miércoles, 17 de diciembre de 2014

ARTE
El Nobel Dario Fo rehabilita a Lucrecia Borgia y la presenta como víctima de la desinformación.

En «Lucrecia Borgia. La hija del Papa», Fo describe a la hija del papa español Alejandro VI como una mujer extraordinaria, inteligente y llena de coraje, muy lejos de la imagen extendida durante siglos como lujuriosa y perversa, intrigante e incestuosa

Lucrecia Borgia, una de las mujeres más célebres de la historia, es rehabilitada por el premio Nobel de literatura, Dario Fo, en un libro titulado «Lucrecia Borgia. La hija del Papa» , que se presentó el 21/04/2014 en Italia. En el retrato que hace el dramaturgo, actor y escritor italiano, Lucrecia Borgia (Subiaco, Roma, 1480 - Ferrara, 1519) hija ilegítima del cardenal Rodrigo Borgia (Játiva, Valencia, 1431 – Roma, 1503), que sería papa entre 1492 y 1503 con el nombre de Alejandro VI, no fue una mujer perversa, promiscua y hambrienta de sexo y poder. Frente a la fama de envenenadores y asesinos que tenía la familia, Dario Fo señala que «Lucrecia no tuvo nada que ver con venenos, ni con tramas perversas ni asesinó a nadie». De forma sorprendente, casi 500 años después de su muerte, Lucrecia Borgia encuentra en Dario Fo su más apasionado e inesperado defensor.
Ni lujuriosa ni sanguinaria
Frente a las biografías de la bella y fascinante Lucrecia, con reconstrucciones escandalosas plagadas de eros y muerte, hasta el punto de hacer de ella una de las mujeres más perversas de la historia, Dario Fo asegura que la realidad es muy distinta. Para escribir esta obra, que constituye su primera novela, Fo ha bebido en numerosas fuentes. «Conozco bien esa época. He escrito diez libros ambientados en ese periodo. Para este libro de los Borgia me he documentado en varios textos y he buscado documentos en bibliotecas. Al final, todas las fuentes más acreditadas concuerdan que la imagen de una Lucrecia lujuriosa y sanguinaria no se corresponde con su verdadera personalidad», ha manifestado Dario Fo a medios italianos.
«Mejor los Borgia que ciertos políticos de hoy»
Además de reivindicar a Lucrecia, Dario Fo revalúa también a Alejandro VI y a su hijo César, cínicos y despiadados, pero capaces de construir futuro y cultura: «Mejor los Borgia que ciertos políticos de hoy. La cultura de hoy está muerta, destruida: ojalá tuviéramos todavía los Borgia. Con toda su increíble brutalidad y su cinismo aterrador, los Borgia era gente que aspiraba a dejar a la posteridad algo de extraordinario. Los políticos que hoy nos gobiernan tienen como única preocupación continuar en el poder. Rodrigo, papa Alejandro VI, era un hombre cultísimo, mientras hoy los políticos no tienen el mínimo interés por la cultura. Él llamaba a su lado a los más grandes científicos, para que le ayudaran a pensar el máximo de la modernidad, teniendo la cabeza en el futuro. Y Lucrecia, denigrada durante siglos, como una intrigante incestuosa y envenenadora, era una mujer extraordinaria , bella e inteligente», declara Dario Fo al semanario L’ Espresso.
Lucrecia, una víctima de la desinformación
Obviamente, Fo no la declara santa súbita, pero sí la presenta como una víctima de la desinformación. El escritor considera que la imagen negra de los Borgia procede de los hombres de la familia, comenzando por el cardenal Rodrigo Borgia, padre de cuatro hijos ilegítimos de su relación con la prospera aristócrata roma Vannozza Cattanei. Pontífice libertino, se encaprichó también a sus 58 años deGiulia Farnese, de 14, con la que tendría otra hija. Alejandro VI utilizó esos hijos para sus maniobras políticas y financieras. «Era un verdadero talento el papa Borgia para inventarse matrimonios. Apoyado por su hijo César (el futuro Príncipe de Machiavelli), Alejandro VI utilizó la belleza y la cultura de Lucrecia como moneda de cambio según sus necesidades de alianzas. Para congraciarse con los Sforza, la esposó con Giovanni, duque de Pesaro. Cuando ya no le sirve, declara al yerno impotente y anula el matrimonio. Al fin y al cabo el papa es él», explica Dario Fo al Corriere.
«Las orgías, fuera de la familia»
Los Sforza, en revancha, propagaron la voz de que entre el pontífice y su hija Lucrecia había una relación incestuosa, así como con su hermano César. Pero Dario Fo lo desmiente: «Los Borgia organizaban sus orgías fuera de la familia, y a Lucrecia la inmolaban en otras camas. Antes en la de Alfonso de Aragón y luego en la de Alfonso DŽEste». Tres maridos, el segundo asesinado, algún que otro amante, muchos hijos, muchos abortos, muchas intrigas familiares… todo eso y mucho más se carga sobre la piel de Lucrecia. Pero Dario Fo describe otra realidad: «Con gran dignidad y coraje, se aparta de aquel nido de víboras. Apasionada estudiosa de San Bernardino y Santa Catalina, funda un convento revolucionario basado más en las obras que en la oración y en Ferrara crea un Monte de Piedad para ayudar a los más pobres, ocupándose incluso de las cárceles».

http://www.abc.es/cultura/arte/20140419/abci-dario-hija-papa-201404100342.html




Lucrecia Borgia

(Lucrecia Borja o Borgia; Subiaco, 1480 - Ferrara, 1519) Noble y mecenas italiana a la que tradiciones poco fundamentadas atribuyen toda clase de crímenes y vicios, hasta el punto de haber sido erigida en prototipo de maldad. Último miembro influyente de la poderosa y corrupta estirpe de los Borgia, en su corte de Ferrara favoreció el mecenazgo de escritores y artistas y acogió a sus familiares tras la caída de su padre. Mujer extraordinariamente hermosa (su belleza angelical fue inmortalizada por Pinturicchio), Lucrecia Borgia creció en aquellas exquisitas y también depravadas cortes donde era común servir pócimas envenenadas a los invitados con elegante ademán y también sonrisa obsequiosa.

Su familia procedía de Borja, una región española situada en los confines orientales de la sierra del Moncayo, en la actual provincia de Zaragoza, aunque en el siglo XIII se estableció en Valencia. Uno de sus antepasados, el obispo Alonso de Borja (1378-1458), pasó de Játiva a Roma y se convirtió en papa con el nombre de Calixto III, practicando desde entonces un descarado nepotismo que tuvo su principal beneficiario en su sobrino Rodrigo, padre de Lucrecia. Rodrigo, tras sortear la animadversión desatada por los romanos contra los Borja tras la muerte de su tío, se valió de su fortuna para hacerse 1492 con el papado, convirtiéndose en el papa Alejandro VI.

La familia se escindió en dos ramas cuando el mayor de los hijos de Rodrigo de Borja, Pedro Luis (1458-1488), compró el ducado de Gandía a Fernando el Católico y casó con una prima de éste, María Enríquez. Pronto ducado y esposa serían heredados por su hermano menor, Juan, mandado asesinar en 1497 por otro de sus terribles y envidiosos hermanos, César Borja, aunque los duques de Gandía permanecerían desde entonces ajenos a los asuntos de Italia, dando origen a una casta jalonada de personalidades notables entre las que destacan San Francisco de Borja, nieto de Juan, y el virrey del Perú Francisco de Borja y Aragón (1577-1658).

Mientras tanto, entre la fecha en que Alejandro VI fue promovido a la dignidad pontificia y la de su muerte, que le acaeció en 1503, los Borja, que habían italianizado su apellido convirtiéndose en los Borgia, se fortalecieron en el poder hasta el extremo de que, por un momento, pareció que se podían adueñar de toda Italia, suscitando con su actitud la unánime inquina de las familias patricias de Roma.

Además de Pedro Luis y Juan, Alejandro VI fue el progenitor de César, nacido en Roma en 1475, y de Lucrecia, cinco años más joven que éste, todos ellos nacidos de su amante Vanozza Catanei. El escudo de su familia llevaba un toro de oro sobre terraza recortada de sinople con bordura de gules cargada de ocho llamas también de oro. A pesar de la acomodación de su apellido a la lengua del país de adopción, padre e hijos mantenían en su correspondencia privada el catalán, dando con ello origen a una estrafalaria leyenda sobre el lenguaje cifrado utilizado por los Borgia, naturalmente alimentada por sus capciosos enemigos.

Veraz es sin embargo el recurso frecuente que se les atribuye a un veneno secreto, probablemente arsénico, con el que despachaban expeditivamente a sus contrincantes políticos, pero esta apelación a los bebedizos ponzoñosos era relativamente habitual en aquella turbulenta y poco escrupulosa época, y no patrimonio exclusivo de los Borgia, como se ha pretendido maliciosamente. Baste recordar que Alfonso el Grande recibió una advertencia de sus galenos para que no leyera el libro de Tito Livio que Cosme de Médicis le había regalado, porque las páginas estaban impregnadas de un polvillo tan invisible como letal; que la silla de mano del papa Pío II apareció untada de un extraño veneno, y que toda Italia estaba intrigada por la composición del tósigo líquido con que fue asesinado el gran pintor Rosso Fiorentino.

Alejandro VI, cuya actividad diplomática más relevante fue sin duda la célebre bula Inter caetera(1493), que repartía las tierras del Nuevo Mundo entre España y Portugal, casó a los trece años a su hija Lucrecia con Giovanni Sforza, pero cuatro años más tarde logró deshacer el compromiso alegando impotencia del marido. En realidad, su propósito era unirla, como así haría en agosto de 1498, con su segundo cónyuge, Alfonso, príncipe de Bisceglie, bastardo de la familia real de Nápoles, con quien tuvo un hijo, llamado Rodrigo, en noviembre del año siguiente.
Por aquel entonces César Borgia, que, como era de esperar, había tenido una fulgurante carrera eclesiástica, siendo nombrado obispo de Pamplona a los dieciséis años (1491) y arzobispo de Valencia y cardenal a los veinte, abandonó su condición sacerdotal y se casó con Catalina de Albret, hermana del rey de Navarra. En su cuerpo comenzaban a advertirse los estragos de la sífilis, pero ello no le impidió aliarse con el rey Luis XII de Francia y, tras recibir el título de duque de Valentinois, acompañarle en su conquista del Reino de Nápoles en 1501. Como prueba de buena voluntad, previamente había hecho estrangular en las gradas mismas de las escaleras de San Pedro al esposo de su hermana, Alfonso de Aragón, en agosto de 1500. Se cuenta que la víctima venía de asistir a un espectáculo muy poco edificante protagonizado por cinco meretrices.

Éstas habían sido detenidas, acusadas de diversos crímenes y condenadas a la horca, pero se les ofreció la gracia de que se les conmutaría la pena si se prestaban a actuar como estatuas de la Voluptuosidad en la arena durante una corrida de toros. Ante la alternativa de una muerte segura, naturalmente aceptaron y aparecieron en la plaza desnudas sobre un pedestal y cubiertas por un barniz dorado. Los astados mataron a dos de ellas, que se movieron presas de pánico, antes de que los señores acribillasen con sus flechas a la bestia, pero las otras tres, que salieron ilesas de aquella fiesta atroz y fueron paseadas triunfalmente en el mismo carro que transportaba a los toros muertos, no corrieron mejor suerte, porque a pesar de los esfuerzos que hicieron por la noche para desprenderse del indeleble barniz que las cubría, fallecieron en medio de espantosas agonías.

Fue entre esta fecha y la de su posterior y postrero matrimonio, en diciembre de 1501, con Alfonso de Este, primogénito del duque de Ferrara, cuando la vida disoluta de la Lucrecia veinteañera dio pábulo a la leyenda negra que se cierne sobre ella. Durante este período de alegre viudez se entregó a todos los excesos y orgías en el escenario corrompido del Vaticano, dando a luz un hijo fruto de amores incestuosos con su propio padre y llegando incluso a desempeñar por tres veces la máxima dignidad en los asuntos de la Iglesia.

El eximio poeta vanguardista y desaforado pornógrafo francés Guillaume de Apollinaire noveló aquellos festines, desmesuras, obscenidades y escándalos en una obra maldita y poco conocida que se tituló La Roma de los Borgia, publicada en 1913 y raramente reeditada. Aunque el relato se centra sobre todo en las perfidias maquiavélicas de César Borgia, ofrece asimismo numerosos pasajes en los que describe las perversiones de su deslumbrante hermana. La novela atribuye, por ejemplo, los amores entre Lucrecia y Alejandro VI a una mala jugada de César. Fue en el curso de una de esas locas y licenciosas fiestas a las que se entregaban con gran pasión los romanos de la época. Estaban en ella presentes, junto a una multitud selecta de cortesanos, además del papa, sus dos extraordinarios hijos y la que, por entonces, era su amante preferida, Julia Farnesio.
Después del banquete, amenizado con música de laúd, arpa, rabel y violón, y bien surtido de exquisitos vinos de Capri, Sicilia y moscatel de Asti, los regalados cuerpos sintieron llegada la hora voluptuosa. César Borgia, que actuaba siempre de maestro de ceremonias, organizó entonces el juego de las candelas, un divertimento consistente en que, mientras se apagaban las luces, los convidados se entrelazaban libremente y se besaban a su sabor. Las bocas de las mujeres eran copas donde los hombres bebían vinos generosos, al tiempo que las aliviaban de sus rasos y terciopelos y soltaban sus cabellos para que cayeran libremente sobre los senos desnudos.
El juego, en el que estaba prohibido hablar y que servía de pretexto para desatar los apetitos febriles en una apoteosis orgiástica, consistía en mantener en la boca una candela ardiendo mientras todo el mundo hacía esfuerzos para apagarla, y era obligatorio caminar a cuatro patas. Por lo común las cortesanas reemplazaban enseguida las bujías por confituras que los hombres trataban de atrapar en la misma boca y nunca se tardaba demasiado en que la oscuridad se hiciera completa. Alejandro VI buscaba a su amante, a la que apenas podía reconocer por su collar, pero en el remolino de cuerpos César había quitado esa joya a Julia Farnesio y la había puesto al cuello de Lucrecia. Alejandro VI creyó tener así entre sus brazos a su amante cuando en realidad poseía a su adorable hija. La lasitud sobrevino tras los jadeos, y una luz tenue reveló la figura yaciente y encantadora de Lucrecia que dormía con placidez. Lejos de arrepentirse de aquella indeliberada monstruosidad, tras sobreponerse de la sorpresa inicial, el papa acarició los bucles sedosos de su linda niña.
En otra ocasión, cuenta también Apollinaire, un tal Eliseo Pignatelli ofendió de palabra a Lucrecia, siendo sus invectivas acogidas con agrado y sonrisas por los presentes. Indignada por esta afrenta pública, la hija del papa concibió una horrible venganza, y para ello se aprovechó de una de las fiestas habituales que ofrecía en el lujoso palacio de Santa María, en Roma, adonde acudían las damas más nobles y las más hermosas cortesanas.
Durante los espectáculos que se representaban en el jardín, sus invitadas se acompañaban de delicados pajes de labios pintados de rojo y perfumados con algalia, almizcle y ámbar, cuya misión consistía en ofrecer a las mujeres, sentadas sobre los tapices que las protegían del fresco contacto con la hierba, trozos de torta, mazapanes y refrescos en bandejas de plata. Pero entre todos destacaba uno, admirable por su moldeado torso desnudo y sus blancos brazos de Narciso, que la anfitriona confió deferente a la encantadora cortesana Alessandra.
La representación comenzó con la lectura de poemas de amor mientras el jardín iba siendo invadido por una completa oscuridad, a la que siguió una comedia con escenas mitológicas, amenizada por grotescas máscaras, disputas de locos y jorobados que se propinaban golpes con vejigas de cerdo. Pero antes de que la farsa concluyera las embriagadas damas habían hallado mejor distracción en los cuerpos flexibles y serviciales de los mancebos, quienes desarreglaban entre risas las sedas y encajes y dejaban la huella bermeja de sus labios en los rostros complacientes de sus frenéticas compañeras. Estando muy avanzada la velada y los cuerpos molidos y saciados, se convino en repetir aquellas orgías, y las alegres mujeres se despidieron envidiando sobre todo a la agraciada Alessandra. Pero la más feliz aquella noche era sin duda Lucrecia, sabedora de que la satisfecha Alessandra, amante del ahora cornudo Eliseo Pignatelli, no tardaría en contagiar a su detractor la ponzoñosa sífilis que su joven paje le había transmitido.

Sea o no cierta esta cruel travesura y las anteriores circunstancias que rodearon el incesto que los historiadores parecen haber confirmado, la depravada Roma, que asistía impasible a que el Vaticano se hubiera convertido en un lupanar y a que en su seno proliferaran los crímenes sin tasa, difícilmente podía condenar la inmoralidad de Lucrecia Borgia, víctima de un tejido perenne de conspiraciones y de una época en que la vida humana apenas poseía ningún valor.

Lo cierto es que Lucrecia celebró después su tercer matrimonio con el heredero del ducado de Ferrara y que, cuando se trasladó a su nuevo hogar, en febrero de 1502, apenas contaba veintidós años. Al año siguiente moría su padre y el ilusorio poder omnímodo de los Borgia se desmoronaba a manos de otras familias igualmente desalmadas y expeditivas. Algunos de los bastardos de César Borgia se refugiaron en la corte de su tía, en Ferrara, mientras que Jofre, uno de los hermanos menores de Lucrecia, se retiró a Nápoles, donde ostentó el título de príncipe de Squillace.

Por su parte, el artero César Borgia sobrevivió muy poco tiempo al descalabro general, y después del breve pontificado de Pío III, desde el 22 de septiembre al 18 de octubre de 1503, la elección como sucesor del peor de sus enemigos, el cardenal Giuliano della Rovere, que adoptó el nombre de Julio II, acabó de un plumazo con sus ambiciones. Julio II no tuvo empacho en faltar a la palabra que le había dado a César y mandarlo detener en Ostia, obligándole a abdicar de todas sus posesiones en la Romaña, y en perseguirle más tarde con saña hasta que consiguió que Gonzalo Fernández de Córdoba le arrestase y le enviase a España.
Allí padeció prisión durante dos largos años en los castillos de Chinchilla y de la Mota hasta que, en un nuevo alarde de astucia, determinación y temeridad, logró evadirse de este último. Murió, no obstante, poco después, a consecuencia de las heridas sufridas en una escaramuza en Navarra, en cuya corte se había refugiado.

A partir de 1505, Lucrecia se convirtió, tras la muerte de su último esposo, en la duquesa de Ferrara, y durante algunos años por su brillante corte desfilaron artistas famosos como Ariosto y Pietro Bembo, que se consagraron a cantar su belleza y sus visibles encantos. Misteriosamente, por algún motivo inexplicado, en 1512, con sólo treinta y dos años y sin que su lozanía se hubiese aún marchitado, comenzó a gustar de la soledad y se apartó de los fastos cortesanos y de las pompas ceremoniosas. Se mostraba retraída y como si fuera la contramoneda misma de la dulce, alegre y desaprensiva joven que había sido, y esta actitud inopinada, lejos de delatar un carácter voluble y tornadizo, no hizo sino acreditar su obstinación y su firmeza, porque permaneció en ella hasta el fin de sus días, durante siete interminables años.

Todas las especulaciones son válidas para explicar tan extraña actitud, incluso las de quienes suponen un tardío arrepentimiento y un recogimiento encaminado a rumiar las culpas y excesos de la vida pasada. Pero aunque esta beatífica e improbable versión de los hechos sea cierta, no podrá nunca creerse que Lucrecia se encerró en sus últimos años en una intransigente castidad, porque murió en 1519, desgarrada por los dolores, a consecuencia de un aborto.

http://www.biografiasyvidas.com/biografia/b/borgia_lucrecia.htm











Momias animales

Animales para la eternidad
Envueltas en vendajes de lino y enterradas con reverencia, las momias de animales encierran pistas fascinantes sobre la vida y la muerte en el antiguo Egipto.

En 1888, un agricultor egipcio que cavaba en la arena cerca de Istabl Antar descubrió una fosa común. Los cuerpos sepultados no eran humanos, sino felinos: cantidades asombrosas de antiguos gatos momificados y enterrados. «No son unos pocos desperdigados aquí y allá –informó una revista inglesa de la época–, sino decenas, miles, cientos de miles, un grueso estrato de 10 a 20 capas de cadáveres sepultados unos sobre otros.» Algunos animales envueltos en vendas aún seguían presentables, y unos pocos tenían máscaras de oro. Los niños del lugar vendieron los mejores ejemplares a los turistas a cambio de unas monedas. El resto se vendió a peso como fertilizante. Un barco se llevó a Liverpool unos 180.000, una carga de 17 toneladas, para esparcirlos por los campos ingleses.

Aquélla era la época de las expediciones generosamente financiadas que cavaban hectáreas de desierto en busca de tumbas reales y espléndidos sarcófagos pintados y máscaras de oro para adornar mansiones y museos de Europa y Estados Unidos. Los miles de animales momificados que aparecían en los lugares sagrados de Egipto sólo era algo que había que apartar para llegar a los tesoros. Pocos estudiosos les prestaban atención, y en general su importancia pasaba inadvertida.

En el siglo que ha pasado desde entonces, la arqueología ya no es tanto una caza de trofeos como una ciencia. Ahora los excavadores saben que gran parte de la riqueza de sus yacimientos reside en la multitud de detalles que ofrecen sobre la vida de la gente: sus actividades, su forma de pensar y sus creencias religiosas. Las momias de animales son parte importante de esos hallazgos.

«Son en verdad manifestaciones de la vida cotidiana –dice la egiptóloga Salima Ikram–. Animales de compañía, comida, muerte, religión… Abarcan todo lo que interesaba a los egipcios.» Especializada en zooarqueología (el estudio de los restos de animales antiguos), Ikram ha contribuido a poner en marcha una nueva línea de investigación sobre los gatos y otros animales que los egipcios preservaban con habilidad y esmero. Desde su cátedra en la Universidad Americana de El Cairo, se hizo cargo de la deteriorada y medio abandonada colección de momias animales del Museo Egipcio como proyecto de investigación. Tras efectuar mediciones, escudriñar con rayos X bajo los vendajes y catalogar sus hallazgos, creó una galería para exponer la colección, un puente entre la gente de hoy y la de aquel pasado remoto. «Cuando ves esos animales, piensas: “¡Ah, el faraón Tal o Cual tenía una mascota, como yo!”, y en lugar de sentir una distancia de más de 5.000 años, ves a los antiguos egipcios como personas de carne y hueso.»

Actualmente, la colección de momias de animales es una de las más visitadas de ese museo. Detrás de las vitrinas hay gatos amortajados con vendas de lino que forman rombos, franjas, cuadrados e intrincadas líneas cruzadas; musarañas en cajas de caliza tallada; carneros en sarcófagos dorados con adornos de cuentas; una gacela envuelta en papiro deshilachado; un cocodrilo de cinco metros enterrado con sus crías momificadas en la boca; ibis sagrados en fardos con aplicaciones; halcones; peces y hasta diminutos escarabajos junto a las bolas de estiércol que comían.

Algunos de esos animales fueron momificados para que los difuntos tuvieran compañía en la eternidad. Los antiguos egipcios que podían permitírselo se preparaban una tumba lujosa, con la esperanza de que todos los efectos personales allí acumulados, y todas las imágenes que ordenaban representar en los murales, estuvieran a su disposición después de la muerte. Más o menos a partir de 2950 a.C., los reyes de la I dinastía recibieron sepultura en sus complejos funerarios de Abydos acompañados de perros, leones y burros. Más de 2.500 años después, durante la XXX dinastía, un plebeyo llamado Hapi-men fue enterrado en Abydos con un perrito acurrucado a sus pies.

Otras momias eran provisiones para los muertos, «vituallas momificadas», las llama Ikram. Los mejores cortes de carne de buey, patos suculentos, ánsares y pichones se salaban, secaban y envolvían en tiras de lino.

Por último, otros animales eran momificados porque eran la viva representación de un dios. Hacia el año 300 a.C., la venerada ciudad de Menfis, capital de Egipto durante gran parte de su historia antigua, ocupaba 50 kilómetros cuadrados y su población rondaba los 250.000 habitantes. La mayor parte de las ruinas de la que fue una ciudad gloriosa yace hoy bajo el pueblo de Mit Rahina. Pero junto a un camino polvoriento se yerguen las ruinas de un templo, medio ocultas entre matas de hierba. Era la casa de embalsamamiento del buey Apis, uno de los animales más venerados del antiguo Egipto.

Símbolo de fuerza y virilidad, Apis estaba estrechamente relacionado con el todopoderoso faraón. Animal divinizado, era elegido para el culto por reunir una serie de características inusuales: un triángulo blanco en la frente, figuras blancas aladas en los hombros y la grupa, una mancha en forma de escarabajo en la lengua, y pelos dobles en la punta de la cola. Durante su vida lo alojaban en un santuario especial, mimado por sacerdotes, adornado con oro y joyas, y adorado por las multitudes. Se creía que su esencia divina pasaba a otro buey en el momento de su muerte, por lo que en ese instante se iniciaba la búsqueda del nuevo Apis. Mientras tanto, el cadáver era conducido al templo. La momificación se prolongaba al menos 70 días: 40 para secar la enorme masa de carne, y 30 para envolverla.

El día del entierro del buey, los habitantes de la ciudad se echaban a las calles para unirse al duelo nacional y atestaban el camino que conducía a las catacumbas hoy conocidas como Serapeum, en la necrópolis de Saqqara, en el desierto. En procesión, sacerdotes, cantantes del templo y altos funcionarios llevaban la momia hasta la red de galerías abovedadas talladas en el suelo de caliza, donde la sepultaban dentro de un sarcófago de madera o de granito, entre largos corredores abiertos para otros enterramientos. En siglos posteriores, ese lugar sagrado fue profanado por ladrones que arrancaron las tapas de los sarcófagos y robaron los valiosos ornamentos que lucían las momias. Por desgracia, no se conserva intacto ni un solo enterramiento del buey Apis.

Diferentes animales sagrados eran objeto de adoración en los distintos centros de culto: bueyes en Armant y Heliópolis, peces en Isna, carneros en la isla Elefantina y cocodrilos en Kom Ombo. Ikram cree que el culto a esos seres divinos surgió en los albores de la civilización egipcia, cuando un régimen de precipitaciones más generoso que el actual favoreció una tierra verde y feraz. Rodeados de animales, los egipcios comenzaron a relacionarlos con dioses específicos, según sus hábitos. Los cocodrilos, por ejemplo, ponían sus huevos justo por encima del nivel más alto que alcanzaría la crecida anual del Nilo, el gran acontecimiento que irrigaba los campos y permitía que Egipto renaciera año tras año. «Los cocodrilos eran mágicos –dice Ikram–, porque tenían la capacidad de predecir el futuro.»

Saber si la crecida iba a ser buena o mala era importante en un país de agricultores. Por eso, con el tiempo, los cocodrilos se convirtieron en símbolo de Sobek, dios acuático de la fertilidad, y los egipcios les erigieron un templo en Kom Ombo, localidad del sur de Egipto que cada año era una de las primeras en notar la crecida del río. En ese lugar sagrado, cerca de la ribera donde se asoleaban los cocodrilos salvajes, los cocodrilos cautivos llevaban una vida regalada y, al morir, eran enterrados con solemnidad.

En los lugares donde las momias son más numerosas, como en Istabl Antar, donde fueron enterradas por millones, se trata de objetos votivos ofrecidos durante las festividades anuales en los templos donde se rendía culto a los animales. A esos centros religiosos distribuidos a lo largo del Nilo llegaban cientos de miles de peregrinos, que acampaban en los alrededores. Convertidos en mercaderes, los sacerdotes ofrecían desde momias con sencillos vendajes hasta otras más elaboradas para quienes pudieran pagarlas. Entre nubes de incienso, los fieles culminaban la peregrinación ofreciendo al templo la momia elegida.

Algunos lugares se asociaban con un solo dios y su animal simbólico; pero en los centros más antiguos y venerados, como el de Abydos, se han hallado auténticos zoos de momias votivas en los que cada especie se relaciona con una divinidad concreta. En Abydos, donde fueron enterrados los primeros reyes de Egipto, las excavaciones han sacado a la luz momias de ibis que probablemente representan a Tot, el dios de la sabiduría y la escritura. Los halcones evocaban presumiblemente a Horus, el dios del cielo, protector del rey vivo. Los perros guardaban relación con Anubis, el dios con cabeza de chacal, guardián de los muertos. Al ofrendar una de esas momias al templo, los peregrinos podían ganarse el favor del dios correspondiente. «El animal siempre le susurraba al dios al oído: “Aquí viene tu fiel, sé bueno con él”», explica Ikram.

A partir de la XXVI dinastía, en torno al año 664 a.C., las momias votivas se hicieron muy populares. Los egipcios acababan de expulsar a los dominadores extranjeros y recuperaban con alivio sus propias tradiciones. El negocio de las momias floreció y dio empleo a legiones de trabajadores especializados, ya que era preciso criar a los animales, cuidarlos, sacrificarlos y momificarlos, además de importar resinas, preparar las vendas y cavar las tumbas.

Pese al elevado fin de la actividad, la corrupción se infiltró en la cadena de producción, y algunos peregrinos resultaron estafados. «Momias falsas y otros timos», explica Ikram. Las radiografías han revelado diversos trucos para engañar a los consumidores: animales más baratos en sustitución de otros más raros y valiosos; huesos o plumas en lugar del animal completo, y hermosos vendajes con nada dentro, aparte de fango. Cuanto más atractivo era el exterior, mayor era la probabilidad de estafa.

Para averiguar cómo trabajaban los antiguos embalsamadores (un aspecto sobre el cual los textos antiguos callan o son ambiguos), Ikram experimenta con las técnicas de momificación. Para encontrar los materiales necesarios, acude al laberíntico zoco del siglo XIV de El Cairo. En una pequeña tienda, un dependiente pesa en una vieja balanza de latón grandes trozos de una sustancia gris cristalina. Es natrón, una sal que absorbe la humedad y la grasa y que era el desecante más importante utilizado para la momificación. En una herboristería a la vuelta de la esquina compra los aceites que devuelven la flexibilidad a los cuerpos secos y rígidos, y también los resinosos pedazos de incienso que, una vez fundido, sirve para sellar los vendajes.

La investigadora empezó momificando conejos, por su tamaño manejable y porque podía comprarlos en la carnicería. A Orejotas(Ikram pone nombre a todas sus momias) lo sepultó en natrón, pero el cuerpo empezó a descomponerse en dos días, y al acumularse los gases, estalló. Tambor corrió mejor suerte. Ikram le había ex¬¬traído los pulmones, el hígado, el estómago y los intestinos, y luego lo rellenó de natrón y lo sepultó en la misma sustancia. Resistió.

Pelusa, el siguiente candidato, ayudó a resolver un enigma arqueológico. El natrón que tenía dentro absorbió tantos fluidos que se volvió glutinoso y fétido. Ikram lo sustituyó por natrón fresco guardado en bolsas de lino. Eran fáciles de extraer cuando la sustancia se humedecía, lo que explica que en muchos centros de embalsamamiento se hayan encontrado este tipo de bolsas.

El tratamiento reservado a Copo de Nieve fue totalmente diferente. En lugar de la evisceración, el conejo recibió un enema de trementina y aceite de cedro antes de ser sepultado en natrón. Heródoto, el famoso historiador griego, describió el procedimiento en el siglo V a.C., pero los investigadores cuestionaban su credibilidad. En este caso, el experimento le dio la razón. Todas las vísceras de Copo de Nieve se disolvieron excepto el corazón, el único órgano que los antiguos egipcios siempre dejaban en su sitio.

Una vez concluido el trabajo de laboratorio, Ikram y sus estudiantes siguieron el protocolo y envolvieron cada cuerpo con vendas en las que se habían impreso fórmulas mágicas. Recitando oraciones y quemando incienso, depositaron las momias en la vitrina de un aula, donde son una atracción para los visitantes, entre ellos yo misma. Como ofrenda, dibujo un manojo de zanahorias y símbolos que multiplican por mil ese manojo. Ikram me asegura que, en el más allá, los dibujos ya se han convertido en zanahorias auténticas, y que los hocicos de sus conejos se están estremeciendo de alegría.


http://www.nationalgeographic.com.es/2009/10/29/animales_para_eternidad.html

























FIESTA - Joan Manuel Serrat
Gloria a Dios en las alturas,
recogieron las basuras
de mi calle, ayer a oscuras
y hoy sembrada de bombillas.
Y colgaron de un cordel
de esquina a esquina un cartel
y banderas de papel
verdes, rojas y amarillas.
Y al darles el sol la espalda
revolotean las faldas
bajo un manto de guirnaldas
para que el cielo no vea,
en la noche de San Juan,
cómo comparten su pan,
su mujer y su gabán,
gentes de cien mil raleas.
Apurad
que allí os espero si queréis venir
pues cae la noche y ya se van
nuestras miserias a dormir.
Vamos subiendo la cuesta
que arriba mi calle
se vistió de fiesta.
Y hoy el noble y el villano,
el prohombre y el gusano
bailan y se dan la mano
sin importarles la facha.
Juntos los encuentra el sol
a la sombra de un farol
empapados en alcohol
abrazando (magreando) a una muchacha.
Y con la resaca a cuestas
vuelve el pobre a su pobreza,
vuelve el rico a su riqueza
y el señor cura a sus misas.
Se despertó el bien y el mal
la zorra pobre vuelve al portal,
la zorra rica vuelve al rosal,
y el avaro a las divisas.
Se acabó,
el sol nos dice que llegó el final,
por una noche se olvidó
que cada uno es cada cual.
Vamos bajando la cuesta
que arriba en mi calle
se acabó la fiesta.


El mañana efímero - Antonio Machado

La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y alma inquieta,
ha de tener su marmol y su día,
su infalible mañana y su poeta.
En vano ayer engendrará un mañana
vacío y por ventura pasajero.
Será un joven lechuzo y tarambana,
un sayón con hechuras de bolero,
a la moda de Francia realista
un poco al uso de París pagano
y al estilo de España especialista
en el vicio al alcance de la mano.
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna usar la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas,
y otras calvas en otras calaveras
brillarán, venerables y católicas.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero,
la sombra de un lechuzo tarambana,
de un sayón con hechuras de bolero;
el vacuo ayer dará un mañana huero.
Como la náusea de un borracho ahíto
de vino malo, un rojo sol corona
de heces turbias las cumbres de granito;
hay un mañana estomagante escrito
en la tarde pragmática y dulzona.
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.

Luis de Pablo - Al son que tocan



"Al son que tocan" es un encargo de la Fundación Juan March en homenaje a Antonio Machado en el primer centenario de su nacimiento. Con toda verdad puedo decir que este encargo es uno de los que más feliz me han hecho en mi vida, ya que pocas obras poéticas he sentido más cercanas a mí que la del autor de "Campos de Castilla". Los textos empleados son de dicho libro: "El mañana efímero", los "Proverbios y Cantares" números XXIV, L y Lll; de "Elogios", "Una España joven" y de "Nuevas Canciones" los "Proverbios y Cantares" números XXIII y XXXI. Todos ellos ofrecen, claro está, una imagen parcial de la obra del poeta. No podría pretender, en una sola composición, abarcar una producción que cuenta entre las más vastas, por ricas, de la poesía castellana. Pero el aspecto de Machado que en ellas se muestra me ha atraído profundamente -aspecto que además correspondía a las sugerencias de quienes me hicieron el encargo-, por adaptarse a las mil maravillas a mis preocupaciones actuales, que lo son desde hace años. Por ello, repito, pocas veces un encargo que yo haya recibido se ha correspondido más estrechamente con mis deseos más íntimos de hacer música. La obra esta escrita para órgano hammond (modelo 2017), piano-celesta (un intérprete), arpa, dos percusionistas, tres trompetas, soprano, cuatro bajos y cinta magnética estéreo dos pistas, con un director. Ni la soprano ni los bajos dicen el texto, sino que vocalizan. Los poemas se nos presentan en la cinta a través de la voz de José Luis Gómez, quien se prestó generosa y amablemente a grabármelos. La obra fue compuesta entre 1974 y 1975 en Ottawa, Montreal, Berlín y Madrid.

--Luis de Pablo

Al son que tocan, para soprano, cuatro bajos, conjunto instrumental y banda magnética (1975)

Carlos Chausson, Fernando Gallego, Francisco Plaza & Luis Álvarez, bajos
Beatriz Melero, soprano

Conjunto Instrumental
José María Franco Gil

Gustav Mahler: Sinfonía nº 3, en re menor


Como afirma Venustiano Reyes, musicólogo mexicano, parece paradójico que la obra de un judío errante que se sentía apátrida y sin identidad definida, sea extraordinariamente original. Es precisamente el caso con Mahler. Los austriacos lo consideraban bohemio, a pesar de haber nacido en la Moravia austríaca; los bohemios, austriaco; los alemanes se referían a él como ‘el austriaco’ o ‘el judío’; los judíos lo veían como ‘el cristiano’, pues se convirtió a la fe católica. Y, sin embargo, la obra de Mahler no podría tener mayor identidad, no podría ser más original, no podría estar más definida. En fin, un genio absoluto y verdadero, como pocos han existido en la humanidad, y que, entre otras cosas, tuvo la virtud de exponer, como nadie, los secretos más íntimos del ser; y no sólo del ser humano, sino del ser universal y del creador mismo. En suma, Gustav Mahler es para muchos un verdadero profeta del espíritu humano y del ‘anima mundi’. El incomparable escritor alemán Thomas Mann, merecedor del Premio Nobel de literatura de 1929, se refirió a él en estos términos: “el hombre que, según creo, expresa el arte de nuestro tiempo en su forma más profunda y sagrada”.

Director antes que compositor

Pierre Boulez también comentó acerca de la trascendencia de la música de Mahler, pues según el galo, cualquiera que fuera el lugar, en las interpretaciones de sus obras una reacción apasionada del público a menudo era más la regla que la excepción; su poder de fascinación derivaba a la vez de la hostilidad y del entusiasmo que suscitaban. La impresión que hizo su Tercera Sinfonía, en el concierto que dirigió en el Festival de Krefeld de la Allgemeiner Deutscher Musikverein, en 1902, fue irresistible y por primera vez no rebatida. Le impuso definitivamente en el mundo de la música contemporánea. Sin embargo, durante los años que siguieron, las interpretaciones de sus sinfonías frecuentemente supusieron violentas manifestaciones y contramanifestaciones. Cuando estaba con sus amigos, Mahler las acogía con la convicción, tantas veces reafirmada: “¡Mi hora llegará!”.
Los inicios de la carrera de Mahler como director fueron complicados y poco alentadores debido tanto a su mal carácter como al ruinoso estado en que estaban los teatros en que era contratado. Afortunadamente, su situación fue mejorando y, después de pasar dos años en Kassel, pudo acceder a Praga en 1885 y a Leipzig en 1886. En esta ciudad entró por primera vez en contacto con la colección de poesía folclórica llamada Des Knaben Wunderhorn “(El cuerno mágico del muchacho” o bien “El cuerno de la abundancia”), recopilada y adaptada por Achim von Armin y Clemens Brentano. Aparecida en 1808 como un equivalente lírico de los cuentos de los hermanos Grimm, tal colección fue la primera de una serie de publicaciones que produjo un entusiasmo romántico por recuperar aquel idioma folclórico en peligro de extinción. El enorme potencial musical de esta colección no sólo proporcionó a Mahler una serie de textos para sus canciones, durante los siguientes catorce años, sino también, inspiró dos de sus partituras más ambiciosas, las Sinfonías nº 2 y nº 3.
Entre los años 1886 y 1891, Mahler trabajó como director en Leipzig y Budapest, pasando luego a Hamburgo para tomar a su cargo el Stadttheater. Aquí ganó notoriedad gracias a sus interpretaciones de las óperas de Richard Wagner, atrayendo la atención del público y de la crítica con su virtuosidad y genialidad como conductor. Paralelamente continuó su labor creativa e inmediatamente después de completar su Segunda Sinfonía, la que estrenó con enorme éxito en Berlín en 1895, inició la composición de la Tercera, subtitulada “Sueño de una mañana de verano” y que puede ser definida como una monumental apoteosis de la naturaleza.

Un himno a la naturaleza

En el verano de 1895, Mahler se encontraba en Steinbach am Attersse, acompañado por la solista de viola Natalie Bauer-Lechner, quien fue su compañera en el paréntesis que Gustav Mahler abrió entre su primer matrimonio y el segundo con Alma Marie Schindler, Alma Mahler. Cuenta José Luis Pérez de Arteaga, absoluta autoridad en nuestro país en materia mahleriana, que Mahler empezó a trabajar, en el verano de 1895, por el movimiento “Lo que me dicen las flores en el prado”, siguiendo con los números inmediatos y dejando, por tanto, para el final el primer movimiento. Este tiempo fue bosquejado durante el invierno y la primavera en Hamburgo. Cuando Mahler llegó a Steinbach, en junio de 1896, advirtió con horror que había olvidado sus partituras en Hamburgo. Natalie relata cómo, a través de terceros, consiguió Mahler que le llevaran los bocetos desde Hamburgo. Durante los días que mediaron hasta la llegada del borrador compuso el músico una introducción al primer movimiento, página que ha¬bría de tener enorme trascendencia temática sobre el trabajo aún pendiente. “Apenas se puede decir que es música”, comentó Mahler a Natalie, “son so¬nidos de la naturaleza. Es algo misterioso, se trata de la forma en que la vida va abriéndose camino gradualmente, saliendo de la inanimación, de la mate¬ria petrificada. En algún momento he pensado llamar a este movimiento “Lo que me dicen las montañas”. Y, a medida que la vida sube de estrato a es¬trato, toma formas cada vez más desarrolladas: flores, bestias, hombres, hasta la esfera de los espíritus, de los ángeles”.
Al acoger Bruno Walter en 1896 en Steinbach-am-Attersee, Mahler le dice: “Es inútil que mire el paisaje; ha pasado por entero a mi sinfonía”. Se puede entrar en la obra comparándola con la Segunda, de la que en un sentido es la prolongación. El parentesco de las dos partituras va más allá del paralelismo de sus segundos, terceros e incluso cuartos movimientos respectivos. También la tercera sinfonía, a todos los niveles, su traducción musical. Esta partitura, una forma abierta por excelencia, es un ciclo de metamorfosis hacia formas de vida cada vez más altas, más evolucionadas, que “comienza con la naturaleza inanimada y se eleva hasta llegar al amor de Dios”, afirmaba Mahler.
Al abordar su Tercera Sinfonía, Mah¬ler pretendía realizar un imponente recorrido cosmologista que iría de la inanimación a la divinidad. “Utilicé la palabra y la voz humana en la Segunda Sinfonía justa¬mente en el momento en que las necesitaba para hacerme entender”, ex¬plicó Mahler a Natalie en ese verano de 1895, “¡qué lástima no haber obrado así cuando escribí la Primera! Pero en la Tercera no tendré ya dudas al respecto. Voy a basar las canciones de los dos movimientos más cortos en tex¬tos del Knaben Wunderhorn y en un glorioso poema de Nietzsche”. En efecto, tomaría Mahler de la famosa colección de cantos populares e infanti¬les de Arnim y Brentano la tonada “Tres ángeles cantaban”, y del Así hablaba Zarathustra nietzscheano el poema que cierra “La otra canción de la danza”.
Según Tranchefort, el título original del conjunto fue “Sueño de una noche de verano”, sin relación con la dramaturgia de William Shakespeare, posteriormente “Sueño de una mañana de verano”. Según François René de Trachefort, finalmente los títulos fueron suprimidos, pero hé aquí una idea de ellos: 1) “El despertar de Pan”; “La llegada del verano”. (Introducción), “El verano hace su entrada”(cortejo de Baco); 2)”Lo que me cuentan las flores del campo”; 3) “Lo que me cuentan los animales del bosque”; 4) “Lo que me cuenta el hombre” (la noche); 5) “Lo que me cuentan las campanas de la mañana” (los ángeles); 6) “Lo que me cuenta el amor”.
Manifiesta Pérez de Arteaga que sólo se da una alteración sustancial: el último movimiento, que iba a titularse “Lo que me dice el niño”, el séptimo, fue posteriormente eliminado del contexto, en la redacción final de Mahler, y pasó a formar parte de la obra siguiente, la Sinfonía n º4 en sol mayor, como final de la misma. De otra parte, el título global “Mi alegre sabi¬duría”, sustituido en la versión definitiva por el de “Sueño de una mañana de verano”, posteriormente eliminado al imprimirse la obra, tiene su origen en el libro de Friedrich Nietzsche Die fröhliche Wissenschaft, usualmente tra¬ducido como La gaya ciencia, por lo que podríamos traducir el emblema mahleriano como “Mi gaya ciencia”.

La obra

La sinfonía está escrita para voz de contralto, coro femenino, coro de niños y una orquesta de cuatro flautas, cuatro oboes, cinco clarinetes, cuatro fagotes, ocho trompas, cuatro trompetas, cuatro trombones, una tuba, timbales, percusión, campanas, ‘glockenspiel’, arpas y la habitual familia de la cuerda. Según Pérez de Arteaga, al completar Mahler la partitura, advirtiendo la formidable duración del primer movimiento, por encima de la media hora, su autor acordó dividir la obra en dos partes; la primera estaría ocupada enteramente por el enorme primer movimiento, mientras que la segunda comprendería los cinco tiempos restantes. Todavía consideró Mahler la posibilidad de dar a toda la composición el nombre global de “Pan, poema sinfónico” —influenciado por el éxito de los poemas de Richard Strauss, como la reciente edición de la corresponden¬cia entre ambos creadores ha evidenciado—, pero abandonó esta idea a la hora de imprimir la partitura.
I. Kräftig. Entschieden (“Con fuerza y decisión”) “Pan se despierta. Marcha de entrada del verano.”
Según el propio Mahler, “el preludio de la obra será “La seducción del verano”, y a renglón seguido necesito a una banda de regimiento para transmitir el efecto, rudo y brutal, de la llegada de mi marcial camarada. Será como oír a la banda militar de un desfile. ¡Un inmenso gentío circulando en masa, nunca se ha visto algo igual!” Como comenta Tranchefort, Richard Strauss, realista, veía en ella regimientos de trabajadores desfilando un 1º de mayo.
El primer movimiento, forma sonata de gigantescas proporciones, es el más largo movimiento puramente instrumental escrito por Mahler, de tanta duración como la Sinfonía nº 5 de Beethoven en su integridad, con un programa oculto: “Despertar y fecundación de la materia por el espíritu creador, concebido como el espíritu vivificante de la naturaleza”, en palabras de Mahler. Según Henry-Louis de La Grange, especialista mahleriano de indiscutible autoridad, la vieja forma sonata se amplía con una segunda exposición no literal, instrumentación colosal y desarrollos gigantescos. Ocho trompas cantan en fortissimo una marcha en re menor que enmarca el movimiento entero como una introducción, destinada además a reaparecer como bisagra entre secciones. Esta idea fue concebida al principio como un movimiento independiente. Se puede percibir que está basada en el motivo principal del Finale de la Primera de Brahms, que a su vez remita a la Oda a la alegría del movimiento final de la Novena de Beethoven. Las trompas, como en el romanticismo, simbolizan la naturaleza en su estado salvaje.
A continuación, se exponen dos ideas, ambas también marchas. La primera de carácter trágico, en la tradición sinfónica centroeuropea y confiada a las voces graves. La segunda, en fa mayor es una de esas melodías conscientemente ramplonas usadas por Mahler como contraste y rebelión hacia el concepto de lo “aceptable” en la música “culta”, de la que precisamente la sinfonía es símbolo máximo. Posee diferente carácter, pero deriva por completo del motivo brahmsiano de las trompas.
Después hay un enorme choque de metales y percusión: un grito de la naturaleza, que se escuchará de nuevo en el Final, marca el inicio del enorme desarrollo. El trombón, en su famoso solo, hace escuchar la profunda voz de la Naturaleza: pasaje reflexivo, de raíz schubertiana. Más tarde reaparece la marcha de las trompas y se inicia la reexposición por tanto. Se prepara la coda con la vuelta de la “Marcha báquica” a lo lejos y termina en apoteosis, casi vociferada por los metales.

II. Tempo di Menuetto. Sehr mäßig (“Muy moderado”).

Las flores de los prados inspiraron a Mahler este minué, que por una vez es un tributo al pasado que no tiene nada de sarcástico ni grotesco. Dos episodios se alternan de forma simétrica y a pesar de que el tempo no varía, el segundo parece más rápido debido al menor valor de sus notas. La instrumentación es casi etérea, con diálogos de las maderas y frases dulcísimas de los violines que se apagan tan pronto alzan el vuelo.

III. Comodo. Scherzando. Ohne Hast (“Sin prisa”)

A excepción del “Trío”, el material de este “Scherzo” proviene de la canción “Ablösung im Sommer”, “Relevo de la guardia de verano”, donde el cuco de la primavera es reemplazado por el ruiseñor en verano. Uno de los momentos más mágicos de toda la producción de Mahler llega en el solo de trompa de postillón, “posthorn” en si bemol, en la lejanía, que toca una evocadora melodía como idea de contraste. Según Tranchefort, dicho solo acalla los parloteos de los bardales. Oímos el silencio, que interrumpe una fanfarria, y la cháchara animal vuelve, seguida otra vez de la trompa de postillón. Pero justo antes del final, un violento golpeteo nos recuerda con su salvajismo hasta qué punto son frágiles los remansos de paz, las “civilizaciones”, el hombre, que la selva (la naturaleza) puede tragarse en cualquier momento.

IV. Sehr langsam (“Muy lento). Misterioso.

Los tres últimos movimientos se encadenan sin interrupción y nos transportan todos, de un golpe, sin brutalidad pero cortándonos la respiración, hacia esferas superiores liberadas (pese a las miradas retrospectivas) de toda contingencia terrestre.
Gustav Mahler tomó de “Así hablaba Zaratustra” la llamada “Canción de Medianoche” para el cuarto tiempo, lo cual es una excepción de dentro de sus Lieder sinfónicos, pues estamos en su época “Wunderhorn”. La función de la pieza es desviar la atención desde el dolor y el gozo del Hombre hacia la pureza infantil del Niño (del siguiente tiempo).
La canción se abre con sonoridades profundas que simbolizan la inamovilidad de la Medianoche. La contrato canta acompañada por armonías sencillas de los timbres agudos de la orquesta. Luego los violines desarrollan una melodía típicamente mahleriana. Se repite la apelación “O Mensch!”y finalmente orquesta y solista cantan a la eternidad.

V. Lustig im Tempo und keck im Ausdruck (“Alegre de Tempo y pícaro de expresión”)

Dice La Grange que el texto “Es sungen drei Engel” , “Tres ángeles cantaban”, proviene de Des Knaben Wunderhorn, donde se titulaba “Armer Kinder Bettlerlied”, “La canción de los niños mendigos”. Es el más breve de los tiempos sinfónicos de Mahler, pero utiliza medios muy elaborados: doble coro de mujeres y niños y la contralto solista. La imitación por parte de los niños de las campanas fúnebres no puede ser más sugestiva. La sección central se basa en el compungido diálogo de solista y coro femenino, visión ingenua y realista a la vez del paraíso que cita ya el final de la Cuarta Sinfonía, según Tranchefort.

VI. Langsam. Ruhevoll. Empfunden (“Lento. Tranquilo. Con sentimiento profundo”).

Concluye la partitura un Adagio instrumental en re mayor, con una apoteosis terminal, glorificación de toda criatura viviente, afirma Tranchefort. Pero comenta La Grange: “Una mirada a las páginas iniciales de la partitura podría dar la impresión de un sencillo ejercicio polifónico, pero ningún oyente podrá permanecer insensible a la serenidad y la grandeza de este movimiento, a su poderosa afirmación de fe, a una hipnótica inmovilidad que es más mística y contemplativa que pensativa. Mahler viste el manto del heredero legítimo de la gran tradición, una herencia reconocible por la sutileza de su arte para la variación incansable de los temas, siempre familiares, siempre diferentes.” Quizá se trate del Mahler más tradicional, pero también es probable que sea la música más bella que jamás compuso y sin duda la más optimista y amorosa, uno de los mayores tiempos lento de todo el género. Sin embargo, su estructura es bastante sencilla, con dos temas principales que se alternan y evolucionan a lo largo de enormes secciones. Por tanto el modelo evidente es Bruckner, sobre todo el Adagio de su Séptima Sinfonía, con el que comparte esa atmósfera mística, aunque el tema inicial parta, de nuevo, de un movimiento, el Adagio igualmente, de la Novena beethoveniana.

 


http://orfeoed.com/melomano/2013/articulos/claves-para-disfrutar-de-la-musica/gustav-mahler-sinfonia-no-3-en-re-menor/



LOS HERALDOS NEGROS - César Vallejo

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.