El mito de Eco y Narciso.
La ninfa Eco estaba triste, pálida, recluida en su cueva de
los bosques.
La Diosa Hera había hecho caer sobre ella una terrible maldición:
“A partir de ahora sea que tu melodiosa voz se convertirá en
susurro y sólo
podrás repetir las últimas palabras que otros pronuncien”.
Hacía tiempo, Eco cantaba. Cantaba y cantaba para distraer
con su bello
cántico a Hera, y que ésta no descubriese a Zeus regalando
amores a otras
doncellas. Pero Hera la había descubierto. Su dolor no
sosegaba y no podía más
que pasear a solas, lánguida, con paso ciego, a través de la
arbolada, haciendo
crujir con sus pisadas las ramitas y las hojas secas que
alfombraban el bosque.
Narciso paseaba solo, ajeno a sus compañeros de cacería,
ajeno a todo, incluso
a sí mismo. Desconocía su desmesurada belleza y los encantos
que prendaban
de él a las ninfas, a las doncellas y hasta al mismísimo
dios Apolo.
Él simplemente se dedicaba a desdeñarles, dejándoles
consumidos en el miserable
pozo del desprecio, abocados al dolor de sentirse nadie para
quien lo era Todo.
“Su perdición será contemplar su propia imagen”- Había
predicho el adivino
Tiresias el mismo día en que Narciso vio el mundo por vez
primera. Y así había
vivido hasta entonces, alejado de reflejos y de espejos,
halagado, admirado,
fascinador de miradas que no eran correspondidas, seductor
nunca seducido y
jamás tocado por los dedos del Amor.
Una rama crujió.
-“¿Quién está ahí?”-
- “Está ahí.... está ahí... está ahí....” – Respondió Eco.
Abrazada por Cupido,
abrió sus enormes ojos al verse sorprendida por Narciso... y
echó a correr.
Narciso la siguió.
- “¿Por qué huyes? Ven a mi”-
- “A mi.... a mi.....”-
Cuando se encontraron, Eco, con el corazón hechizado, tendió
los brazos a
Narciso con intención de que, si bien su voz no podía
expresar su amor
inmenso, pudiera sí demostrarlo con su entrega y su pasión.
Pero fue la fría sonrisa de él quien le tendió la mano, y
sus palabras:
-“No pensarás que yo te amo”-
-“Te amo.... te amo.....”- Repitió Eco, desesperada, desfallecida,
con los brazos
aún abiertos, vacíos y temblorosos, llenos de Amor... y sus
enormes ojos
anegados en lágrimas.
- “Permitan los Dioses que me deshaga la muerte antes de que
tú goces de
mi”-
Narciso desapareció altanero. Y Eco, caminando despacio y
sin fuerzas,
arrastrando ramitas crujientes a su paso lento, se recluyó
de nuevo en su
cueva. Su voz se convirtió en un hilo:
“Para él quieran los Dioses que, cuando ame como yo ahora
amo, desespere y
sufra como mi alma sufre y desespera”
Y luego desapareció.
Pero Némesis, la Diosa de la Venganza, había escuchado el
ruego de aquél
pensamiento sin voz, y como castigo condenó a Narciso a
padecer una inmensa
sed.
El desesperado Narciso se acercó sin pensar a la orilla del
riachuelo más claro,
más transparente, donde tenía el cielo su mejor espejo y, al
ir a beber, sus
azules ojos contemplaron el rostro más bello que jamás
hubiesen visto o quizás
imaginado.
Aquella alegoría de la perfección no era sino él mismo, su
propio ser
de quien se había al instante enamorado.
La desesperación por querer amarse y poseerse le hizo gritar
enfurecido:
“¡Dioses míos, de qué clase cruel es este castigo! Me
inyecta la sangre lo más
prohibido del amor, el amor que va conmigo, del que no puedo
desprenderme
aunque me aparte de la imagen de este río, del que me
seguirá entera y
eternamente y que ni en los confines de la misma Eternidad
podrá ser mío.
¡Por qué he de ser yo
merecedor de este abismo! El mismo fuego que me devora es
el que ahora yo atizo; a mi me podrán amar otros, pero yo no
puedo amarme a
mi mismo porque no soy capaz de encontrarme aún sin
distancia que me
separe del objeto de mi Amor, y ni siquiera puedo morir por
él sin arrastrar
también su vida conmigo.
¿Cómo puedo entonces ansiar vivir si no existe en el Amor ni
en mí motivo?”
Lloraba Narciso. Lloraba aferrado a la orilla del riachuelo,
con los brazos
extendidos y las puntas de sus cabellos rozando las
cristalinas aguas como
queriendo tocar con ellas la imagen amada.
El furor de su deseo, los rayos de sol bañados del celeste
azul, las hojas de la fronda y las mariposas reflejadas en las danzarinas
ondas, y los destellos luminosos desde el cristal del río, fueron regalando
colores a aquella figura exhausta, y aquella estatua esbelta, inerte,
enamorada, abrazada moribunda a la orilla, se convirtió en una flor.
Quizás una mano blanca la contempla y acaricia, susurrando
su nombre como
en un hilo de voz... Quizás Eco riega con sus lágrimas de
Amor a la flor de
Narciso mientras se reflejan juntas, siempre, en las aguas
del río...
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