"Sin miedo" era un muchacho
valiente pero sin juicio, hijo de un sastre.
Siempre contrastado con su
ejemplar hermano, era ineficiente en todos las tareas que se le encargaban.
La
única ilusión deSin miedoera tocar el violín, y sobre todo,
para su amadaLidia.
Un
día, cansado de la inutilidad que daba "Sin miedo" a su padre,
el sastre, lo mandó a recorrer el mundo para que conozca "que es el
miedo".
En camino a su búsqueda, conoce a un viejo pícaro, quien al
tratar de robarle sus pocos chelines, queda admirado por su valentía y se hace
su amigo y compañero de viaje donde conocerán a un monstruo del estanque y a
sus bellísimas hijas, y al fantasma dividido a la mitad de un castillo que
intentará acabar con "Sin Miedo".
¿Que pasará conJuan sin miedo? ¿logrará saber
loque es el miedo?.
Señor, concédeme serenidad
para aceptar las cosas que no puedo cambiar,
valor para cambiar aquellas que puedo
y sabiduría para reconocer la diferencia.
Viviendo un día a la vez;
disfrutando cada HOY con mi activa presencia
aceptando las adversidades como un camino hacia la paz;
aprendiendo en este mundo material tal y como es,
y no como me gustaría que fuera;
creyendo que Tú harás que todo sea finalmente para bien
si yo me entrego libremente a Tu VOLUNTAD ;
de modo que pueda estar en paz en esta vida
e increíblemente feliz Contigo en la siguiente.
(Reinhold Niebuhr)
La calle - Octavio Paz
Es una calle larga y silenciosa.
Ando en tinieblas y tropiezo y caigo
y me levanto y piso con pies ciegos
las piedras mudas y las hojas secas
y alguien detrás de mí también las pisa:
si me detengo, se detiene;
si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie.
Todo está oscuro y sin salida,
y doy vueltas en esquinas
que dan siempre a la calle
donde nadie me espera ni me sigue,
donde yo sigo a un hombre que tropieza
y se levanta y dice al verme: nadie.
Paco de Lucía o el embrujo de la
guitarra española…
Ejecutado con movimiento lento, como todo adagio, escuché aquella
vez el llanto, el quejido -o el carcajeo quizás- de una guitarra flamenca.
Composición única. Dedos afinados, mentón cercano al brazo de madera. Cuerdas
que vibraban de un simple roce. Roce capaz de provocar en mí un embrujo
imperecedero. Frente amplia. Cabello a su estilo propio, clásico. Concentración
en una sala de conciertos. Mano derecha en pleno movimiento. La uña del pulgar
afilada, armonizando la más bella melodía que escuché en los últimos 26 años de
mi vida.
La camisa satinada blanca abraza el cuerpo de la guitarra, precede
al negro enfundado de su pierna derecha que asume todo el peso, ese peso de
acordes incesantes.
Mueve dedos y rostro. Se apresuran sus movimientos ante las
maniobras de la partitura que no existe: la sabe de memoria. No podía esperarse
menos de un prestidigitador, de una luz cenital que arrebata la atención en el
escenario.
Lo siente. Cada ápice de sonido perturbador, desgarrador,
nostálgico, de remembranza. Sabe que su alma acaricia las cuerdas en su lugar.
Y no le pesa. Pero se mantiene serio. Permanece erguido- a veces- otras tantas
se inclina, hace reverencia ante su confesora, ante la silueta curvilínea de su
compañera de vida, cómplice en noches de bulerías y conciertos a la luz de la
luna.
Concierto de Aranjuez…
Joaquín Rodrigo compuso este tema para él. O no. Mas le vino como
anillo al dedo, en sincronía estrecha con su sentir flamenco. Fue capaz de
despertar al mundo con un adagio de 11 minutos. Fue capaz de despertarme a mí,
de mostrarme lo más valioso de la música española a golpe de guitarra.
Hoy se ha ido. Por estos días la Parca hace estancias más
prolongadas en los músicos. Se adueña de sus voces, de sus guitarras vivas y
las convierte en eco, en susurro melancólico para quienes quedamos con un poco
de aliento en esta tierra.
Muere el arte, la pasión…Entristece el flamenco, pero no deja de
aplaudirle. Le regala loas, se escuchan ovaciones. Una enorme sensación
tumultuosa alude que no acaba su historia. Sé que no acaba. Al menos no para
quien haya enloquecido al escuchar “Concierto de Aranjuez”. No para quien haya
vibrado bajo la magia de su arte, ante su forma vertiginosa de tocar “Río de la
Miel” o aquella rumba celebérrima “Entre dos aguas”.
Era esta su manera de sentir, su manera de vivir, de huir de sus
propias miserias, o festejar sus amaneceres.
Amedrenta escuchar sus primeros escarceos con el jazz, su cruce
con el flamenco, sus incursiones en elblues, la música hindú o árabe,
la salsa, labossa nova. Amedrenta porque al
escucharlo se corre el riesgo de convertirse en adicto, de no dejar transcurrir
una sola tarde sin sentirle, sin consumirle.
Hay de todo en su repertorio. Tanto, como para almacenar durante
66 años millones de seguidores en todo el orbe. Ecuménico es su arte. Y lo
seguirá siendo ahora, cuando ya nadie puede verle. Aun cuando sus manos prodigiosas
reinen en otros mundos, en otros cielos, o en otras tierras.
Me dejaré llevar otra vez. Es tarde. Tarde para abstraerse y
dejarse llevar. Pero lo haré, asumiré mi propio reto de escuchar una y dos y
diez veces si hace falta su “Concierto de Aranjuez”. No sé si algún día tendré
alas para volar y en lo alto extenderle mi mano. O si abrigaré toda la vida y
más allá, la nostalgia de no haber podido conocerle, por cuestiones geográficas
o de azar.
No todos los sueños se realizan. No todos los deseos se cumplen.
Pero a Paco puedo hablarle de tú sin que se ofenda, puedo besarlo en su mejilla
derecha y no en la izquierda, ni en ambas como se acostumbra en España. Puedo
tomarme un café con él, a las puertas de Algeciras, (aunque no sé si gusta del
café).
A Paco puedo imaginarlo entre cuerdas cerca de mi oído. Ha muerto,
lo sé. Pero esta madrugada no será diferente a las otras. No cambiaré el “es”
por el “fue”. Descansaré de seguro con su música en mi pecho, detrás de mi
almohada, cerca, bien cerca, para que nadie más pueda escucharla. Para que
nadie más pueda sufrir el embrujo de su guitarra española. Cerraré los ojos…
-“Paco, o quizás deba decir
Francisco: Buenas noches”- suspiraré.
La denominación nocturno,
también nombrada en italiano ‘notturno’ se le daba en el siglo XVIII a una pieza
tocada generalmente en fiestas de noche, sin que la pieza tuviese nada que ver
con la evocación de la misma. Sin embargo, el género ‘nocturno’, siendo
considerado como una pieza para piano solo, de un único movimiento, con un
carácter inicialmente evocador de la noche, surge en el siglo XIX, y es un
género muy característico del Romanticismo. Los nocturnos son generalmente
piezas tranquilas, expresivas y con un carácter lírico,y a veces llegan a ser algo
oscuras.
Nocturnos de Chopin
A pesar de ser John Fieldel primero en componer esta
clase de piezas, el que más los expandió y popularizó fue Chopin, considerado
el máximo exponente de este tipo de obras, y quien compuso en total 21
nocturnos, tres publicados póstumamente. Tampoco fueron concebidas como un
conjunto, sino que están agrupados en diversos opus; en 1870 los 21 fueron
publicados juntos por primera vez (nº 20 no llevaba el nombre de “nocturno”
originalmente).
Chopin admiraba a John
Field, ya que después de escucharle sus nocturnos quedó impresionado por ellos,
y tuvo bastante influencia de su música, por lo que los nocturnos de Chopin
tienen algunas similitudes con los de Field. Chopin sigue utilizando la técnica
de una melodía cantábile, así como el acompañamiento arpegiado y el pedal. Sin
embargo, lo más importante respecto a esto nocturnos son sus innovaciones. Por
ejemplo, Chopin hace un uso más libre y fluido del ritmo, y también utiliza
como recurso el contrapunto, lo que contribuye a dar mayor tensión y drama a la
obra. Además, la complejidad melódica, y sobre todo armónica de estas piezas es
mucho mayor que en las de Field, todo en caminado de nuevo a crear más tensión.
Esto es una gran
característica deestas piezas. Mientras que los nocturnos de Field tenían
un carácter tranquilo, y en ocasiones melancólico, los de Chopin convierten esa
melancolía en tensión, creando una cierta inquietud, incomodidad, alcanzando un
grado de “sufrimiento” del que carecían las obras de Field. Liszt (en el
prólogo de los nocturnos de Field) nos dice: “Chopin en sus nocturnos nos ha
hecho escuchararmonías que no sólo son la expresión de nuestros más inefables
deseos, sino también de nuestra inquietud, sufrimiento y tristeza, que
demasiado a menudo están combinados. Su vuelo es más alto, pero sus alas están
más gravemente heridas, y la suavidad se convierte en una dulzura desgarradora,
que deja entrever la desolación”.
Respecto a la estructura
formal de estos nocturnos, es común la forma ternaria (A-B-A), pero no como una
estructura fija con determinados temas, como por ejemplo en las sonatas, sino
que hay una primera parte, después una sección central, que suele ser muy
contrastante en temas, ritmo, tonalidad, etc, y una repetición variada de la
sección inicial. El tempo de los nocturnos es lento, lo que contribuye a crear
dramatismo (la única excepción es el nº 3: Allegretto). Las tonalidades son
tanto mayores como menores, aunque respecto a los de Field, el número de obras
en tonos menores aumenta considerablemente.
La melodía en este tipo de
obras comienza siendo sencilla, pero en los nocturnos de Chopin abundan los
adornos melódicos, y es muy común que comiencen con una melodía más simple que
se vaya repitiendo, pero más ornamentada. También hay que notar la utilización
del rubato como recurso expresivo; sin embargo, esto no debe interpretarse como
una desviación total del tempo, sino todo lo contrario. En palabras de Chopin:
“la mano derecha puede desviarse del compás, pero la mano acompañante ha de
tocar con apego a él. Imaginemos un árbol con sus ramas agitadas por el viento:
el tronco es el compás inflexible, las hojas que se mueven son las inflexiones
melódicas”; se sabe que Chopin rechazaba la exageración y el amaneramiento
respecto al rubato y a otros aspectos interpretativos.
Discurso de Pablo Neruda en ocasión de la entrega del Premio Nobel de Literatura (10 de Diciembre de 1971)
Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones, lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes al paisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos hasta tocar con nuestros limites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza el norte nevado del planeta.
Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos, hay que atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata -eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando mas bien el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino. Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi-derribados que de pronto eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión. A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.
A cada lado de la huella contemplé, en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos de ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos cúmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para siempre debajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las ramas que nos tocaban las cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las coníferas inmensas, desde los robles cuyo último follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.
Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos, los campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa:
¿Tuvo mucho miedo?
Mucho. Creí que había llegado mi última hora, dije.
Íbamos detrás de usted con el lazo en la mano me respondieron. -Ahí mismo –agregó uno de ellos– cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted. Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo y tendido sobre las rocas. La cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el vasto, el espléndido, el difícil camino.
Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de rios y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje.
Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de sagrada tuvo aun la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las órbitas del toro muerto. Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo.
Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al calor de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras del techo ml humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos acumulados por quienes los cuajaron a aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de las brasas y la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción de amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida.
Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. O lo conocían, nos conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en su seno.
Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos, bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornadas que me separarían de aquel eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos empujaba al gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el techo y los lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese "nada más" en ese silencioso nada más había muchas cosas subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.
Señoras y Señores:
Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y en este sitio tan diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para explicarme a mí mismo.
En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo esta sostenido -el hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesia en una comunidad cada vez más extensa, en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera los une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí al cruzar un vertiginoso río, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad los versos que experimenté en aquel momento, las experiencias que canté más tarde.
De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creer en un destino común.
En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de la amistad y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno de ellos se detuvo a acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podría gastarse la vida defendiéndose de recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales extremos. Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos; y esto rige para todas las épocas y para todas las tierras.
El poeta no es un "pequeño dios". No, no es un "pequeño dios". No está signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera. Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos.
Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que repetidas veces me condujeron al error, unos y otras no me permitieron -ni yo lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar lo que se llama el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificacion. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a la realidad y al realismo, es decir, a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada que matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el edificio que contemplábamos como parte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de un tembladeral de hojas, de barro, de libros, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación opresiva.
En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado para llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación critica en un mundo deshabitado y, no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores, sentimos también el compromiso de recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como sueños. Necesitamos colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la razón determinante de mi humilde caso individual: y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a ser sino actos, los más simples, del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmento de piedra o de madera con que alguien, otros que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.
Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas o amables, lo cierto es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales.
Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe.
Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanza solitarias. En todo hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la historia. Pero, qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquiera forma al pasado feudal del gran continente americano? Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi país? Hay que mirar el mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.
Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes de reiterar la adoración hacia el individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.
Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: A l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides Villes. (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia entraremos en las espléndidas ciudades.)
Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera.
En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.
Así la poesía no habrá cantado en vano.
Heart of Glass es una popular canción del grupo estadounidense Blondie lanzada en 1979 en el álbum Parallel Lines. También fue editado como single el 28 de enero de 1979.
Originalmente, la canción fue grabada en 1975 bajo el nombre "Once I Had a Love" con un ritmo mucho más lento, acercándose más al blues conbinado con un poco de reggae, siendo una de las principales canciones que tocaba el grupo en sus giras. En 1978 fue regrabada con el mismo nombre, pero orientándola hacia al rock.
Posteriormente, cuando Blondie estaba grabando el álbum Parallel Lines, la música disco estaba en pleno auge dentro del panorama musical gracias al boom de la pelicula "Fiebre de sabado por la noche", hecho que llevó al productor Mike Chapman a darle otro giro a la canción para dejarla tal y como se conoce hoy en día, con un claro ritmo "onda disco", siendo a la vez, una de las canciones más conocidas del grupo. Para la versión single,Chapman acentuó aún más los bajos para que sea tocada en locales de baile de Nueva York.
La canción fue lanzada el enero de 1979, alcanzando rapidamente el puesto número uno en los Estados Unidos y en el Reino Unido. Ademas el vídeo musical de la canción fue grabado en la discoteca neoyorquina Studio 54 que era cuna de la musica disco en los setentas.