Sinfonía nº 10 de Gustav Mahler
1907, el año más negro de un
compositor
El último año de vida de Gustav
Mahler, aquel en el que alcanzaría in extremis el hasta entonces negado
reconocimiento como creador, estuvo cargado de intensas emociones que
repercutieron de forma nefasta en su ya deteriorada salud. Los primeros
síntomas de este deterioro habían sido descubiertos de forma casual, poco
después de la muerte de su hija María, en 1907, sin duda, su año más negro.
Poco antes de este desgraciado acontecimiento, había empezado a tener serios
enfrentamientos con la Ópera de Viena, al frente de la cual llevaba casi una
década, que concluyeron con su dimisión, el 17 de marzo de 1907, pero con el
compromiso de permanecer en su puesto hasta que el contrato expirase, a
principios de diciembre.
No tardó en ser contratado por el
Metropolitan de Nueva York, pero la alegría se vio empañada ese verano al
fallecer de escarlatina la pequeña María. La sombra de la muerte, a la que
había invocado no mucho antes en los Kindertotenlieder (Canciones de los niños muertos) , se abatía ahora sobre él,
iniciando una vertiginosa cuenta atrás. Dos días después de la tragedia, Mahler
fue reconocido médicamente, detectándosele una dolencia cardíaca.
Un análisis posterior en Viena
reveló una enfermedad bacteriana: la endocarditis subaguda. A partir de
entonces le prohibieron dar sus largos paseos y la natación, a la que era muy
aficionado.
También le prescribieron un modo
de andar menos nervioso y agitado. Una última desilusión cerraría este año,
cuando en su último concierto bajo contrato en Viena, el 9 de diciembre, la
sala, que siempre había estado llena para verle dirigir, permaneció casi vacía,
evidenciándose una vez más el desprecio de los vieneses hacia él.
Últimas obras
Aunque 1908 comenzó con un
aplaudisímo Tristán e Isolda , el 1 de enero en el
Metropolitan de Nueva York, la angustia no dejaría ya a Mahler. La muerte de su
hija y su propia enfermedad le hacen intuir que su fin puede estar cerca. El
cambio de actitud es tan notable que el otrora exigente y tirano director de
orquesta admite sin problemas los cortes tradicionales en las óperas, a fin de
que al público no se le hagan largas, y permite que cantantes sin apenas
reputación suban a las tablas.
Cuando en la temporada siguiente
el relevo en la dirección del Metropolitan traiga a Arturo Toscanini a Nueva
York, Mahler no será ya capaz de responder a la evidente rivalidad que el
italiano le planteará en todo momento. Durante las vacaciones de verano Alma,
él y la hija pequeña de ambos, Anna, se instalaron en una casita campestre en
Toblach, al sur del Tirol. Era el momento de abordar una novena sinfonía, ya que la octava , aún inédita, había sido
escrita en
1906. Aterrado ante la idea de
fallecer si la compone (al igual que les sucediera a Beethoven, Schubert,
Bruckner y Dvorak), el compositor decide no llamar “sinfonía” a ese híbrido
entre lied y composición orquestal, que resulta ser
La canción de la tierra , inspirada por unos poemas
chinos. Poco después se pondría a trabajar en lo que oficialmente sería la Sinfonía Nº 9 ,
a la que tampoco quiso poner número. La prevención sería inútil, ya que, al
igual que el genio de Bonn, sucumbiría con la Décima ya empezada.
Quizás el miedo a morir sin
acabar la Novena le hizo escribirla de tal forma
que resultaba ilegible y tuvo que volver a copiarla. Al igual que con La
canción de la tierra , nunca llegaría a verla
estrenada, y ni siquiera tuvo tiempo de someterlas a una revisión,
procedimiento obsesivo en él desde que cometiera un fallo en la orquestación de
la Quinta .
Tras sus vacaciones, Mahler pudo
estrenar en Praga, tras tres años teniéndola guardada en un cajón, la Sinfonía
Nº 7 “La canción de la noche” , que, una vez más, desconcertó
al público, pese al aplauso de Bruno Walter, Otto Klemperer y Alban Berg, allí
presentes. Sin embargo, en esos últimos años se había ido produciendo un cambio
y aquellas obras inicialmente repudiadas fueron hallando su lugar en lugares
como Amsterdam, donde el devoto mahleriano Wilhelm Mengelberg difundía con tal
entusiasmo las sinfonías, que la Cuarta llegó a ser bisada por completo
en un concierto de la Orquesta del Concertgebouw.
Pero aún faltaba que una de sus
composiciones alcanzase la gloria en la jornada de su estreno.
A la vuelta a Estados Unidos le
fue ofrecida la titularidad de la Filarmónica de Nueva York, pero la ya citada
irrupción de Toscanini, y el notorio desprecio de éste hacia él, le hizo
apartarse del Metropolitan. Entonces, un comité de damas de la alta sociedad
decidió formar una orquesta para ponerla a su disposición. Mahler aceptó
hacerse cargo de la denominada Sinfónica de Nueva York, lo que le permitiría
dar a conocer sus obras en territorio americano. Si bien era todo un regalo, no
tardó en desanimarse al encontrar a la orquesta “sin talento y flemática”. Aún
así, la temporada 1909-1910 se presentaba prometedora, con cuarenta y cinco
conciertos previstos, por distintas ciudades del país.
"Que en mi tumba solo ponga
Mahler; así los que quieran verme, sabrán que allá estoy yo" Al término
de la misma volvió de nuevo a Europa, donde tenía una importante cita en París
para dar a conocer allí su Sinfonía Nº 2 . En mitad de la obra Mahler
pudo ver desde el podio cómo Debussy, Paul Dukas y Gabriel Pierné abandonaban
la sala, indignados ante lo que consideraban una “música eslava con aire
schubertiano”. Aún así, era muy predecible una reacción de este tipo por parte
de Debussy, que consideraba a la sinfonía como un género inútil después de
Beethoven. Mahler, en cambio, opinaba que la principal virtud del Peleas
y Melisenda del
impresionista era que su música no resultaba molesta.
La Décima , una
sinfonía para una crisis
A su regreso a la casa de verano
de Toblach se produjo una grave crisis en el matrimonio Mahler. Alma, quien
había aceptado resignada orbitar durante una década en torno a Gustav, estaba
harta de su egocentrismo y de detalles tales como que ella tuviera que llevar
siempre los mismos vestidos, mientras él lucía los trajes más elegantes.
Igualmente, no soportaba que todo el mundo se viera obligado a guardar silencio
en la casa mientras él componía.
Gustav mandó entonces a Alma al
balneario de Tobelbad a descansar, pero el problema se agravó entonces aún más,
ya que allí ella trabaría conocimiento con el futuro padre de la Bauhaus, a la
sazón, un joven arquitecto llamado Walter Gropius. La pasión surgió
inevitablemente entre ambos y ella volvió a sentir de nuevo que era una mujer
atractiva y fascinantemente seductora. Tras la aventura, Alma volvió a Toblach,
pero no pudo evitar que Gropius le escribiera apasionadas cartas. Una de ellas
fue abierta por Mahler que, desesperado, llamó a Gropius, conminando a Alma a
elegir entre ambos. Ella confesó entonces que no pensaba abandonarle, pese a lo
cual su contacto con el arquitecto continuaría y, tras la muerte de su marido,
se casaría con él.
A resultas del asunto, Mahler se
derrumbó y comenzó a llorar con facilidad, teniendo dificultades para conciliar
el sueño. La crisis se solucionó visitando a Sigmund Freud en la ciudad
holandesa de Leyden. Freud, que ya lo había tratado con éxito anteriormente,
consiguió que viera las cosas con claridad, aunque según su propia confesión,
tratar de dilucidar la naturaleza de aquella neurosis obsesiva era como “querer
cruzar una galería única en una casa misteriosa”.
Sea como fuere, Mahler cambió de
actitud y se tornó más atento y cariñoso con Alma. Por primera vez le dedicó
una sinfonía, la Octava que estaba a punto de estrenar, y la animó a que
volviese a componer, tras habérselo prohibido cuando se casaron. Fue en medio
de ese contexto de querer recuperar lo perdido, en que se puso a trabajar en laSinfonía
Nº 10 ,
proyectada como un testimonio de amor hacia su mujer. Esta nueva obra tendría
cinco movimientos, al igual que “La canción de la noche” y comenzaría y finalizaría con
un adagio.
Mahler tuvo tiempo de completar
el gigantesco primer movimiento, que, una vez ejecutado, alcanzaría la friolera
de casi media hora, pero apenas pudo esbozar el resto. No tenía tiempo; el día
12 de septiembre estaba previsto en Munich el estreno de su Sinfonía
Nº 8 ,
concluida cuatro años antes. La preparación había requerido de la bestial cifra
de treinta y dos ensayos, incluyendo un ensayo general de tres días de
duración.
Bruno Walter se encargó de la
complejísima coordinación de intérpretes, un total de 1.030, de los que 850
eran coristas. Con razón el editor la denominó Sinfonía
de los mil .
La expectación suscitada por tan
pantagruélico espectáculo reunió a 3.000 espectadores, entre los que estaban
Richard Strauss,Thomas Mann o Arnold Schoenberg, y tras su conclusión, Mahler
recibió una ovación de más de media hora, tanto de público como de ejecutantes.
Fue la primera y única vez que se le aplaudió en el estreno de una de sus
obras.
El último viaje de Gustav Mahler
El tiempo corría en su contra. A
su regreso de Estados Unidos, Mahler debía cumplir con el compromiso de sesenta
y cinco conciertos para la temporada 1910-1911, pero la Sinfónica le deprimía y
sólo ansiaba centrarse en la composición, ahora que empezaba a ser un autor
reconocido. Su desidia puso a la Sinfónica en su contra, llegando al extremo de
traerse de Europa a un músico amigo para que, infiltrado en la Orquesta, le
contase lo que decían de él. Al ser descubierto el espía, las benefactoras de
Mahler lo despidieron, provocando la cólera de éste. En las navidades se le
inflamaron las amígdalas, hecho que se repitió en febrero. Pese a su débil
estado y, con mucha fiebre, tuvo que dirigir el estreno de Nana
sobre la tumba de mi madre de Busoni. Durante el
intermedio sufrió un desmayo, pese a lo cual volvió al podio en la segunda
parte. Mahler está roto. Los médicos descubren una angina estreptocócica, con
lo que concluyen que no hay nada que hacer.Tal vez haya una ligera esperanza si
viaja a Europa. El viaje en barco resulta interminable. Una vez en Cherburgo,
la familia se traslada a París donde el cambio de aires parece resultar
beneficioso, pero tan sólo es un espejismo. Ingresado en una clínica de Neully,
el bacteriólogo Chantemesse lo somete a un tratamiento de suero que resulta ser
inútil.
Mahler comprendió entonces que
era el fin y dispuso que su amigo, el compositor Arnold Schoenberg no quedase
desamparado, a la vez que dio detalles sobre su tumba: quería ser enterrado
junto a su hija María, y que en su lápida sólo pusiese “Mahler”. Así, los que
quisieran verle, sabrían que él estaría allí.
Una última ironía se producirá en
el traslado a Viena de Mahler, cuando al salir de Neully se cruce con el
cortejo del presidente Fallières y la última música que escuche en vida sea una
marcha militar, motivo tan recurrente en su obra. Internado en Viena, aún
sobreviviría cinco días antes de iniciar su último viaje, el 18 de mayo de 1911.
Sus últimas palabras fueron: “Mozart, Mozart”.
Un bellísimo adagio
Tras la muerte de Mahler, Alma
entregó a Bruno Walter los manuscritos de la Sinfonía Nº 9 y La
canción de la tierra para
que los estrenase. No hizo lo mismo con los esbozos de la inacabada Décima , que Walter le aconsejaba
destruir.
Tras muchas dudas, en 1924 Alma
publicó el facsimil del adagio, único movimiento completado, y solicitó a su
yerno, el músico Ernst Krenek, que estudiase si era viable terminar la
sinfonía. Krenek, mal aconsejado, arregló el adagio y el tercer movimiento, con
ayuda del falsificador de Bruckner, Franz Schalk, además de Otto Jokl y
Alexander von Zemlinsky, algo de lo que se arrepentiría después. Más tarde, el
editor Richard Specht animó a Alma a buscar a un compositor de la talla de
Mahler para que lo intentase de nuevo, y durante varios años se trató de
convencer a Shostakovich y a Arnold Schoenberg, que siempre se negaron a ello.
Las primeras grabaciones del adagio datan de los años 50 y se basaron en la
versión de Krenek y Jokl, pero este trabajo convencía a muy pocos. Es por ello
que en 1960 la BBC pidió al musicólogo inglés Deryck Cooke que hiciera un
estudio sobre ella. Cooke examinó entonces el facsímil manuscrito. La obra
proyectada tenía que tener cinco movimientos: adagios el primer y quinto
movimiento, scherzos el segundo y el cuarto y un breve allegreto central,
denominado “Purgatorio o infierno”, según el manuscrito. Las páginas, además,
estaban salpicadas de anotaciones viscerales de Mahler, reflejo de la crisis
que le había inducido a escribir la obra; la mayor parte de ellas parecían ser
intuiciones de la muerte, pero se centraban sobre todo en Alma, a la que no
dejaba de llamar cariñosamente.
Por otra parte, el adagio
superviviente es una página de gran belleza y llena de serenidad, en la que se
advierte a un Mahler más visionario que nunca, que coquetea con la atonalidad y
juega con los timbres, llegando a crear un sorprendente cluster. El cluster es
un curioso efecto sonoro, resultante de hacer sonar a la vez un grupo de notas
próximas entre sí y, en teoría, fue inventado por el compositor Henry Cowell,
en 1912. Lo sorprendente de esta historia es que, al permanecer inédito el
adagio hasta 1924, Cowell no pudo saber que Mahler ya se le había adelantado.
Una particularidad de este único movimiento completo es que no suena en
absoluto a Mahler, más bien recuerda al estilo de Richard Strauss (con algunos
dejes “tristanescos”), e incluso su comienzo, con la entrada de las violas,
guarda cierta familiaridad con Bela Bartok. Es por ello que algunos estudiosos
califican a las reconstrucciones de Cooke y los otros como ineficaces, ya que
en ellas los cuatro movimientos suenan excesivamente mahlerianos, cuando el
primero no apuntaba esas maneras.Y es que todo indicaba que el compositor
estaba cambiando de piel, sin darnos tiempo a vislumbrar su nuevo estadio
creativo.
La reconstrucción de Cooke o el
Mahler que hubiera podido ser
Cooke contaba con una guía
imprescindible para su labor: el método de trabajo del compositor, en cuatro
fases.
En la primera, Mahler esbozaba el
plan general, en cuatro pentagramas, con una armonización general y una o dos
voces principales y alguna que otra indicación orquestal; en la segunda,
concretaba y desarrollaba las voces, armonizaba las partes y elaboraba el
tejido contrapuntístico, especificando un poco más la disposición de los
instrumentos; en la tercera redactaba la partitura completa, con su
orquestación; y, finalmente, en la cuarta, tras la ejecución de la sinfonía,
volvía a repasarlo todo, realizando pequeños arreglos, algo que no pudo llevar
a cabo ni con laNovena , ni con la
Canción de la tierra .
El segundo movimiento, un scherzo
violentamente irónico, estaba en la segunda fase, con lo que su forma estaba
perfectamente definida, aunque sin el genial barnizado orquestal y contrapuntístico
del autor. Este movimiento dio mucho trabajo a Cooke en su primera versión, ya
que ignoraba que existía un esbozo mucho más avanzado no publicado en el
facsímil. Cuando logró la aprobación de la familia Mahler, Anna, la hija del
músico, le haría entrega de éste, a fin de que pudiera reelaborarlo.
El tercer movimiento, “Purgatorio
o infierno”, estaba en la tercera fase, esto es, en desarrollo completo de sus
28 primeros compases. Planteado como un brevísimo intermedio, parece inspirado
por el lied Das irdische leben del propio Mahler. Las
anotaciones manuscritas de los márgenes claman piedad e invocan “Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has desamparado?”, “Muerte”, para finalizar con un escueto
“Hágase tu voluntad”. El scherzo que hubiese constituido el cuarto movimiento
estaba en su primera fase, esbozado en cuatro pentagramas. Cooke tuvo que
plantear un tejido contrapuntístico, una orquestación, armonización y
concreción de las voces de cuño mahleriano. Un tema rápido enlaza con un vals,
a cuyos márgenes Mahler anotó “El diablo baila conmigo.
¡Locura!¡Locura!¡Destrúyeme para que olvide que existo!”. Tras algunas
alusiones a La canción de la tierra , un golpe seco de tambor
antecede al final. Mahler se inspiró en el redoble de tambor de un cortejo
fúnebre que vio desde la ventana de su hotel, en Nueva York, lo que le produjo,
según Alma, una gran conmoción.
En su primera versión, Cooke tuvo
que inventarse el movimiento final, pero gracias al material suministrado por
Anna Mahler descubrió que estaba desarrollado en su primera fase. Siguiendo el
proceso del segundo scherzo, Cooke reconstruyó las entrañas del movimiento,
ateniéndose a la forma bosquejada. En este final, el sonido fúnebre y brutal
del tambor antes citado alcanza unas cotas siniestras enormes, interrumpiendo
hasta cinco veces la ascendente pasionalidad. Pero, finalmente, y tras
alusiones deformadas al movimiento “Purgatorio”, el amor triunfará con
serenidad, invocando con un final en fortísimo el nombre de la mujer a la que
ama, “Almschi”, escrito con trazo amoroso al final del boceto.
La BBC grabó la reconstrucción de
Cooke y la emitió por radio. Bruno Walter, ensimismado en su papel de apóstol
de Mahler, corrió a advertir a Alma, convenciéndola de que prohibiese sucesivas
ejecuciones de este trabajo, que ninguno de los dos había escuchado.
Alma procedió de esta manera,
pero poco tiempo después la muerte de Walter dejó fuera de combate al principal
obstáculo para convencerla de lo contrario. Harold Byrns la persuadió para que
escuchase una grabación de la Décimacompleta y la anciana
se conmovió hasta el llanto, al descubrir que en aquella música había mucho más
Mahler del que había imaginado. Dio permiso a Cooke para que presentase su
edición al mundo y al poco falleció.
En 1967, Anna Mahler entregó a
Cooke los manuscritos inéditos que permitieron desarrollar el segundo
movimiento y el final, y elaboró una segunda versión. Poco antes de morir, en
1975, aún dejó Cooke una tercera versión, mucho más sólida, que es la que hoy
más se graba e interpreta.
No acaba ahí la historia de la Décima . Disconformes con Cooke, o
acaso deseosos de dejar su nombre ligado al del gran compositor, otros
musicólogos y compositores han presentado otras reconstrucciones. Es el caso de
Joseph Wheeler y Clinton Carpenter, que se apresuraron a intentar remedar a
Cooke, en 1966 (sin el valioso material sacado a la luz por Anna Mahler en
1967, claro está). Remo Mazzeti propuso una versión en 1989, que fue estrenada
por Jesús López Cobos en 1999, y en 2001 el director Rudolf Barshai dio a
conocer su propio arreglo, que ha despertado elogiosos comentarios,
convirtiéndose en la reconstrucción más prestigiosa, tras la tercera versión de
Cooke.