El Valle de los Reyes
Los obreros que construían las tumbas
de los faraones en el Valle de los Reyes vivían concentrados en el poblado de
Deir el-Medina, para garantizar que la ubicación de las sepulturas quedara en
secreto
Como si de una narración viva se tratase, los monumentos
que bordean el Nilo nos muestran los pasos, a veces desordenados, que siguió la
historia del antiguo Egipto. Este desorden se manifiesta en tumbas y templos
que presentan indicios, más o menos evidentes, de usurpaciones sucesivas que se
llevaron a cabo sin demasiados miramientos. Esta práctica llegó a considerarse
normal y tiene su ejemplo más ilustrativo en el templo de Karnak, el santuario
del dios Amón, donde era habitual que los monumentos erigidos por un faraón
fuesen usurpados por sus sucesores, que inscribían en ellos sus nombres. Sin
embargo, existe una feliz excepción a esta norma.
Nos referimos al asentamiento de Deir el-Medina, donde el
tiempo se detuvo hace poco más de tres milenios. Desde entonces, las arenas del
desierto guardaron intacto el secreto de este pueblo excepcional. Durante
quinientos años, entre 1552 y 1069 a.C., bajo el gobierno de las dinastías
XVIII, XIX y XX –período que hoy conocemos como Imperio Nuevo–, en este
recóndito rincón de la montaña tebana, a poniente del Nilo y frente a la
antigua ciudad de Tebas (Uaset,
en egipcio), vivieron y murieron los obreros que excavaron y decoraron las
fastuosas tumbas faraónicas del Valle de los Reyes. Algún tiempo después, sus
trabajos se extendieron también aTa set
neferu, el Valle de las Reinas.
Las excavaciones arqueológicas han desvelado la curiosa
vida cotidiana de este pueblo, escondido en un uadi,
el lecho seco de un primitivo riachuelo, que nunca fue ocupado tras su
abandono. Y lo más importante de todo: nos han permitido conocer el arte de sus
moradas de eternidad, en la necrópolis anexa al poblado. Pese a su sencillez, o
quizá por ella, estas tumbas son las más interesantes de esta orilla izquierda,
conocida por los egipcios como el Occidente, el mundo de Osiris, dios de los
«occidentales», los difuntos.
Nace el
pueblo de los constructores
Tutmosis I, rey de la dinastía XVIII, creó en el lugar un
primer recinto con treinta y tres viviendas. La procedencia de los trabajadores
era muy diversa. Junto a egipcios había también nubios y hebreos, aunque en su
mayoría eran cautivos de las guerras de liberación contra los hicsos, los
asiáticos que gobernaron el país hasta que fueron expulsados de Egipto por los
gobernantes de Tebas. Las casas de Deir el-Medina, estrechas y de una sola
planta, se adosaron a ambos lados de una calle central. El conjunto se protegió
con un muro de adobes, algo más alto que las cubiertas planas de las casas.
Pero aunque fue Tutmosis I quien dio forma física al recinto, ya que muchos
ladrillos llevan su nombre, la idea de crear esta comunidad de obreros no
partió de él. Fueron la reina Ahmés-Nefertari, esposa de Amosis, el faraón que
expulsó a los hicsos de Egipto, y su hijo Amenhotep I, padre de Tutmosis,
quienes concibieron el proyecto de formar una comunidad de obreros-sacerdotes
para construir las tumbas reales. Con el tiempo, los artesanos rindieron culto
a la reina Ahmés y a su hijo, que fueron divinizados tras su muerte.
Desde un principio, los obreros dependieron directamente
del faraón, a través de su visir, y pronto se organizaron por categorías de
oficios. En su aldea, y a pesar de vivir en pleno desierto, la influencia del
Nilo siempre estuvo presente. Incluso adoptaron una terminología naval: los
habitantes del lado derecho de la calle principal eran el equipo de estribor;
los del lado izquierdo eran el de babor. El nuevo pueblo, que ocupaba el centro
del uadi, quedaba oculto a la vista desde el valle, y a ambos extremos se
instalaron puestos de policía y control para mantener su seguridad y
aislamiento.
Tumbas y
religión
En esta fase inicial, los enterramientos de los obreros se
excavaron, sin demasiado orden, en la colina oriental del uadi. Allí, en la
parte más baja, se encontraron sencillas sepulturas de niños y fetos, depositados
en canastillas de fibra de palma trenzada. Junto a estas tumbas se alternaban
otras, en humildes cajas de madera, que, como las canastillas, habían servido
antes para menesteres domésticos. A media ladera se descubrieron las tumbas de
lo que, en un principio, se creyó que fue una comunidad de músicos, ya que se
descubrieron allí diversos instrumentos musicales. En las cotas más altas de la
colina, en la actual Qurnet Murai, aparecieron los sepulcros, generalmente
individuales, de personas de edad más avanzada. Las momias reposaban en
sencillos ataúdes que habían sido reutilizados y pintados de nuevo, y que, sin
duda, supusieron un auténtico lujo para sus nuevos propietarios.
Los obreros de Deir el-Medina constituyeron una cofradía
religiosa, por gracia real, independiente del poderoso clero del dios Amón-Re.
Ostentaban el cargo de «servidor en la Sede de la Verdad», que era como se
denominaba a la tumba del faraón en fase de construcción. Asimismo, por su
propia cuenta, los artesanos se adjuntaron después de su nombre el calificativo
de maa kheru, justo de voz, o justificado, una distinción
tradicionalmente atribuida a los difuntos que lograban superar el juicio de
Osiris.
Una
comunidad en aumento
Con los años, el poblado fue creciendo. Bajo el reinado de
Seti I, de la dinastía XIX, se añadieron setenta nuevas viviendas dentro de los
muros ampliados, más algunas extramuros. También se multiplicaron las tumbas,
que se construyeron en un nuevo y ordenado cementerio situado en la montaña
adyacente, separado del pueblo por una calle junto al muro oeste. La
construcción del cementerio aquí tenía un significado religioso: se basaba en
el itinerario de la luz, fuente de vida, que nace con el sol por Oriente y se
extingue tras ocultarse por la montaña tebana de Occidente, el reino de Osiris.
Problemas prácticos como el suministro de agua se
solucionaron con un servicio de aguadores, que ellos llamaron del «exterior»,
por no pertenecer a la comunidad. Estos aguadores abastecían a las casas con un
continuo ir y venir de asnos cargados con tinajas. También se abrió un pozo
para proveerse de agua no muy lejos de la entrada norte, pero tras excavar sin
éxito hasta una profundidad de 45 metros la obra fue abandonada y convertida en
un vertedero. En tiempos de la reina Hatshepsut, el poblado fue dotado de unas
grandes vasijas enterradas en varios puntos de la calle para almacenar el agua.
Deir el-Medina vivió su época de apogeo bajo el reinado de
Ramsés II, que ordenó realizar grandes proyectos funerarios. Entonces se
levantaron cuarenta casas fuera del poblado, y en el interior del recinto las
casas se subdividieron hasta alcanzar la cifra de ciento veinte viviendas.
La
construcción de una tumba real
La semana de los trabajadores de Deir el-Medina era de
diez días, incluidas dos jornadas de descanso. Antes de emprender el camino
hacia la obra, los escribas pasaban lista en una placita situada junto a la
única entrada, por el lado norte del pueblo. Por lo general, los equipos de
estribor y babor se alternaban en su labor fuera de la aldea y no regresaban a
sus hogares hasta después de ocho o nueve días de labor en las necrópolis
reales. El equipo que trabajaba en el Valle de los Reyes pernoctaba en la parte
alta de los cerros que dominaban el solitario valle. Era un lugar sólo de
reposo, ya que la comida era transportada diariamente por recuas de asnos a
través de un sendero que, bordeando los riscos, llegaba desde el pueblo.
El emplazamiento de la tumba real había sido elegido por
el arquitecto real y aprobado por el faraón. Entre los obreros se repartían
cinceles de bronce, que eran propiedad del Estado. Los trabajadores los
envolvían en un manguito de lino con su marca de propiedad para proteger sus
manos. También se les entregaban fragmentos de lino enrollados y grasa para alimentar
sus rudimentarias lámparas. Una dificultad añadida al trabajo de los obreros
era el asfixiante calor. El cerrado Valle de los Reyes es uno de los puntos más
calurosos de Egipto; allí no llega la refrescante brisa del norte, por lo que
el trabajo de excavación era durísimo.
Una vez marcada la entrada de la tumba se comenzaba la
excavación, y se mantenía el techo del túnel excavado en forma de bóveda hasta
poco antes de que los yeseros cubriesen los muros. El equipo de estribor
atacaba la pared de piedra caliza de la derecha, mientras que el lado opuesto
corría a cargo del grupo de babor; esta curiosa distinción también se mantenía
a ambos lados del camino que discurría entre las chozas de piedra donde
dormían.
Un trabajo
en equipo
Todas las tareas se realizaban casi a la vez. Mientras en
las profundidades de la tumba los picapedreros abrían paso, cerca de la entrada
los escultores de bajorrelieves y los pintores avanzaban la decoración
definitiva. Cuando las salas abiertas excedían de cierta dimensión, se
cincelaban soportes en la roca virgen: los futuros pilares de las estancias. Y
siempre siguiendo lo indicado en el plano del sacerdote-arquitecto. Cuando se
terminaba la cámara funeraria y se colocaba en ella el sarcófago, se excavaba
–antes de la antecámara funeraria– un pozo destinado a recoger las
imprevisibles y temidas aguas pluviales de la escorrentía, para evitar la
inundación de la tumba. Independientemente de esta función, el pozo se asimiló
a la tumba de Osiris, que murió ahogado a manos de su hermano Set.
Al plano original de la sepultura, y según la duración de
la vida del rey, se añadían estancias profundizando en las entrañas de la roca.
El hecho de que muy pocas tumbas se acabasen nos permite conocer todas las
fases del trabajo y los métodos constructivos usados. A pesar de tan dura
labor, desarrollada en un ambiente polvoriento casi irrespirable, los obreros
gozaban de un humor excelente. Los dibujos y comentarios satíricos, recogidos
en mil fragmentos de caliza o cerámica (ostraca), así lo atestiguan.
Las tumbas reales del Imperio Nuevo siempre disimularon su
entrada para evitar los saqueos, ya que la excavación debía permanecer en
secreto y todo vestigio de la sepultura era después borrado. Las toneladas de
lascas calizas se alejaban del lugar de trabajo, por lo que la topografía del
Valle cambiaba continuamente. Con todo, las acumulaciones de escombros pusieron
sobre aviso de la existencia de una tumba real tanto a los antiguos ladrones
como a modernos arqueólogos. Y permitieron a Giovanni Belzoni, por ejemplo,
descubrir en 1817 la magnífica tumba de Seti I, la segunda más profunda del
Valle tras la de Hatshepsut.
Para saber
más
Los obreros de la muerte. Fernando Estrada
Lara. Planeta, Barcelona, 2001.
Valle de los Reyes
http://www.egipto.com/valles/2.html
http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/historia/grandes_reportajes/7463/valle_los_reyes.html
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