Sinfonía Nº 9 de Anton Bruckner
La
Novena Sinfonía fue iniciada en agosto o septiembre de 1887. Bruckner estaba
todavía trabajando en ella el día de su muerte. El estreno de los tres
movimientos terminados fue dirigido por Ferdinand Löwe, el 11 de febrero de 19 03.
Bruckner empezó a componer su última sinfonía casi inmediatamente después de finalizar la Octava; sin embargo, la Novena quedó sin terminar cuando el compositor murió, nueve años más tarde. Aunque siempre trabajaba meticulosamente y aunque sus sinfonías requerían largos períodos de gestación, nueve años dedicados a una sola obra era algo sin precedentes. Hubo varias razones por las que, a pesar de su ferviente deseo de concluir la sinfonía, no pudo hacerlo. Su salud estaba declinando y presentaba claros síntomas de inestabilidad mental. Una de las manifestaciones de su enfermedad fue la manía por revisar varias de sus sinfonías anteriores. Además, otro fanatismo se apoderó de él y minó sus energías. Su devoción religiosa, que siempre había sido fuerte, en sus últimos años quedó fuera de control. Su deseo de dedicar la Novena Sinfonía a Dios es sintomático de su obsesión. Pasaba varias horas por día en ferviente oración, horas que podría haber dedicado con más provecho a la composición. La ironía es que sus plegarias eran para tener más tiempo... tiempo para completar la Sinfonía en Re menor.
El doctor que atendió a Bruckner durante sus últimos años, informó: "A menudo le encontraba de rodillas en profunda oración. Como estaba estrictamente prohibido interrumpirle en esas circunstancias, yo me quedaba de pie y alcanzaba a oír sus interpolaciones ingenuas y patéticas a los textos tradicionales. A veces exclamaba de repente: 'Querido Dios, permite que me ponga bien pronto; ves, necesito recobrar la salud para terminar la Novena"" El compositor a menudo decía: "Si Dios no se ocupa de mí para que concluya esta sinfonía, él debe asumir la responsabilidad de que no lo haga." El fervor religioso de Bruckner también es evidente por las frases del Padre Nuestro que anotó en varias páginas del final.
El compositor padecía otra obsesión, que se intensificó durante sus últimos años: una macabra fascinación con la muerte. Su interés fue más allá de la típica morbosidad de una persona anciana de salud precaria. No sólo se sentía atraído por la muerte sino también por los muertos. Hizo un viaje a Bayreuth para orar en la tumba de Richard Wagner, el compositor al que había reverenciado por encima de todos los demás. Mientras estaba allí, perdió (pero más tarde los recobró en la estación de policía), los bosquejos de la Novena Sinfonía. ¿Por qué un compositor llevaría la única copia de una obra importante en un viaje largo a un cementerio? Años antes, su obsesión por los muertos se había manifestado en su frenético intento de poder ver los restos de Schubert y de Beethoven cuando sus cuerpos fueron enterrados nuevamente, mucho tiempo después de haber fallecido. Una vez, Bruckner corrió a la morgue para ver los restos carbonizados de varias personas que habían perecido en el incendio de un teatro y antes trató de apoderarse del cráneo de su maestro y primo, el compositor Johann Baptist Weiss. Una vez contempló la posibilidad de viajar a México, con el único objeto de ver el cuerpo del asesinado emperador Maximiliano. El testamento del compositor incluía detalladas instrucciones para disponer de sus restos.
La tensión mental de Bruckner se intensificó poco después de que empezó a componer la Novena Sinfonía. Supo que el director Hermann Levi no ejecutaría la recientemente terminada Octava. El compositor había contado con esa presentación y se sintió aplastado por la incapacidad de Levi para comprender la obra. Sin embargo, la reacción de Bruckner fue más allá de todo lo razonable. Cayó en una profunda depresión, consideró la posibilidad del suicidio, dejó de trabajar en la Novena Sinfonía durante tres (!) años y se embarcó en una serie de revisiones mayores de la Octava y de las sinfonías anteriores.
Una obsesión más: aunque Bruckner parece no haberse involucrado nunca demasiado profundamente con una mujer, las mujeres le fascinaban y continuamente les proponía matrimonio a jovencitas. En su diario llevaba una lista de todas las mujeres por las que alguna vez se había sentido atraído. Sus frustraciones amorosas continuaron prácticamente hasta su muerte. En 1891 y nuevamente en 1894, le propuso matrimonio a una camarera de un hotel, pero ella se negó a convertirse al catolicismo y el imposible matrimonio nunca se llevó a cabo. Casi al mismo tiempo, le propuso matrimonio a una joven dama de Salzburgo, cuyos padres no permitieron la unión.
Todas estas obsesiones -mujeres, religión, la muerte, revisiones- conspiraron para evitar que Bruckner acabara la Novena Sinfonía. Sin embargo, terminó los tres primeros movimientos y ya había terminado una buena parte del final en el momento de su muerte. El último movimiento existe en no menos de seis versiones diferentes, algunas de ellas completas (excepto por unas pocas omisiones y algunas pérdidas cruciales de voces interiores) hasta el comienzo de la coda. El fragmento sustancial incluye 72 páginas de partitura, que representan quizás el 75 por ciento del movimiento.
La Novena debió esperar seis años después de la muerte de Bruckner para ser interpretada. El amigo del compositor, Ferdinand Löwe, dirigió el estreno de la sinfonía, pero en una versión que había revisado drásticamente (y anónimamente). Aunque él creía que estaba prestando un servicio al amigo que había partido, haciendo que la obra fuera más aceptable, su reelaboración demuestra poca comprensión de la extraordinaria originalidad de la sinfonía. Löwe eliminó compases, insertó otros, cambió armonías, volvió a escribir transiciones y modificó detalles de la orquestación. Además, interpretó el Te Deum anterior de Bruckner en lugar de un final, perpetuando de este modo el mito de que Bruckner había expresado en su lecho de muerte el deseo de que el Te Deum se usara como movimiento final si él moría antes de terminar la sinfonía. El hecho de que el fragmento final verdaderamente cita el Te Deum (junto con otra buena cantidad de piezas de Bruckner) le pareció a Löwe justificación suficiente.
No fue sino hasta 1932 cuando llegó a conocerse la versión original de la Novena, de tres movimientos. El 2 de abril de ese año, Siegmund von Hausegger dirigió en un mismo concierto la versión bien conocida de Löwe y la que entonces era la versión original desconocida. El veredicto fue unánime. La reescritura de Löwe fue retirada y las intenciones originales de Bruckner pronto fueron publicadas y son las que siempre se interpretan en la actualidad.
Pero, ¿qué hay respecto del final? El paralelo con la Décima Sinfonía de Mahler es sorprendente. Ambos compositores dedicaron prácticamente la totalidad de su obra a sinfonías en gran escala; ambos terminaron diez sinfonías (Mahler se negó a numerar su sinfonía-canción Das Lied von der Erde, y Bruckner no contó sus dos producciones juveniles en Fa menor y Re menor); ambos dejaron sus sinfonías undécimas casi completas. Los estudiosos han estado trabajando en la reconstrucción de la Décima de Mahler durante dos décadas y finalmente existe una versión ejecutable que se escucha a menudo. El problema con la Novena de Bruckner es más difícil, debido a la total ausencia de la coda. Las reconstrucciones de Mahler fueron posibles porque había música suficiente como para permitir comprender la estructura general. Pero cualquier intento de completar la Novena de Bruckner se debe enfrentar con la total ausencia de ni siquiera un atisbo de lo que iba a ser la coda. Sin embargo, se han hecho algunos intentos. Hay por lo menos dos terminaciones diferentes del final que existe de Bruckner, y ambas han sido ejecutadas. Las dos son controvertidas (como lo fueron las primeras reconstrucciones de la Décima de Mahler). Algunas personas han alabado los esfuerzos por poner a disposición todo lo que existe del final, en tanto que otras han sentido que esas versiones ni siquiera se acercan al nivel de inspiración de Bruckner. El tiempo determinará si es posible una reconstrucción viable de la Novena. Hasta que aparezca una, la mayoría de las orquestas continuarán ejecutando la sinfonía como pieza de tres movimientos. El sentimiento con frecuencia expresado, en el sentido de que el adagio del tercer movimiento el verdaderamente el adiós a la vida de Bruckner, si bien no es claramente cierto en un sentido literal, refleja una sensación de integridad en los tres movimientos que es muy diferente de lo que cualquier otra sinfonía presenta después de haberse escuchado sólo tres de sus cuatro movimientos.
Como varios comentaristas han mencionado, Bruckner decidió tanto su estilo como su concepción de la forma sinfónica muy temprano en su carrera y posteriormente los refino pero nunca los modificó. A diferencia de un compositor como Beethoven, cuya comprensión de la sinfonía y cuyo estilo personal cambió a lo largo de los años, Bruckner encontró muy pronto su visión artística única y después exploró, incluso con mayor sutileza, las implicaciones y posibilidades de su lenguaje. La Novena Sinfonía es la culminación de este desarrollo. Externamente tiene muchos rasgos en común con las sinfonías anteriores de Bruckner: forma de cuatro movimientos, riqueza de temas, matices de fondo religioso, ritmos en tresillos persistentes, sonoridades orquestales masivas, modulaciones sutiles, melodías líricas, mezcla de recapitulación y desarrollo, discontinuidades. Pero lo que en algunas obras tempranas era usado en exceso y afectado, aquí se presenta con maestría y sofisticación. El resultado es una música de tremendo impacto emocional, desde el poderoso primer movimiento, a través del demoníaco scherzo, al tortuoso adagio.
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