encuentros entre Fausto, Mefistófeles y Margarita.

La tentación. Margarita y Fausto
“¿Es que me mueve algún mágico efluvio?
Tenía ansias de gozar sin demora,
y ahora me disuelvo en un sueño de amor.
¿Somos acaso juguete de cada soplo de aire?”
 En la película de Sokurov, Fausto ve a Margarita por primera vez confundida con la multitud de lavanderas, en la primera estancia infernal a que lo conduce Mefistófeles. El doctor sigue a la joven que abandona el lavadero junto a su vecina Marta y la espía a través de las ramas de los árboles. En la película transitamos de esa instantánea distante de la joven a la imagen alucinada que nace en el momento en que Fausto se sumerge en el lago, onírica pantalla líquida en que se proyectan gigantescos los rostros de los enamorados. Un espacio en el que Fausto verá consumado su deseo, pero que es también el último umbral entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
En la visión de Sokurov, Margarita es el sueño de Fausto, aquella por la que sella un pacto con el diablo, no en el inicio de su relación con él −en que firmará, como anuncio de su signatura con sangre, un autógrafo en un libro suyo− sino al final, conducido por su afán de poseer a la joven. El sueño de Fausto es también el deseo del cineasta de hacer de un cuerpo, de un rostro, el de sus actores, una imagen. Como un contagio la embriaguez de Fausto ante la visión de su amada se expresa partir de una serie de imágenes igualmente embriagadoras, que desbordan los límites del encuadre. Del mismo modo, en algunos márgenes de los grabados de Delacroix destinados a ilustrar el Fausto de Goethe, aparecen imágenes desbordadas, en las que late el pensamiento plástico del artista romántico, su deseo de figurar la vida. En el encuadre inferior derecho de Mefistófeles se presenta en casa de Marta (1828) se agolpan una serie de rostros deformados, a medio hacer. Se representa una imagen abierta, que en su carácter inacabado se vuelve continente de otros rostros. ¿No sucede lo mismo con los primeros planos de Margarita de la película de Sokurov? El rostro de la joven se desencarna, y se aplana, se desdibuja, se licúa; la boca, los pómulos, los ojos, destacan en una superficie de luz que borbotea como oro líquido, una imagen proteica en que laten otras imágenes posibles.

Sokurov. ¿Un pintor romántico en la era digital?
En el texto sobre la Exposición Universal -1855- Bellas Artes, Charles Baudelaire escribe, una vez más, sobre su admirado Eugène Delacroix: “Visto a una distancia demasiado grande para analizar o siquiera comprender el tema, un cuadro de Delacroix ya ha producido en el alma una impresión rica, feliz o melancólica”. Baudelaire mira, y describe lo que ve, contempla los cuadros. Primero, desde lejos, distingue sólo manchas de color, el tema se diluye en la presteza cromática, la potencialidad de la pura imagen se impone a la sustancia narrativa. “Se diría que esta pintura (…) proyecta su pensamiento a distancia. (…) Parece que este color” declara el poeta francés “piense por él mismo, independientemente de los objetos que reviste.”.
A continuación Baudelaire parafrasea su propio poema El faro, que describe de forma sinestésica la paleta de colores del pintor francés:
“Delacroix, lago de sangre, de malvados ángeles frecuentado,
ensombrecido por un bosque de pinos siempre verde,
donde, bajo un triste cielo, extrañas fanfarrias
pasan como un sofocado suspiro de Weber.”.
Baudelaire prosigue con un análisis de las estrofas de su poema, que describen también el portentoso trabajo con el color del propio Sokurov. Ese “bosque siempre verde”, en que deambula Fausto junto al Diablo, o Margarita, ese “cielo apesadumbrado”, que Baudelaire relaciona con los “tumultuosos y tormentosos fondos” de Delacroix, resurge en las inquietantes imágenes del desenlace de la película de Sokurov, y enmarca o aprisiona los cuerpos en una asfixiante atmósfera cromática. El pintor romántico y el cineasta ruso comparten, en palabras de Baudelaire, “la potencia del colorista” consistente en “la perfecta concordancia de tonos, y a la armonía (preestablecida en el cerebro del pintor) entre el color y el tema”.
Desde este punto de vista, Fausto no sólo es la adaptación de una obra literaria, la de Goethe, sino también el acercamiento mediante la imagen cinematográfica, y, en concreto, la digital, a la pintura del romanticismo. El trabajo con la imagen digital se ha producido a partir de las gradaciones de color que el cineasta ha realizado con acuarelas, a través de un método “único que implica imaginar el prodigioso circuito por el que, desde el ojo y la mano del cineasta hasta los octetos de los más sofisticados programas de etalonaje y después la pantalla, pasan los colores, las sombras, los matices, los contrastes, tal y como son expresados al principio en las manchas, garabatos, y borrones volcados en el papel por Sokurov.”. [
El espejo celeste de los créditos iniciales de Fausto, pantalla dentro de la pantalla, anuncia no sólo el inicio de la tragedia sino también de una película consagrada a la experimentación con la luz y el color, y, en este caso, con la técnica digital. “¡Más lejos, más lejos!” grita Fausto al final de la película, mientras su figura se pierde entre las montañas nevadas. En el mismo sentido, Sokurov declara que el cine “Desafortunadamente, sigue siendo un ámbito cultural extremadamente grosero e inexpresivo en términos de arte. La imperfección técnica, tecnológica e instrumental del cine es demasiado obvia.”. [ Como sucede con Fausto, esa supuesta imperfección se convierte en el caso de A. Sokurov en ansia de conocer y dominar la técnica, empuja al cineasta a avanzar en su exploración de las potencialidades plásticas de la imagen cinematográfica. “¡Más, más lejos!”.

http://contrapicado.net/article/10-versiones-de-fausto/














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