En 1866, la región de Europa que hoy conocemos como República de Serbia se declaró en guerra contra los turcos, y en junio de ese año luchaba con denuedo contra el Imperio Otomano que se había anexado la región hacía un buen rato: a mediados del siglo XVI. Pero los serbios no estaban solos en su lucha, en su ayuda acudió el Imperio Ruso, que los apoyó abiertamente, enviando voluntarios a los campos de batalla y recibiendo de regreso heridos y mutilados. Pese al esfuerzo, Serbia perdió la guerra.
La recién creada Sociedad de la Cruz Roja se vio entonces en la necesidad de solicitar ayuda a la Sociedad Musical Rusa para que proyectara un concierto en beneficio de la organización y de los veteranos serbios. Prontamente, el director de la sociedad musical programó un concierto para noviembre de ese año comisionando al profesor del Conservatorio de Moscú, Piotr Ilich Tchaikovsky, para que compusiera una obra que realzara el acto.
Pese a estar pasando por uno de sus habituales períodos de sequía creadora, Piotr Ilich puso manos a la obra y la pieza que llamó "marcha serbo-rusa" mientras trabajaba en ella, fue estrenada el 17 de noviembre de ese año con el título definitivo deMarcha Eslava.
A cargo de la dirección estuvo su amigo, pianista y director del Conservatorio de Moscú, Nicolai Rubinstein, quien al mes siguiente va a trastocar para siempre (es un decir) la vida de Piotr Ilich, al conseguirle el mecenazgo de una acaudalada dama rusa, Nadezhda von Meck.
Pero esa es otra historia.
La obra fue bien acogida y dejó satisfecho a Piotr Ilich. Así se lo contó a su hermana:
"El sábado pasado mi marcha serbo-rusa se tocó aquí por primera vez y produjo una verdadera tempestad de entusiasmo patriótico".
La obra pertenece con toda propiedad al género conocido como música programática. De la mano de canciones populares serbias, son en ella distinguibles pasajes sobre la opresión sufrida por los serbios, su grito de ayuda, la respuesta rusa que va en camino, y hasta un esperanzado canto de triunfo futuro, mediante la invocación del himno nacional ruso. La pieza comparte algunos trozos con la Obertura 1812, que Piotr va a componer cuatro años más tarde.
Esta sinfonía se estrenó en San Petersburgo el 6 de noviembre de 1888, bajo la dirección del compositor. Once años habían pasado ya desde su Sinfonía N°. 4 en Fa menor, Op. 36, su desastroso matrimonio con Antonina Ivanovna Miliukova, la patética tentativa de suicidio en las heladas aguas del Río Neva y la subsiguiente huida a Suiza. Había sido un período de escasa producción artística, aunque sí de seguridad material gracias al mecenato de Nadezhda von Meck. En marzo del 87 el compositor se sintió lo suficientemente seguro de sí mismo como para empezar a hablar de una tournée de conciertos. "Mis nervios se han fortalecido notablemente, y algunas cosas que hasta hace poco parecían absolutamente imposibles están comenzando a tomar visos de realidad".
Hacia fines de ese mismo año, Tchaikovsky inició la primera etapa de su viaje: la conquista de Alemania, con visitas a Leipzig, Hamburgo y Berlín. Esas ciudades, igual que Praga y Londres, lo recibieron con cálido entusiasmo. Sin embargo, y a pesar de las aclamaciones de su público, cuando el compositor regresó a su país natal en marzo del año siguiente, le costó un enorme esfuerzo reanudar su labor creativa. "Mi inspiración flaquea" —confesaba amargamente a su hermano, mientras se dedicaba a buscar material para una nueva sinfonía—. Esta, la Sinfonía N°. 5 en mi menor, Op. 64 fue escrita entre los meses de junio y agosto. Pero Tchaikovsky, tomando la ovación que coronó su estreno como simple reconocimiento de méritos pasados, se sentía profundamente insatisfecho con su última obra. "Hay en ella algo falso —escribía a Nadezhda von Meck—, una chatura y falta de sinceridad que repelen y que el público no puede dejar de percibir. ¿Habré agotado definitivamente mi capacidad creadora?". Que sus temores eran infundados nos lo habrían de demostrar más tarde los ballets La bella durmiente y Cascanueces, la ópera La dama de Pique y la Sinfonía Nº. 6 en si menor, Patética, Op. 74. Con el tiempo Tchaikovsky se reconcilió un poco con su Quinta Sinfonía, aunque siempre la juzgó muy inferior a la Cuarta.
Ambas sinfonías tienen un elemento en común: el leitmotiv que representa el inevitable poder del Destino. En tanto que en la Cuarta el mismo se presenta bajo la forma de una incitante fanfarria, en la Quinta, según el crítico musical y musicólogo Inglés Ernest Newman: "El triste, misterioso tema del principio sugiere los ineluctables designios del Destino". Ese tema, si bien tratado de distintas maneras, se repite a través de toda la obra hasta el punto de hacerse obsesivo.
Sus movimientos
Primer movimiento: Andante - Allegro con anima (mi menor).
Después del motto del Andante en Mi menor en el más bajo registro del clarinete, las maderas imponen el tema principal del primer movimiento (Allegro con anima). Las cuerdas vuelven a retomarlo en seguida, mientras las maderas dan rienda suelta a fluidas semicorcheas que desembocan en una idea subsidiaria fuertemente acentuada con un ritmo punteado. Siguen otros dos breves episodios antes de que el segundo tema se deje oír en las cuerdas, una doliente melodía en Si menor que va aumentando en intensidad a medida que se acerca a un desenlace.
La parte del desarrollo es relativamente corta, haciéndose un empleo intensamente dramático del tema en ritmo punteado antes de volver a la recapitulación y una larguísima coda basada en el primer tema. Se llega al clímax y el movimiento vuelve a precipitarse finalmente en su sombrío carácter inicial.
Segundo movimiento: Andante cantabile, con alcuna licenza (re mayor).
En este movimiento alternan dos temas cargados de emoción. El primero nos es presentado por el corno, al que luego se une el clarinete, en tanto que el segundo es confiado al oboe con un contrapunto de corno. Los chelos se apoderan de la primera melodía, que es seguida por la segunda, noblemente retomada por las cuerdas, lográndose un clímax fuertemente cargado de pasión. Ese estado de ánimo deja paso a otro de profunda melancolía, en un pasaje para clarinete y fagot, que es a su vez quebrado por la reaparición del tema del Destino. No obstante, los dos temas del movimiento vuelven a imponerse y las cuerdas alcanzan febrilmente otro paroxismo. Este es interrumpido por el tema del motto y el movimiento finaliza en un dolcissimo con el segundo tema susurrado por las cuerdas.
Tercer movimiento: Valse: Allegro moderato (la mayor).
Uno de los más hermosos y refinados valses que Tchaikovsky jamás escribiera y que podría haber embellecido cualquiera de sus partituras de ballet. El tema principal es presentado por las cuerdas y repetido por las maderas en un contrapunto con los primeros violines y las violas. La parte del medio es el desarrollo de una grácil figura en los violines, que los instrumentos se pasan del uno al otro en las más variadas formas, y que finalmente se afiligrana al reaparecer el tema del vals. Pero la danza, más meditabunda que alegre, no podrá seguir libremente su curso hasta el final: la inevitable sombra del Destino reaparece en escena en el momento en que las maderas retoman el tema del motto.
Cuarto movimiento: Andante maestoso - Allegro vivace (mi mayor →mi menor → mi mayor).
En la larga primera parte del movimiento, el tema del Destino sufre una transformación. Esta se logra mediante un tempo más marcial y un vuelco hacia el modo mayor. El allegro vivace se inicia con un brusco, vehemente tema dado por las cuerdas, que es retomado luego por el resto de la orquesta. Otro tema más melodioso primitivamente impuesto por las maderas toma también un carácter de marcha. El desarrollo, abortivamente formal, recae en el estilo típicamente dramático del compositor, iniciándose con el tema del motto dado por los bronces. La resplandeciente coda es mucho más imponente que la recapitulación. Precedido por fanfarrias, el tema del Destino abandona su carácter sombrío y se hace arrogantemente militante, con cierto toque de grandiosidad. De mórbidamente introspectivo ha pasado a ser agresivamente extrovertido. El finale, después de una fugaz ojeada sentimental al segundo movimiento, lleva la sinfonía a una triunfante y alborozada conclusión.
Los antiguos egipcios, en su concepción global del mundo, distinguían entre distintos espacios claramente diferenciados. Ante todo, resultaba evidente la existencia de nuestro propio espacio terrestre, el Reino de los Vivos, cuyo centro estaba situado en Egipto. El río Nilo constituía el eje del mundo terrenal y los egipcios pensaban que más allá de su país todo estaba regido por el caos y por la amenaza continua de los enemigos de Egipto.
Sobre la tierra, sostenida por cuatro inmensos pilares que se apoyaban en sus cuatro confines, se elevaba la bóveda celeste en la que estaban situados el sol, la luna y las estrellas. Era el Reino de Re, el Cielo Superior, que simbolizaban a través de la diosa Nut, a la que usualmente representaban como una mujer arqueada sobre la tierra, apoyando sobre ella sus manos y sus pies. El cuerpo de Nut sería la bóveda celeste.
Re, rey del Cielo Superior, era simbolizado por el sol; cada mañana recorría su reino utilizando para ello una inmensa barca que cada anochecer se sumergía en el Inframundo. Cuando el rey desaparecía de la vista de los hombres, durante la noche, la luna y las estrellas eran las encargadas de alumbrar el cielo.
En ese Inframundo, el tercer espacio que concebían los egipcios en su esquema del mundo, se encontraba la Duat, el Reino de los Muertos (o de Occidente), cuyo monarca era Osiris, Señor de los Occidentales. En la Duat era donde los espíritus de los hombres fallecidos tenían que pasar por diversos procesos de purificación que habrían de permitir, si conseguían arribar al estado de Glorificado, que fueran admitidos finalmente en el Reino Celeste de Re, en el Reino de las Estrellas.
Rodeándolo todo, el espacio terrestre, el Inframundo y el Reino Celeste, estaban las aguas primordiales, el Nun, de donde todo había surgido en el momento de la Creación. Del Nun era precisamente de donde tomaba sus aguas el Nilo en los momentos inminentes al fenómeno anual de la crecida.
En este estudio pretendemos aproximarnos a las contradictorias creencias que los antiguos egipcios nos dejaron plasmadas en sus textos funerarios acerca del Inframundo, entendido este como un espacio intermedio entre el Reino de los Vivos y el Reino Celeste. Para llevar a cabo esta aproximación utilizaremos la información que nos facilitan los "Textos de las Pirámides", el "Libro de los Muertos" y el "Libro del Amduat". El primero de esos libros pretendía facilitar el proceso de ascensión del rey fallecido, estando datado en los tiempos del Reino Antiguo. El segundo, que se inserta en el contexto del pleno triunfo de las creencias osirianas, se destinaba, en principio, a todos los hombres. En el tercero, finalmente, se nos brinda una información muy específica sobre el Inframundo, tratándose de un libro funerario que se pudo documentar en las paredes de la tumba de Tutmosis III.
El faraón y las estrellas
En los "Textos de las Pirámides", que son los textos funerarios más antiguos, destinados a facilitar el proceso de ascensión a los cielos del rey fallecido, se nos habla, además del propio Reino Celeste y del Nun, de la existencia de otros mundos que serían, esencialmente, espacios de purificación. En esos lugares el espíritu del rey se desprendería de posibles impurezas antes de arribar al Reino Celeste de Re. Así, se nos habla del Campo de los Juncos, que estaría situado al este del cielo. El conjuro 822 nos dice que desde este lugar se accede a los caminos perfectos del cielo. También se nos ofrece información del Campo de las Ofrendas, que estaría situado al norte del Campo de los Juncos, entre las Estrellas Imperecederas. Dice el conjuro 749: "Atraviesa el cielo hacia los Campos de Juncos, haz tu morada en los Campos de Ofrendas entre las Estrellas Imperecederas, las seguidoras de Osiris".
De ambos campos se nos brinda la imagen de lugares en los que abundan los canales de agua y los lagos, por lo que los dioses para poder atravesarlos precisan utilizar barcas. La fórmula 563 amplia que el Campo de las Ofrendas sería el lugar donde el ka del rey asimilaba las ofrendas consagradas a perpetuar su memoria: "Desciende, oh Rey, al campo de tu ka, al Campo de las Ofrendas... –se dice-. Oh ka del Rey, trae (algo) para que el Rey pueda comer contigo..." También se menciona en los "Textos de las Pirámides" otro espacio o mundo denominado Duat, que sería el lugar donde reina Osiris y que igualmente se asocia con la idea de una masa de agua que es atravesada con barcas.
De todos estos mundos del Más Allá que estamos mencionando los egipcios tenían la idea de que eran espacios de purificación. Veamos un conjuro (TP 1987) en el que se nos habla de la Duat como lugar en el que el rey se libera de impurezas: "Oh Rey, tu eres el hijo de un grande; báñate en el Lago de la Duat y ocupa tu asiento en el Campo de Juncos".
Todo sugiere que los autores de los "Textos de las Pirámides" pensaban que la Duat, el reino de Osiris, sería un espacio celeste inferior en el que estarían aquellos que todavía no están plenamente puros. En el conjuro número 251 podemos apreciar como el rey, convertido en un ser celestial, mira desde el cielo hacia abajo y contempla la Duat, donde reina Osiris:
"Abre tu lugar en el cielo entre las estrellas celestes (le dice Nut al rey), porque tú eres la Estrella Solitaria, el compañero de Hu; mira hacia abajo a Osiris cuando gobierna los espíritus, porque estás de pie lejos de él, no estás entre ellos y no estarás entre ellos".
En el Reino Nuevo los egipcios habrían de pensar que la Duat, el Inframundo, estaba situada no en un Cielo Inferior, sino debajo de la tierra. En los "Textos de las Pirámides", sin embargo, parece que la Duat es un mundo celeste, un Cielo Inferior, situado sobre la tierra pero debajo del Reino Celeste de Re. En el conjuro 802 se nos dice en ese sentido que la Duat sería el lugar donde se sitúa la estrella Orión: "has cruzado el Canal Sinuoso (situado en el Campo de los Juncos) en el norte del cielo como una estrella que atraviesa el mar que está bajo el cielo. La Duat ha asido tu mano en el lugar donde se encuentra Orión...".
A favor de esa hipótesis de la Duat como mundo celeste habría que citar diversas menciones de los "Textos de las Pirámides", como es el caso de la fórmula 5, en la que se nos dice que es un reino presidido por Horus, dios halcón, de naturaleza claramente celestial. Es posible que en los primeros tiempos los sacerdotes egipcios pensaran que la Duat era un mundo situado en el cielo, regido por Horus, que sería ayudado por Anubis, dios de los muertos; en tiempos posteriores, una vez que Osiris pasó a ser el señor de la Duat, es cuando se habría ubicado esta región del Más Allá en el Inframundo, en el cielo inferior que se sitúa debajo de la tierra. En ese sentido existen diversos conjuros en los "Textos de las Pirámides", aparentemente los más antiguos, que nos hablan de Anubis en cuanto divinidad que preside a los Occidentales, es decir a los difuntos (así TP 57 y TP 220).
Estos denominados "Occidentales" serían los espíritus de los hombres y las mujeres de Egipto, que tras su muerte arribarían a este Cielo Inferior. Los "Textos de las Pirámides" nos dicen que solamente el rey fallecido podía acceder al Cielo de Re, sin embargo la arqueología nos dice que desde los tiempos más remotos los egipcios tenían ciertas esperanzas de supervivencia tras la muerte, lo que se confirma con los ajuares de las tumbas.
Creencias contradictorias
Tras los acontecimientos del Primer Periodo Intermedio se produjo en Egipto una difusión de las creencias osirianas, de modo que a partir de entonces no solo el faraón sino todos los hombres podían aspirar a ocupar un puesto en el Reino Celeste de Re, lo que, sin embargo, no aseguraba que todos pudieran conseguirlo.
En ese sentido, en el capítulo 134 del "Libro de los Muertos", situados ya en los tiempos del Reino Nuevo, se aprecia una distinción entre los muertos que están simplemente muertos y los muertos que han alcanzado el estado de Glorificados, por haber culminado felizmente su travesía por el Inframundo y haber superado el Juicio de Osiris. En efecto, estos últimos, entre los que se incluye al Osiris N. (la persona para la que se fabricó el ejemplar del libro), son aquellos que han sido proclamados Justos de Voz en el Juicio de Osiris y que por tanto han sido reconocidos como tales en el doble cielo: en el Cielo Inferior de Osiris y en el Cielo Superior de Re. Veamos el texto:
"los hombres, los dioses, los bienaventurados (y) los muertos cuando ven al Osiris N. como Horus, tocado con la corona blanca, caen de hinojos, (porque) el Osiris N. ha sido proclamado justo sobre sus enemigos en el Cielo Superior, en el Cielo Inferior y en la asamblea de todos los dioses y de todas las diosas."
En este conjuro, en el que se distingue entre muertos sin más y muertos bienaventurados, todo parece sugerir que los sacerdotes que lo redactaron creían que el Inframundo, el Reino de Osiris, no estaba situado debajo de la tierra, sino que se ubicaba en un espacio celeste inferior, creencia que vemos que coincide con la que se había plasmado en los "Textos de las Pirámides".
En otros conjuros del "Libro de los Muertos", sin embargo, contribuyendo a aumentar la confusión, se exponen creencias opuestas. Así, a modo de ejemplo, se afirma que la Campiña de las Juncias, uno de los espacios del Inframundo, no estaría en el cielo sino en la propia tierra. Veamos lo que dice el capítulo180:
"mis ofrendas (dice el difunto) están en el cielo, en el Campo de Re y mis ofrendas están en la tierra, en la Campiña de las Juncias. Atravieso la Duat como seguidor de Re…"
Felices en el Cielo Inferior
En este contexto de creencias tan dispares sobre el Más Allá, en el "Libro de los Muertos" encontramos con frecuencia conjuros que nos confirman esas aparentes contradicciones. Así, en el capítulo 175A, el difunto, al contemplar el Inframundo, no puede sino manifestar sus quejas:
"-¡Oh, Atum! ¿qué es lo que ha ocurrido para que yo deba ser conducido a un desierto? Allí no hay agua, ni aire; es muy profundo, muy oscuro y prácticamente infinito…"
En el capítulo 110, sin embargo, en el que se nos habla de la Campiña de las Felicidades, espacio del Inframundo, apreciamos que algunos difuntos no desean alcanzar el Reino Celeste de Re, sino que se encuentran felices en este lugar del Cielo Inferior. Dice el conjuro:
"Aquí comienzan las fórmulas de la Campiña de las Juncias y las fórmulas para salir al día; para entrar y salir en el Más Allá; para vivir en la Doble Campiña de las Felicidades, la gran ciudad Señora de la brisa; para ser allí poderoso y glorioso y trabajar, segar, comer, beber y hacer el amor: (en suma), para hacer todo cuanto tenía el hábito de hacer sobre la tierra la personalidad de N."
Y más adelante será el propio difunto el que proclame que se siente feliz en este lugar:
"Dispongo lo preciso para habitar en tus campos, Hotep, en tu (campiña) bienamada, Señora de la brisa. En ella dilato mi espíritu y soy fuerte, en ella como y bebo, en ella trabajo y siego, en ella hago el amor; mis encantamientos son en tu campiña poderosos. No se me hacen reproches ni (tengo) preocupaciones y mi corazón es allí feliz."
Vemos que estos textos parecen sugerir que el Inframundo sería un lugar de purificación para los difuntos del que, curiosamente, algunos de ellos no desearían salir, ya que allí disfrutarían de una felicidad que resultaría adecuada a sus pretensiones. Parece que sería un lugar "engañoso" en el que algunos espíritus, que quizás no habrían sido capaces de desprenderse plenamente de las impurezas de la materia, se sentirían plenamente felices, no deseando por tanto superar ese estado y arribar al Cielo Superior, al Reino de la Luz de Re.
Otros espíritus, sin embargo, como luego veremos, estarían proclamando, una y otra vez, su ansia de trascender a ese Cielo Superior.
Deseos de elevación
En otros conjuros del "Libro de los Muertos" se nos habla de ese deseo de algunos difuntos que ansían superar las amenazas del Inframundo para dejando atrás el Cielo Inferior arribar, en estado de Glorificado, al Reino de la Luz. Veamos, a modo de ejemplo, uno de los conjuros que se integran en el capítulo 2, en el que el difunto proclama su deseo de que se le abran las puertas de la Duat para poder arribar al lugar que pueblan los habitantes de la luz:
"¡Oh Único, que brillas como la Luna! ¡Que N. pueda salir afuera entre la multitud de tus gentes! ¡Desátame, (como lo están) los habitantes de la luz! ¡Y ábreme la Duat!"
Similar creencia se plasma en el capítulo 15:
"¡(Ojalá) que el alma del Osiris N. se eleve al cielo contigo (se refiere al Disco solar), que parta en la barca del día y que arribe con la barca de la noche, que vaya a juntarse con las Estrellas Infatigables en el cielo!"
Y también en el capítulo 68:
"Las puertas del cielo me han sido abiertas, las puertas de la tierra no dificultan ya mi paso, los cerrojos de Geb me han sido quitados, la bóveda celeste me ha sido abierta…"
Geografía del Inframundo
En los textos que hasta este momento hemos venido comentando vemos que no se plasma una idea clara acerca de los mundos por los que habrá de transitar el hombre tras la muerte. Parece que en los tiempos más antiguos los "Textos de las Pirámides" ofrecían la creencia de que había dos cielos, uno inferior regido por Osiris y otro superior en el que reinaba Re. En el Reino Nuevo, sin embargo, predominó la creencia de que el Inframundo, el Cielo Inferior, estaría situado debajo de la tierra.
Para aumentar la confusión, los egipcios elaboraron, ya en los tiempos del Reino Nuevo, diversos textos que no eran sino guías que pretendían facilitar al difunto su travesía por el Inframundo. Serían, entre otros, el "Libro de los Dos Caminos", el "Libro de las Puertas", el "Libro de las Cavernas" y el "Libro del Amduat". De todos ellos se han conservado versiones escritas en las paredes de las tumbas de los reyes tebanos. En todo caso, el más popular de los libros funerarios de este momento será el "Libro de los Muertos", que venimos citando, que se ha identificado en versiones en papiro en muchas tumbas de particulares.
El "Libro del Amduat", que más adelante comentaremos nos habla de las doce horas de la noche y del tránsito nocturno de Re, de Occidente (puesta de sol) a Oriente (nuevo amanecer) atravesando el Inframundo (espacio subterráneo, según este texto), en un viaje en el que deberá hacer frente a las amenazas de un ser, la serpiente Apofis, símbolo de lo negativo, que desea que el orden establecido por el Dios Primigenio sea derrotado y la Creación tenga su fin.
En su lucha con Apofis, Re encontrará el apoyo del resto de las divinidades; también contará con el apoyo del faraón y los sacerdotes egipcios, que con sus diarios rituales mágicos en los templos ayudaban a que la Creación se mantuviera cada día. Ese sería, para los egipcios, el papel principal del hombre en la Creación: contribuir a que esta se perpetuara en eltiempo apoyando la causa de Re en su enfrentamiento nocturno con Apofis.
Del mismo modo que Re y su séquito habían de recorrer cada noche el Inframundo, también debían hacerlo los difuntos. De algún modo parece que la idea central sería que a lo largo de la noche tanto Re y las divinidades, como los difuntos, debían realizar un proceso de purificación que si tenía éxito habría de culminar cada nuevo amanecer con el ascenso de Re y su barca solar a los cielos. En esa barca viajarán también los difuntos que hayan superado el proceso de Glorificación y se hayan transformado en seres de luz, asimilados a las divinidades. Ese es el motivo de que la barca solar de Re sea llamada en los textos la "Barca de los Millones", por los millones de difuntos que a lo largo de los tiempos se han ido incorporando a ella.
Del mismo modo que Re y su séquito habían de viajar a lo largo de los doce horas de la noche, el difunto, durante su viaje por el Inframundo, debía superar los peligros que le amenazaban en las siete puertas de Osiris. El ritual de las Cuatro Antorchas de Glorificación, que se expone en el capítulo 137A del "Libro de los Muertos" y que se realizaba en la tumba del fallecido, tras la ceremonia de la Apertura de la Boca, durante la primera noche, pretendía garantizar que el inmenso poder mágico del Ojo de Horus, símbolo de la luz, iluminara las tinieblas de la noche para que el difunto, así, viera facilitado su acceso por esas puertas del Inframundo.
Libro del Amduat
Las primeras copias que se han conservado de este libro, que nos habla de ese viaje nocturno del dios Re y su sequito a lo largo de las doce horas de la noche por la Duat, el Reino del Inframundo, fueron identificadas en una de las tumbas reales del Valle de los Reyes, en concreto en la que habría albergado en su día los restos de Tutmosis III.
El viaje de Re por el Reino de los Muertos se iniciaba en la primera hora de la noche, cuando la Barca Solar se hundía en el Horizonte, tragada aparentemente por la tierra. En ese momento del crepúsculo, Re era representado con cabeza de carnero, símbolo de la vejez y la decrepitud. A la mañana siguiente, con el nuevo amanecer, Re habría de salir del Inframundo triunfante, representado ahora como un escarabajo, el animal que para los egipcios habría llegado a la existencia por si mismo.
Re surgía cada nuevo día con una renacida juventud anunciando una esperanza de eternidad para todos los hombres justos. Cada noche, en la Duat, Re permitía que los difuntos bendecidos subieran a su barca para elevarse todos, al amanecer, hacia el reino de los cielos. El viaje de Re por el mundo sin luz suponía un claro símbolo de la esperanza de resurrección que esperaba a los muertos en la Duat, en el reino de Osiris.
Veremos seguidamente el modo en que se desarrollaba ese viaje de la Barca Solar por el mundo de la noche, de acuerdo con la interpretación que del "Libro del Amduat" realizaron Eric Hornung y Theodor Abt.
Las Horas de la Noche
El viaje nocturno de Re se iniciaba en la Hora Primera de la noche, cuando se había producido la puesta del sol en el Horizonte. En su barca, Re era acompañado por un séquito de divinidades entre las que destacaba su hija Maat, responsable del orden del cosmos y guía en el camino de la oscuridad. En cada una de las doce horas de la noche Re habría de ser guiado también por la diosa Hathor, representada en doce diferentes acepciones, una para cada hora respectiva. Además, doce serpientes uraeus, símbolos de la luz divina, se encargarían de iluminar la oscuridad, manteniendo así alejados a los enemigos del dios sol.
En la Hora Segunda se iniciaba el viaje de la Barca Solar por el río que atraviesa el Inframundo, del que se nos ofrece la imagen de una región fértil cuyos campos son trabajados por personas que llevan en sus manos espigas de cereal, símbolo de la buena cosecha producida. Se confirma así la creencia de que Osiris, en su reino, tendría asignadas diferentes parcelas de tierra a diversos personajes que se ocupan de su laboreo.
En las Horas Tercera y Cuarta de la noche, Re avanzará en su barca por las denominadas Aguas de Osiris, símbolo de las aguas fertilizantes del Nilo, y arribará al desierto de Rosetau, también llamado tierra de Sokar, divinidad que encarna a una de las acepciones de Osiris. Llegará así Re, en la Hora Quinta, a la Caverna de Sokar, donde se sitúa la propia tumba de Osiris, que está flanqueada por Isis y Neftis que han adoptado la forma de pájaro. Es aquí donde se produce la unión de Osiris-Sokar con Re y con el propio difunto bendecido. En esta Hora Quinta se sitúa también el Lago de Fuego, lugar de castigo para los difuntos no justificados, que no superaron el Juicio de Osiris.
En la Hora Sexta, en la media noche, es cuando se produce la unión del cuerpo y el alma de Re. Es ahora cuando llega la luz y la vida para los muertos bendecidos. Es en esta hora en la que se sitúa el momento clave del renacer de los muertos a la vida eterna, a la vida de millones de años.
El viaje de Re por la noche está plagado de peligros. Las fuerzas del caos están acechantes y pretenden conseguir que la renovación de la Creación sea interrumpida. Los enemigos de Re buscan que el sol no surja en el nuevo amanecer y que el orden del cosmos sea quebrantado. Precisamente el momento de máximo peligro llegará en la Hora Séptima, cuando Re deberá enfrentarse con la serpiente Apofis, paradigma del caos y del desorden. La victoria de Re cada noche permitirá que el orden natural de las cosas no se derrumbe. Será en la Hora Octava, tras la victoria de Re cuando quede asegurado ese retorno del orden cósmico, en tanto que en la Hora Novena las diversas divinidades ayudarán a remolcar la Barca Solar, que seguirá avanzando por el Inframundo y en la Hora Décima habrá de producirse el episodio, cada noche repetido, de la cura y reparación del Ojo de Re por los dioses Thot y Sejmet.
Cuando llega la Hora Undécima estamos ya muy cerca del nuevo amanecer. Es en este momento cuando se nos habla de los castigos que sufren los muertos no bendecidos. Cuatro diosas, que montan sobre serpientes, emiten un aliento de fuego que protege a Re y aniquila, una y otra vez, noche tras noche, a sus enemigos. Se representan pozos ardientes en donde los declarados impuros sufren el castigo de su eterna destrucción.
Finalmente, la Barca Solar llega a la Hora Duodécima. Se produce el nuevo amanecer del sol. Es el momento del renacimiento y de la regeneración plena de Re y de los muertos bendecidos. Re se muestra ahora en todo su esplendor, coronado por el disco solar y protegido por la serpiente uraeus. La Barca de los Millones, en la que navegan los muertos declarados justos en el juicio de Osiris, avanza hacia la luz, hacia el reino celestial, en medio de una alegría generalizada. El proceso de regeneración se ha completado. La creación se ha renovado una vez más. Re ha salido victorioso de las amenazas del Inframundo, en donde noche tras noche se produce continuamente la renovación de la vida. A partir de ahora cada difunto brillará en el cielo como Re.
Alegría del amanecer
Esa alegría que sienten los difuntos Glorificados, transformados en seres de luz, y la similar emoción que embarga a los dioses cada nuevo amanecer, se refleja también en el "Libro de los Muertos", en cuyo capítulo 15 se dice que:
"Con alegre corazón cruzas el cielo y el Lago celeste en ello se regocija. La serpiente, la perversa, está en tierra, abatida… Re voga con viento propicio; la barca de la noche surca el cielo y navega hasta arribar a puerto."
Similar idea se expone en el capítulo 133:
"Re surge en el horizonte: su Enéada le acompaña cuando el dios sale de su cámara secreta. Un estremecimiento se apodera del horizonte oriental del cielo a la voz de Nut, que despeja los caminos para Re…
El cielo está lleno de estremecimientos cuando apareces cada día completamente renovado. El horizonte se regocija por ello y en tu barca se levantan gritos de júbilo."
Y es que ahora, en cada nuevo amanecer, los difuntos Glorificados se han asimilado a las divinidades y la Creación, con el triunfo de Re, se mantiene por otro día más.
Un gran albatros gris
murió aquel día.
Aquí cayó
en las húmedas arenas.
En este mes opaco,
en este día
de otoño plateado y lloviznero,
parecido a una red
con peces fríos
y agua de mar.
Aquí cayó muriendo
el ave magna.
Era en la muerte
como una cruz negra.
De punta a punta de ala
tres metros de plumaje
y la cabeza curva
como un gancho
con los ojos ciclónicos cerrados.
Desde Nueva Zelandia
cruzó todo el océano
hasta morir en Chile.
El océano en este
ancho sendero
no tiene isla ninguna,
y el albatros errante
en la interplanetaria parábola
del victorioso vuelo
no encontró sino días,
noches, agua,
soledades, espacio.
El, con sus alas, era la energía,
la dirección, los ojos
que vencieron sol y sombra:
el ave resbalaba en el cielo
hacia la más lejana
tierra desconocida.
Pájaro extenso, inmóvil
perecías volando
entre los continentes
sobre mares perdidos,
un solo temblor de ala,
un ágil golpe de campana y pluma:
así cambiaba apenas
tu majestad el rumbo
y triunfante seguías
fiel en el implacable,
desierto derrotero.
Hermoso eras girando
apenas entre la ola y el aire,
sumergiendo la punta
de tu ala en el océano
o sentándote en medio
de la extensión marina
con las alas cerradas como un cofre
de secretas alhajas,
balanceado
Ave albatros, perdón,
dije, en silencio,
cuando lo vi extendido,
agarrotado en la arena,
después de la inmensa travesía.
Héroe, le dije, nadie
levantará sobre la tierra
en una plaza de pueblo
tu arrobadora
estatua, nadie.
Allí tendrán en medio
de los tristes laureles
oficiales al hombre de bigotes
con levita o espada,
al que mató en la guerra
a la aldeana,
al que con un solo obús sangriento
hizo polvo una escuela
de muchachas,
al que usurpó las tierras
de los indios,
o al cazador de palomas, al
exterminador de cisnes negros.
Sí, no esperes, dije,
al rey del viento
al ave de los mares,
no esperes
un túmulo erigido
a tu proeza,
y mientras
tétricos ciudadanos
congregados en torno a tus despojos
te arrancaban
una pluma, es decir,
un pétalo, un mensaje
huracanado,
yo me alejé para que
por lo menos,
tu recuerdo, sin piedra, sin estatua,
en estos versos vuele
por vez postrera contra
la distancia
y quede así cerca del mar tu vuelo.
Oh capitán oscuro,
derrotado en mi patria,
ojalá que tus alas orgullosas
sigan volando sobre
la ola final, la ola de la muerte.
EL RIO QUE NOS LLEVA
Richard Wagner
El “Anillo” sin palabras (Arreglo de Lorin Maazel)
El caudal casi infinito de música, ideas, sentimientos, mitos, inventos y trabajos de El Anillo del Nibelungo es el fruto de una de las aventuras más audaces y sobrehumanas en que se ha metido un hombre solo en toda la historia de la cultura occidental. Incluso los detractores de Richard Wagner se rinden ante la desmesura de una producción operística que está más allá de la escala humana, una obra que precisó de más de un cuarto de siglo de trabajo y que requiere para su ejecución quince horas en un ciclo de cuatro noches consecutivas que van desde las dos horas largas del prólogo, El oro del Rin, a las casi cinco que ocupa la tercera y última jornada, El ocaso de los dioses. Pero lo de menos en el Anillo son las dimensiones, lo verdaderamente titánico es la arquitectura de esta música, su base poética y mitológica, la visión del mundo que expresa y su potencial como ingenio humano destinado a desestabilizar el futuro de la música y bastantes cosas más.
Pues bien, esa desmesura le estuvo vedada al público de las salas de concierto porque Wagner pretendía conseguir con el Anillo la obra de arte total, es decir, una entidad que sólo podía ponerse en pie en forma de ópera y en un espacio especialmente diseñado capaz de aunar música, poesía, pintura, diseño, arquitectura y filosofía como mínimo. Parece imposible concebir la obra cumbre de Wagner sin voces, sin versos, sin escenario, sin trajes, sin atrezo, sin movimientos de masas, sin ¿y esto es lo fundamental- la interacción de todos los elementos que arroja un resultado final superior al de sus partes. ¿O quizá no? Puede que sea mejor dejar la pregunta en el aire y responderla al final del programa de esta noche, cuando hayamos escuchado El Anillo sin palabras.
Lorin Maazel, gran director de orquesta pero también estimable compositor, no se resistió a la tentación de trasladar algo de esa cuarta dimensión que es el Anillo a las maneras y medidas más terrenas de una orquesta, incluso de la gran orquesta wagneriana. Tenía suficiente experiencia en ciclos del Anillo para saber que el resultado sería de todas maneras algo frustrante porque la escala en Wagner es tan importante como el sentido pero en 1987 se encomendó a Wotan y decidió como él correr riesgos no pequeños en su afán de transformar lo existente sin anular la naturaleza (de la obra). Para ello se impuso tres reglas sagradas. La primera y más exigente era que todo lo que sonara debía ser música del Anillo. La segunda, que no habría tiempos muertos ni pausas sino una narración musical continua en orden cronológico. La tercera, que la única fuente para las transiciones entre los fragmentos de la obra serían también pasajes transicionales extraídos de la gran partitura.
El resultado de aquel esfuerzo fue una obra sinfónica de enorme intensidad y fuerza que intenta comprimir las quince horas de la tetralogía en hora y media de música orquestal que reproduce uno tras otro los grandes pasajes sin palabras. Por supuesto, El Anillo sin palabras no está destinado a una orquesta convencional, debe interpretarlo una formación adaptada a las exigencias e invenciones wagnerianas, reforzada en todas sus secciones pero de forma en especial en los metales y la percusión. El hecho de que no haya voces que dialoguen con la orquesta le permite a ésta despliegues imposibles en el foso de la ópera que contribuyen a la grandiosidad de la experiencia. Los buenos conocedores del Anillo podrán rastrear y paladear el modo en que se unen y suceden esos momentos estelares, de la cabalgata de las walkirias a la marcha fúnebre de Sigfrido (ambas por cierto en solos de trompa). Trompas, trombones, trompetas, tambores y tubas wagnerianas acompañan con especial protagonismo a los dioses Wotan y Loge en su descenso al mundo subterráneo del Nibelungo, del enano Alberich, el amo del anillo que da el poder.
Pero no solo los metales y la percusión, también las cuerdas tienen reservados pasajes de gran protagonismo en la recapitulación de Maazel: el nacimiento del Rin, la tormenta que obliga a Sigmundo a buscar refugio, el amor de éste y Sieglinde admirablemente cantado en un solo de violonchelo, los murmullos del bosque o la escena de la inmolación con la que acaba la tetralogía son algunos de ellos. Las gigantescas arpas que parecen mudas cuando toda la orquesta se empeña en silenciarlas tienen su momento de gloria cuando les toca describir el sueño de Brunilda que cierra la primera jornada, La valkiria. En cuanto a los instrumentos de viento y madera, tampoco resultan arrumbados por el vigor de los metales. El modo en que describen la fuerza de la naturaleza que hace surgir de la tierra al gran río al comienzo de El oro del Rin resulta admirable. En cuanto a las flautas y oboes son de una gran eficacia en el momento en que Wotan se despide de su díscola hermana, Brunilda. Flauta y clarinete se unen para describir los murmullos del bosque originario y el encuentro de Sigfrido con las tres ninfas hijas del Rin al comienzo del último acto de El ocaso de los dioses.
Los adictos a Wagner (con Wagner sólo caben adictos y detractores) cuentan con el impagable apoyo de los motivos musicales recurrentes gracias a los cuales pueden identificar por dónde evoluciona el argumento y quiénes son los protagonistas de cada pasaje. Buena parte de los casi cien leitmotivs que Wagner incluyó en el Anillo a fin de evocar a sus héroes y villanos o nombrar determinadas emociones o acciones (amor, venganza, dolor¿) juegan en esta reducción para orquesta un papel crucial a falta de voces y movimientos en la escena. Y aún así más de uno saldrá de la experiencia creyendo que todo en esta partitura es magnífico salvo que la esencia de la tetralogía no aparece por ninguna parte. En su descargo digamos ya que ni Lorin Maazel ni quienes hoy nos traen El Anillo sin palabras pretenden traficar con sucedáneos, lo que oímos es Wagner, es el Anillo, y no una versión digerible para estómagos delicados sino una rigurosa y honesta invitación a disfrutar algún día de palabras mayores.
Claro que en Madrid eso no resulta fácil, aquí aún no se ha presentado el Anillo en su forma genuina de un ciclo compuesto de prólogo y tres jornadas desarrollados en cuatro sesiones en otros tantos días consecutivos como exigía Wagner y para lo que construyó el Festspielhaus de Bayreuth dos años antes de poner punto final a la partitura del Götterdämmerung en 1874. Aquí solo se ha puesto en escena la tetralogía en cuatro años sucesivos y por cierto no en el Real. Queda el recurso al DVD pero si algo requiere la obra de arte total wagneriana son espacios cercanos a la infinitud. Así pues, a la vista de tales limitaciones cobra más valor el trabajo de Maazel pues si hubiera que salvar un solo elemento del Anillo ése no podría ser otro que la música encomendada a la orquesta.
Visto desde hoy y desde lejos de las nieblas del norte es en el campo estrictamente musical (no exclusivo de la orquesta) donde la tetralogía wagneriana alcanza su cima, sobrevolando la epopeya literaria o el sistema de valores que enfrenta a la naturaleza, la libertad y el amor con el poder y la masa. El verdadero mensaje del Anillo no está en intrincadas sagas nórdicas ni en las disquisiciones metafísicas, reside en los pentagramas y consiste en una concepción del cromatismo, la armonía o la tonalidad radicalmente nueva, sobre todo a partir del punto de Sigfrido en que Wagner retomó su tetralogía tras diez años de paréntesis que dedicó entre otras minucias a componer Tristán.
Todo en la tetralogía del Anillo es innovador. Los cantantes ya no se limitan a lucirse en arias y dúos ligados por una trama teatral porque los cantantes forman parte de un gran río sonoro que convierte cada acto de cada una de las cuatro óperas en una canción ininterrumpida. Aquí la narración no depende de un recitador (que no existe) ni de los dioses y héroes que pueblan el escenario sino que está encomendada a la orquesta, el verdadero hilo conductor de la narración gracias a los leitmotivs, un recurso que ya existía (la idée fixe de la Fantástica de Berlioz es medio siglo anterior) pero que nadie había utilizado con tanta eficacia. Wagner lo emplea con un grado de sofisticación creciente de modo que puede haber simultáneamente varios leitmotivs dialogando entre sí o transformándose de manera casi imperceptible de uno en otro.
Los avances del Anillo en materia de tonalidad son también asombrosos y de ellos bebe casi toda la música del siglo XX. El segundo acto de Sigfrido (donde Wagner retomó la tetralogía en 1866) es “la música más moderna jamás escrita dentro del sistema tonal con la más asombrosa utilización de la disonancia”, según el estudioso wagneriano Ángel Fernández Mayo. El esquema tonal tradicional se halla aquí alterado de forma que no es fácil clasificar ninguna parte del Anillo en una clave concreta pues se divide más bien en áreas tonales que fluyen y se suceden de modo casi imperceptible. La gran ventaja de este método es que Wagner, a diferencia de todos sus predecesores, se evitaba la obligación de interrumpir el discurso musical para cambiar de tonalidad sin saltos que hicieran daño al oído. En el Anillo esa ductilidad es total y facilita la construcción de gigantescas estructuras musicales sin necesidad de interrupciones, un recurso que le resultó especialmente útil a Lorin Maazel. La música de cada una de las cuatro óperas que componen la tetralogía no se divide en partes ni en movimientos, es un río que fluye majestuoso cambiándolo todo sin interrumpirse nunca. La indeterminación tonal y el uso imaginativo de la disonancia armónica anunciaban casi con medio siglo de antelación las audacias que desembocarían en el atonalismo y en la música nueva de la que aún vivimos hoy.
LA ANGUSTIA DE FONDO
Wolfgang Amadeus Mozart
Sinfonía número 36. KV 425 “Linz”
Una extraña seriedad llena de preguntas sin respuesta recorre los cuatro movimientos de la Sinfonía Linz, compuesta en solo cuatro días pero dotada de una profundidad y una riqueza musical dignas de las obras mayores de Mozart. Es la expresión de un hombre doliente, del Mozart que esos mismos días dibujó a lápiz un Ecce Homo a manera de autorretrato para regalárselo a su esposa, Constanza. La sinfonía que abre el programa de esta noche fue compuesta a toda prisa para corresponder a la hospitalidad del conde Thun, que recibió con todos los honores en su residencia de Linz a la pareja en su atribulado camino de vuelta a Viena, desde Salzburgo, en el otoño de 1783. Mozart no quiso salir del paso con una música de circunstancias y rebuscó dentro de su alma. En esos días atravesaba uno de los tramos más amargos de su vida.
Y sin embargo pocos meses atrás todo parecía sonreír a la joven pareja. A pesar de que el rechazo de su padre a la boda le había producido una gran amargura Mozart decidió seguir su camino también en su vida sentimental y resolvió casarse sin el permiso paterno. Constanza y Wolfgang parecían haber conquistado su pedazo de cielo. En menos de un año cambiaron cuatro veces de casa, siempre a mejor y cada vez con más sirvientes, mejores muebles y un piano nuevo que costó como dos años de alquiler de un piso. Casi cada noche su casa se convertía en un escenario de música, bailes y juegos que reunía a sus nuevos e influyentes amigos. La apuesta por la libertad y la huida a Viena tras romper con el arzobispo Colloredo en 1781 había resultado un acierto y por fin las cosas marchaban bien, los conciertos de suscripción se agotaban y El rapto en el serrallo era la única ópera en alemán que se salvaba del hundimiento general del singspiel, la única que agotaba la taquilla cada sesión. Y para colmar tanta felicidad Constanza quedó embarazada.
1782 y 1783 fueron también el tiempo feliz en que Mozart pudo estudiar en la biblioteca del barón Swieten las grandes partituras de Haendel y Bach y el tiempo en que estrechó su amistad con Haydn aprovechando sus visitas a Viena desde Estherhaza. Mozart encaraba ya su período de madurez, la década final, su cima. Estaba traduciendo su estudio del contrapunto y la fuga en asombrosos avances de su propia escritura, más ostensibles en los cuartetos dedicados a Haydn, algunos de los cuales (KV 421 y KV 428) enmarcan cronológicamente a la Sinfonía Linz. Haydn correspondió a ese fervor con su admiración y le hizo un favor impagable a Mozart cuando escribió a Leopoldo Mozart que “su hijo es el mayor compositor conocido por mí en persona”. Haydn sabía que el drama de Mozart estaba anclado en complejos afectos familiares.
El 17 de julio de 1783 Constanza dio a luz a un niño “redondo como una bola” cuya llegada animó a la pareja a emprender el siempre aplazado viaje a Salzburgo. Mozart seguía sin atreverse a presentar a su mujer ante su padre y pensó que ahora, tras hacerlo abuelo, las cosas serían más fáciles. Pero la visita de tres meses a la casa paterna fue un calvario de desencuentros que se convirtió en tragedia por la muerte del pequeño Raimundo Leopoldo, al que habían dejado en Viena al cargo de una nodriza. El camino de vuelta a casa, avanzado octubre, fue el amargo viaje a la realidad, nunca más volvería a Salzburgo ni recuperaría ya el afecto de su padre. Solo la hospitalidad del conde Thun en Linz supuso un consuelo y para agradecerlo Mozart programó un concierto. “Como no he traído conmigo ninguna sinfonía estoy metido hasta el cuello en una nueva”, le escribió a su padre. La procesión iba por dentro y acabaría aflorando en esa música. “Mozart parecía no reflexionar ni pensar en nada pero bajo una apariencia frívola disimulaba su íntima angustia por causas que no podíamos descubrir”, escribió mucho después su cuñado Joseph Lange, el actor que se casó con Aloysia Weber, primer y verdadero gran amor de Mozart.
La Sinfonía Linz presenta en su forma externa la influencia de Haydn, especialmente de sus recientes Cuartetos rusos Op. 33 en los que el propio autor admite que desarrolla “un modo nuevo muy particular”. Mozart quedó impresionado al estudiar las últimas seis partituras del padre del clasicismo vienés que le parecieron un mundo de formas completamente nuevo al que decidió contribuir con sus Cuartetos Haydn. Uno de ellos, el KV 421, lo terminó de escribir mientras Constanza daba a luz en el cuarto de al lado pero a pesar del feliz acontecimiento expresa sentimientos de honda preocupación. Meses más tarde, en Linz, esa atmósfera resulta todavía más obvia.
Haydn está presente en la Sinfonía Linz desde los primeros compases, desde la inusual introducción con que se abre siguiendo la pauta de una de las últimas de su amigo, la Sinfonía número 75 compuesta un año antes, que arranca con una introducción lenta. La gravedad que traspasa toda la sinfonía ¿con excepción quizá del tercer movimiento- se traduce en una expresión de seriedad y de carácter interrogativo. El final, cuyo tema principal tiene ecos en la más dramática escena de Don Giovanni, intenta expresar una alegría que resulta ficticia. Mozart está pensativo.
A pesar de las prisas de su composición, el lenguaje de la Sinfonía Linz es más maduro, el profundo estudio de Bach y Haydn empieza a dar sus frutos y Mozart expresa ya sus ideas con la nobleza y la carga personal que marcarán el tramo final de su obra. En Linz, mientras escribe a toda velocidad una sinfonía que le sale del alma no puede sino mostrarse como está, dolorido y grave.
Canciones con historia: Simply Red - "If you don't know me by now "
Hubo que esperar a que los británicos Simply Red la versionaran, publicándose como single en 1988, y como parte de su tercer álbum, A new flame (1989), para que se hiciera definitivamente famosa en el mundo entero.
Pero la historia de este tema se remonta a 1972, año en que fue compuesto por Kenny Gamble y Leon Huff, y grabado por Harold Melvin & The Blue Notes. Curiosamente, antes de esto fue ofrecido a varios artistas, pero ninguno de ellos lo llegó a grabar.
La versión de Simply Red alcanzó el número 1 en Estados Unidos, y en varios países más. Es una de las canciones que más famosas de esta banda de pop/soul. Algo así como uno de los himnos de los 80.