Más pobre que Mujica: y fue nuestro:
En Argentina hubo un presidente que tuvo que vender su auto y terminó trabajando en una panadería. Le dieron un golpe de Estado. Casi nadie lo recuerda.
Se ha dicho, con infinita inocencia, que la modestia del presidente José Mujica tal vez sea un ejemplo que marcará huella en las futuras generaciones de uruguayos. Sin embargo, hay malas noticias que llegan del pasado y de acá nomás. En Argentina –en donde los últimos presidentes han sido y son dueños de un millonario patrimonio- hubo un mandatario bastante más pobre que Mujica, cuya gestión fue más removedora que la del ex guerrillero tupamaro y el cual, pese a eso o tal vez precisamente por eso mismo, fue derrocado por un golpe de Estado del que no quedó afuera casi nadie.
Y, lo peor, a treinta años de su muerte, su nombre ha ido a dar al panteón del casi olvido sin que su herencia de honestidad haya hecho demasiada huella en los estamentos políticos y sociales de su país.
Se llamó Arturo Illia y fue elegido en su cargo como candidato de la Unión Cívica Radical (UCR) en las elecciones de 1963 luego de ejercer durante años como médico rural en el humilde pueblo cordobés de Cruz del Eje.
La única propiedad que tuvo Illia en su vida fue una pequeña casa que, precisamente, gestionaron y ayudaron a pagar sus vecinos en agradecimiento a los servicios prestados. Fue el único presidente argentino que se negó a recibir una jubilación del Estado y sobrevivió hasta su muerte en 1983 trabajando en la panadería de un amigo.
Durante su breve gestión, Argentina creció económicamente como nunca había crecido antes y el desempleo bajó del 8% al 4%. Illia creó el denominado “salario, mínimo, vital y móvil”, subió los sueldos sin provocar inflación y le dedico a la educación un porcentaje sin precedentes. Se enfrentó a las empresas petroleras, a las que impidió seguir llevándose la mayor parte de la explotación del crudo, y se tiró encima a los grandes laboratorios al ponerle tope al precio de los medicamentos. Además, la libertad de prensa era absoluta.
Entonces, no solo los militares empezaron a conspirar contra su gobierno. También buena parte de los empresarios, de la Iglesia, de la prensa, de las asociaciones rurales y de los sindicatos dirigidos por el peronista Augusto Vandor. Decían que tenía un carácter débil; lo retrataban en los periódicos como si fuera una tortuga; golpeaban la puerta de la embajada de Estados Unidos; armaban aquelarres en los cuarteles.
El semanario Primera Plana de Jacobo Timerman le hizo una entrevista a la esposa de Illia solo para mostrarla como una señora sin lustre y sin título, educada en un hogar humilde, sin ningún tipo de complejidad en sus razonamientos. Illia, mientras tanto, tuvo que vender su auto porque no quería usar los fondos del Estado para solventar los gastos que le imponía su cargo.
El 28 de junio de 1966, el general Juan Carlos Onganía resolvió dar el golpe contra este veterano con fama bien ganada de incorruptible y de demócrata hasta las últimas consecuencias. Los militares se le vinieron encima en la Casa Rosada y un grupo de allegados tuvo que escoltarlo hasta la casa de su hermano en donde se quedó un tiempo hasta que volvió a Cruz del Eje.
Poco y nada quedó del ejemplo de este médico rural tras su paso por la presidencia. La Argentina siguió penando mayormente entre dictaduras militares y gobiernos dudosamente peronistas. Por supuesto, los que luego entraron en la Casa Rosada no tenían problemas económicos y, si tenían alguno, lo resolvieron echando mano a la caja pública.
Por eso, hoy que el mundo se asombra ante la modestia de un presidente uruguayo, no viene mal acordarse de este señor nacido en Pergamino que durante toda su vida –en el llano y en el poder- tuvo que trabajar para poder comer decentemente.
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