Schubert
o cuando un Condenado celebra la Vida
Pocas cosas debe haber
más difíciles que asumir el
término brusco de la propia vida. Y más cuando se ha vivido poco. Las puertas
del alma se astillarán a golpes de frustración, rebeldía, agobio, incertidumbre.
Aun así, pienso que esta fatalidad resulta psicológicamente más dura
para nosotros, hijos de un Occidente horrorizado con la muerte y enemigo del
dolor, que para nuestros bisabuelos. Antaño la muerte, aun
siendo la misma tragedia, no provocaba el mismo escándalo. La reacción estaba moderada por la costumbre, y
es que la medicina no tenía entonces tanto poder sobre enfermedades hoy
consignadas en los tratados como cosa antigua; antes al contrario, existir era toda una proeza al amparo de la Providencia.
Quizá ese palpar la propia fragilidad hacía de la vida un milagro
evidente, celebrado, como diría Borges, “con minucioso fervor”. Hasta los
lánguidos decenios del Romanticismo sabían abandonar sus nostalgias para
embriagarse con esta pletórica alegría de vivir, carpe diem que, no nos engañemos, tenía mucho de
trascendental.
Esa amalgama contradictoria entre dicha y fatalidad ocupa un espacio
central en el arte de Franz Peter SCHUBERT, uno de los grandes
músicos de todos los tiempos y ciertamente el más grande nacido en Viena. La
capital austríaca se constituyó durante mucho tiempo en “meca” europea de la
Música, atrayendo a quien quisiera labrarse una gran carrera. Allí llegaban y
se quedaban los creadores de fama mundial, agasajados por teatros, salones y palacios.
No obstante, para Schubert casi no hubo alfombras rojas. Nacido duodécimo hijo de una humilde familia, manifestó talento
soberano desde tierna edad. Sus profesores fueron declarando sucesivamente que nada más podían enseñarle al tímido chiquillo de
rizos abundantes. Poseyó una preciosa
voz infantil que le abrió las puertas del Coro de niños de la
Capilla de la Corte, institución predecesora de los “Niños Cantores de Viena”.
Eso le dio derecho a entrar en el “Stadtkonvikt”, colegio destinado
únicamente a los pequeños miembros del coro imperial. Allí recibió una esmerada
formación general, participó con ventaja en la pequeña orquesta organizada con
miembros del recinto y fue alumno del mismísimo Antonio Salieri. Aunque nunca se
avino con el régimen del establecimiento, fueron cinco años fructíferos para Schubert: de esta época
datan sus primeras obras vocales e instrumentales y el contacto con la obra
sinfónica de Mozart, Haydn y Beethoven.
Dueño de esas raras facultades que son el oído absoluto y el oído interno(vale decir,
identificar de inmediato cualquier sonido atribuyéndole la nota
correspondiente, y generar dentro de la propia cabeza los sonidos leídos en una
partitura), Schubert tuvo también una inspiración musical tan
arrebatadora como su genio para la melodía. Sabía ser espontáneo y profundo a
la vez, y nunca padeció falta de ideas frente a una página de papel pautado. Podríamos decir que su condición innata, su mismo
propósito existencial, era crear música.
Y así fue. Pese a las presiones de
su padre, quien quería verlo como maestro de escuela, se dedicó a la vida del
artista, la cual era su auténtica vocación.No disminuyó nunca su timidez pero
tampoco su fenomenal talento, y si no tuvo el carácter jupiterino de su
idolatrado Beethoven, bien podía
enseñarle a hacer amigos. Fueron éstos los primeros testigos (o causantes o
dedicatarios) de composiciones inmortales como el “Ave María” o la“Serenata”. Schubertíada (1868) / Moritz von
SchwindSchubert tenía un don para
escribir canciones. Era capaz de inventar una melodía que
capturara la frase poética, sostenerla en armonías que acompañaran el sentido
expresivo y en el proceso no perder una sola gota de naturalidad ni frescura, de manera que muy
a menudo, oyendo sus canciones, sentimos imposible otra posibilidad de
plasmarlas en música salvo aquélla. (Tiempo atrás, mi
querido amigo Fernando de León nos ofreció un repaso de varias
versiones musicales del lied Erlkönig, y habíamos de admitir que ni las
más meritorias podían hacer sombra a la genial propuesta de Schubert para tal poema de Goethe).
Hizo denodados intentos de triunfar en el escena lírica —lo cual aseguraba entonces la carrera de un
músico— y no conseguirlo fue su mayor
frustración. Hoy sabemos que la culpa recae en los pésimos libretistas y no en
la enorme calidad de su música. Los verdaderos dramas musicales schubertianos están contenidos en sus
prodigiosos lieder.
También compuso para la orquesta, y esa faceta la ilustraremos hoy. Dicen
algunos que sus dotes como orquestador no siempre brillan a la altura de su
genio; incluso Brahms, actuando como
supervisor de la edición oficial a fines del siglo XIX, se permitió “corregir”
los “cientos de errores” que a su modo de ver existían en esas partituras,
principalmente en los acentos y la dinámica instrumental. Nada de eso fue justo. Schubert fue un maestro consumado del difícil
género sinfónico, y curiosamente en este apartado se
muestra más conservador, tomando como modelos a Haydn y Mozart tanto o más que
a Beethoven. Así forjó un eslabón
nítido entre el Clasicismo y el Romanticismo.
La célebre Sinfonía Inconclusa procede
del año 1823.
A sólo un mes de empezada, el compositor se entera de que padece el mal
incurable. Ello podría explicar el abandono de la obra con dos movimientos
completos y apenas esbozos de un tercero. No obstante, el verdadero motivo de
este abandono queda abierto a la especulación; lo cierto es que esos dos únicos
movimientos son tan geniales y complementarios que bastan y sobran para erigir
esta sinfonía en obra maestra. Cuesta creer que casi nadie supo de su
existencia por décadas hasta su estreno en1865.
No me cabe la menor duda que si hubiera recibido difusión en su momento, habría
acelerado el desarrollo sinfónico de la segunda generación romántica.
Cito a Arturo
Reverter:
Los dos únicos
movimientos que componen la «Incompleta» poseen una unidad y una condensación
musical extraordinarias […]. Se pone de manifiesto
en esta obra la extraña atracción que sobre el músico ejercía el modo menor en
estos años […]. La orquestación es
muy rica, uniéndose al conjunto habitual un trío de trombones […]. El carácter de la melodía y el colorido
orquestal otorgan a la Octava Sinfonía una apariencia específicamente schubertiana que se
aprecia asimismo en el segundo tema
expuesto por los violoncelos en una amplia y bellísima frase de neto sabor
liederístico […]. Dulzura, serenidad, rasgos de íntima felicidad, lirismo son
carácteres propios de la obra […], pero están salpicadas de detalles de intenso valor
dramático que rompen y proporcionan extraña e irisada luz al conjunto. […] Alfred Einstein, refiriéndose al Allegro moderato [primer movimiento], dice que posee una gran concentración, sólo
comparable a la del primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven.
El pesar del movimiento inicial y la esperanzada dulzura
del segundo crean un binomio irrepetible.
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