Nuestra Señora de las Golondrinas : Cuento breve de Marguerite Yourcenar
El monje Terapión había sido en su juventud el discípulo más fiel del gran Atanasio; era rudo y austero, dulce solamente con las criaturas en las que no sospechaba la presencia de demonios. En Egipto había resucitado y evangelizado momias; en Bizancio había confesado emperadores, y había ido a Grecia confiado en un sueño, con la intención de exorcizar aquellas tierras sometidas aún a los sortilegios de Pan. Se inflamaba de ira a la vista de los árboles sagrados en que los campesinos, aquejados de fiebre, colgaban trapos encargados de temblar en lugar suyo al menor soplo vespertino, los falos erigidos en los campos para obligar al suelo a concebir cosechas, y los dioses de arcilla metidos en los huecos de los muros y en las cavidades de las fuentes. Se había construido con sus propias manos una estrecha cabaña a orillas del Céfiso, teniendo cuidado de emplear solamente materiales bendecidos. Los campesinos compartían con él sus pobres alimentos; mas aunque aquellas gentes estuvieran demacradas, pálidas y desalentadas por las hombrunas y las guerras que habían caído sobre ellas, Terapión no conseguía encaminarlas por la senda del cielo. Adoraban a Jesús, el hijo de María, vestido de oro como el sol naciente, pero su corazón obstinado permanecía fiel a las divinidades que anidaban en los árboles o emergían de la efervescencia de las aguas; cada tarde depositaban, bajo el plátano consagrado a las ninfas, una escudilla de leche de la única cabra que les quedaba, y los muchachos se deslizaban a mediodía en los bosquecitos para espiar a aquellas mujeres de ojos de onix que se nutrían de tomillo y de miel. Pululaban por doquiera, hijas de aquella tierra dura y seca donde lo que en otra parte se disipa como humo allí adquiere en seguida figura y sustancia de realidad. Se encontraba la huella de sus pasos en la greda de los manantiales, y la blancura de sus cuerpos se confundía de lejos con el espejeo de los peñascos. Ocurría incluso que una ninfa mutilada sobreviviera aún en una viga mal pulida que sostenía un techo, y de noche se la oía gemir o cantar. Casi todos los días se perdía en la montaña algún animal embrujado, y solo se encontraba meses más tarde un mantoncito de huesos. Las Malignas tomaban a los niños de la mano y los llevaban a bailar al borde de los precipicios; sus pies ligeros no tocaban tierra, pero el abismo engullía los cuerpecitos pesados. O bien, un joven que se había lanzado sobre su pista volvía a bajar sin aliento, tiritando de fiebre, por beber la muerte en el agua de una fuente. Después de cada desastre, el monje Terapión mostraba el puño a los bosques donde se ocultaban las Malditas, pero los aldeanos continuaban amando a aquellas hadas frescas, medio invisibles, y les perdonaban sus fechorías como se le perdona al sol que trastorne el seso de los locos, a la luna que chupe la leche de las madres dormidas, y al amor que haga sufrir tanto.
El monje les temía como a manada de lobas, y lo inquietaban como una partida de prostitutas. Aquellas bellezas caprichosas jamás lo dejaban en paz: de noche sentía en su rostro su aliento cálido como el de un animal domado a medias que merodea tímidamente en un cuarto. Si se aventuraba a través del campo llevando el viático para un enfermo, oía repicar tras sus talones su trote caprichoso e irregular de cabras jóvenes; si, a pesar de sus esfuerzos, llegaba a dormirse a la hora de la oración, venían a tirarle inocentemente la barba. No trataban de seducirlo porque les parecía feo, cómico y viejísimo con su espeso sayal pardo, y a pesar de su belleza no despertaban en él ningún deseo impuro, pues su desnudez le repugnaba como la carne pálida de la oruga o la piel lisa de las culebras. Sin embargo, lo inducían en tentación, pues acababa dudando de la sabiduría de Dios, que ha formado tantas criaturas inútiles y dañinas, como si la creación solo fuera un juego maligno que lo complacía.
Una mañana, los aldeanos encontraron a su monje ocupado en talar el plátano de las ninfas, y se afligieron doblemente, pues por una parte temian la venganza de las hadas, que se marcharían llevándose consigo las fuentes y, por otra parte aquel plátano daba sombra al lugar donde acostumbraban reunirse para bailar. Pero no hicieron reproches al santo varón, por miedo de malquistarse con el Padre que está en los cielos, que dispensa la lluvia y el sol. Callaron, y los proyectos del monje Terapión contra las ninfas fueron estimulados con ese silencio. Solo salía ya con dos pedernales disimulados entre los pliegues de su manga, y de noche, subrepticiamente, cuando no veía ningún campesino en el campo desierto, le prendía fuego a un viejo olivo cuyo tronco carcomido le parecía que ocultaba diosas, o a un joven pino escamoso que derramaba lágrimas de oro. Una forma desnuda escapaba entonces del follaje y corría a reunirse con sus compañeras, inmóviles a lo lejos como ciervas asustadas, y el santo monje se regocijaba por haber destruido otra guarida del Mal. Sembraba cruces por doquiera, y las jóvenes bestias divinas se alejaban, huyendo de la sombra de aquel Cadalso sublime, dejando en torno e la aldea santificada una zona cada vez más amplia de silencio y soledad. Pero la lucha proseguía palmo a palmo en los primeros declives de la montaña, que se defendía con ayuda de zarzas espinosas y de aludes de piedras, allí donde los dioses son más difíciles de cazar. Por último, cercadas por la plegaria y el fuego, demacradas por la ausencia de ofrendas, privadas de amor desde que los jóvenes de la aldea comenzaron a apartarse de ellas, las ninfas buscaron refugio en un vallecito desierto, en el que algunos pinos negrísimos clavados en el suelo arcilloso hacían pensar en grandes aves que agarraban con sus fuertes garras la tierra roja, mientras agitaban el cielo las mil puntas finas de sus plumas de águila. Las fuentes que brotaban allí, bajo montones de piedras informes, eran demasiado frías para atraer lavanderas o pastores. A media ladera de una colina se ahondaba una gruta, a la que solo se accedia a través de una entrada que permitía apenas el paso de un cuerpo. Las ninfas siempre se refugiaban allí en las tardes en que la tormenta perturbaba sus juegos, pues, como todos los animales salvajes, temían el trueno, y era allí donde dormían en las noches sin luna. Algunos jóvenes pastores pretendían haberse deslizado en aquella caverna, arriesgando su salvación y el vigor de su juventud, y no se cansaban de hablar de aquellos dulces cuerpos entrevistos en la fresca penumbra, o de aquellas cabelleras menos palpadas que adivinadas. Para el monje Terapión, aquella gruta disimulada en el flanco del peñasco era como un cáncer clavado en su propio pecho, y de pie a la entrada del vallecito, con los brazos en alto, inmóvil durante horas enteras, rogaba al cielo que le ayudara a destruir aquellos peligrosos restos de la raza de los dioses.
Una noche, poco después de Pascua, el monje reunió a los más fieles y a los más rudos de su grey, los proveyó de piquetas y de faroles, se armó de un crucifijo y los guió por el dédalo de colinas, entre las blandas tinieblas repletas de savia, ansioso de aprovechar aquella noche negra. Se detuvo a la entrada de la gruta, y no permitió que sus discípulos penetraran en ella, de miedo a que fueran tentados. En la penumbra opaca se oía gorjear a las fuentes; palpitaba también un ruido débil, suave como la brisa en los pinares: era la respiración de las ninfas dormidas, que sonaban con la juventud del mundo, con la época en que el hombre aún no existía, cuando la tierra solo daba a luz árboles, animales y dioses. Los campesinos encendieron un gran fuego, pero tuvieron que renunciar a quemar el peñasco; el monje les ordenó entonces mezclar yeso y acarrear piedras. Con las primeras luces del alba comenzaron la construcción de una capillita, pegada al flanco de la colina, ante la boca de la gruta maldita. Los muros aún no estaban secos, y faltaban el techo y la puerta, pero el monje Terapión sabía que las ninfas no trataron de huir a través de aquel lugar santo, ya consagrado y bendecido por él. Para mayor seguridad había erigido en el fondo de la capilla, ante la boca del peñasco, un gran Cristo pintado en una cruz de cuatro brazos iguales, y las ninfas, que sólo sabían de sonrisas, retrocedieron horrorizadas ante aquella imagen del Ajusticiado. Los primeros rayos del sol se estiraron tímidamente, hasta el umbral de la caverna: era la hora en que las desdichadas solían salir, para tomar de las hojas de los árboles cercanos su primer refresco de rocio; las cautivas sollozaban, suplicando al monje que las socorriera, y en su inocencia si consentía en dejarlas escapar, le prometian amarlo. Los trabajos prosiguieron durante toda la jornada, y hasta la llegada de la noche se vieron caer lágrimas de la piedra y se oyeron toses y gritos roncos, parecidos a lamentos de un animal herido. Al día siguiente colocaron el techo, y lo adornaron con un ramo de flores; se instaló la puerta, y se hizo girar en la cerradura una gran llave de hierro. Aquella noche, los campesinos fatigados regresaron a la aldea, pero el monje Terapión se acostó cerca de la capilla que había erigido, y durante toda la noche los gemidos de sus prisioneras le impidieron dormir placenteramente. No obstante era compasivo, pues se enternecía ante un gusano que aplastara su pie, o ante una flor que tronchara el roce de su hábito, pero se parecía a un hombre regocijado por emparedar entre dos ladrillos un nido de viboreznos.
Al día siguiente, los campesinos llevaron lechada de cal y enjalbegaron por dentro y por fuera la capilla, que adquirió entonces el aspecto de una blanca paloma acurrucada en el pecho del peñasco. Dos aldeanos, menos miedosos que los otros, se aventuraron en la gruta para blanquear sus paredes húmedas y porosas, a fin de que el agua de las fuentes y la miel de las abejas dejaran de rezumar en el interior del bello antro, y de sostener la vida desfalleciente de las hadas. Las ninfas, debilitadas, ya no tenían la fuerza necesaria para manifestarse a los humanos; aquí y allá se adivinaba apenas, vagamente, en la penumbra, una joven boca contraria, un débil par de manos suplicantes, o la pálida rosa de un seno. De vez en cuando, al rozar con sus gruesos dedos blanqueados de cal las asperezas del peñasco, los campesinos sentían que huía una cabellera dócil y trémula como esos helechos que nacen en los lugares húmedos y abandonados. El cuerpo deshecho de las ninfas se evaporaba en vaharadas, o estaba a punto de disolverse en polvo como las alas de una mariposa muerta; aún gemían pero había que aguzar el oído para escuchar sus débiles lamentos; solo eran ya las almas de las ninfas las que lloraban. Durante toda la noche siguiente, el monje Terapión continuó montando su guardia de rezos en el umbral de la capilla, como un anacoreta en el desierto. Se regocijaba al pensar que los llantos cesarían antes de la luna nueva, y que las ninfas muertas de inanición sólo serían entonces un recuerdo impuro. Rezaba para que se apresurara el instante en que la muerte librarla a sus prisioneras, pues ya comenzaba, muy a su pesar, a compadecerlas, y lamentaba esa, vergonzosa debilidad. Ya nadie venía a visitarlo; la aldea le parecia tan distante como si estuviera situada al otro lado del mundo; sólo veía, sobre la vertiente opuesta del valle, tierra roja, pinos, y un sendero oculto a medias bajo las agujas de oro, y sólo escuchaba aquellos estertores que menguaban progresivamente, y el rumor cada vez más ronco de sus propias plegarias.
Al atardecer de aquel día vio a una mujer que venia hacia él por el sendero. Caminaba con la cabeza baja, un poco encorvado; su manto y su chal eran negros, pero un resplandor misterioso se tamizaba a través de aquel tejido oscuro; como si la noche se hubiera echado sobre la mañana. Aunque era muy joven, tenía la gravedad, la lentitud y la dignidad de una anciana, y su suavidad era como la del racimo maduro y la de la flor perfumada. Al pasar ante la capilla miró atentamente al monje, cuyas plegarias perturbaba.
-Este sendero no conduce a ninguna parte, mujer -le dijo-. ¿De dónde vienes?
-Del oriente, como la aurora respondió la joven-. ¿Qué haces aquí, anciano monje?
-He emparedado en esa gruta a las ninfas que aún infestaban la comarca -dijo el monje-, y ante la boca del antro construí una capilla, que no se atreven a atravesar para huir porque están desnudas, y a su manera temen a Dios. Espero a que mueran de hambre y de frío en su caverna, y cuando esto ocurra, la paz de Dios reinará sobre los campos.
-¿Quién te dijo que la paz de Dios no se extiende igualmente a las ninfas como a las ciervas y a los rebaños de cabras? -respondió la joven-. ¿No sabes que en el momento de la Creación Dios se olvidó de dar alas a ciertos ángeles, que cayeron a la tierra y se establecieron en los bosques, donde formaron la raza de las ninfas y de los faunos? Otros se instalaron en una montaña, donde se convirtieron en los dioses olímpicos. No exaltes, como los paganos, a la criatura en detrimento del Creador, pero tampoco te escandalices con su obra. Y agradece a Dios, con todo tu corazón, el que haya creado a Diana y Apolo.
-Mi espíritu no se eleva tan alto -dijo humildemente el viejo monje-. Las ninfas turbaban a mis fieles y ponían en peligro su salvación, de la que soy responsable ante Dios, y por eso las perseguiría hasta el mismo infierno, si fuera necesario.
-Y tanto celo te será tenido en cuenta, monje honesto -dijo, sonriendo, la joven-. Pero, no se te ocurre un medio de conciliar la vida de las ninfas y la salvación de tus fieles?
Su voz era dulce como una música de flautas. El monje, inquieto, bajó la cabeza. La joven puso una mano en su hombro y le dijo gravemente.
-Monje, déjame entrar en esa gruta. Me gustan las grutas, y siento compasión de los que buscan refugio en ellas. Fue en una gruta donde traje al mundo a mi Hijo, y también en una gruta lo confié sin temor a la muerte, a fin de que pasara por el segundo nacimiento de la Resurrección. El anacoreta se apartó para dejarla pasar. Sin vacilar, ella se dirigió hacia la entrada de la caverna, disimulada tras el altar. La gran cruz interceptaba el umbral; la apartó suavemente, como a un objeto familiar, y se deslizó en el antro.
Se oyeron en las tinieblas gemidos aún más agudos, gorjeos, y un como batir de alas. La joven hablaba a las ninfas en un lenguaje desconocido, que era acaso el de las aves o el de los ángeles. Al cabo de un momento reapareció al lado del monje, que no había dejado de rezar. -Observa, monje -dijo-, y escucha.
Innumerables chillidos estridentes salieron debajo de su manto. Apartó las puntas, y el monje Terapión vio que llevaba, entre los pliegues de su túnica, centenares de jóvenes golondrinas. Abrió ampliamente los brazos, como una mujer en oración, dejando volar a las aves. Después dijo, y su voz era clara como el sonido de un arpa.
-Volad, hijas mías.
Las golondrinas liberadas se entretejieron en el cielo vespertino, dibujando con picos y alas signos indescifrables. El anciano y la joven las siguieron un momento con la mirada; después, la viajera dijo al solitario:
-Volverán cada año, y les darás asilo en mi iglesia. Adiós, Terapión.
Y María se alejó por el sendero que no conducía a ninguna parte, mujer a quien le importa poco que los caminos terminen, puesto que conoce el modo de llegar al cielo. El monje Terapión regresó a la aldea, y al otro día, cuando subió a celebrar la misa, la gruta de las ninfas estaba cubierta de nidos de golondrina. Regresaban cada año, e iban y venían en la iglesia, ocupadas en alimentar sus pichones o en consolidar sus casas de arcilla, y a menudo el monje Terapión interrumpía sus plegarias para observar, enternecido, sus amores y sus juegos, pues lo que está prohibido a las ninfas se les permite a las golondrinas.
http://byricardomarcenaroi.blogspot.com.ar/2013/05/cuento-breve-marguerite-yourcenar.html
martes, 25 de noviembre de 2014
UNA MALDICIÓN DIVINA. LA HISTORIA DE UNA FAMILIA: LOS ATRIDAS
Los mitos griegos se formaron en la "Edad Oscura", y se nos han transmitido sobre todo, gracias a los poemas homéricos. Sus protagonistas, en la mayoría de los casos, son hombres y mujeres de un período definido del pasado, que tenían poderes mayores y eran más interesantes que la gente de nuestra época, pero que no eran dioses. Los mitos han servido para que los poetas nos expresaran sus pensamientos más profundos; son, para los clásicos, no dogmas de fe, sino instrumentos de creación. Algunos de ellos, están estrechamente relacionados con un rito (Misterios de Eleusis, Deméter), otros tienen una función política, algunos conservaban hechos del pasado (nombres, acontecimientos, lugares históricos); también definen muchas veces la posición que ocupaban los hombres respecto a los dioses.
Uno de estos mitos es la historia de toda una familia: los Atridas; desde su antepasado Tántalo hasta Orestes. Es la historia de un pecado contra los dioses, una contaminación que va más allá de los límites de orden jurídico y moral y que reclama la venganza divina sobre el culpable y se difunde en el espacio, involucrando a la comunidad que lo acoge, y también en el tiempo a lo largo de varias generaciones, como ocurre en este caso. Los principales protagonistas de esta historia aparecen en la Ilíada: Agamenón y Menelao, los caudillos griegos de la guerra contra Troya, y sus descendientes. Orestes y Electra son dos de las figuras preferidas de los grandes clásicos del teatro del s. V: Eurípides y Sófocles.
EL CASTIGO DE TÁNTALO.-
Tántalo, hijo de Zeus, es el primer antepasado conocido de los Atridas. Era invitado muy a menudo por su padre a los banquetes de los dioses hasta que un día, no contento con su suerte, decidió robar algunos de estos manjares para compartirlos con sus amigos; además de esto, cometió un crimen aún peor, para comprobar si era verdad que los dioses lo conocían todo, les ofreció en una comida a su propio hijo Pélope, guisado. Todos los dioses se dieron cuenta menos Deméter, que probó un trozo del hombro del niño. Los dioses inmediatamente resucitaron a Pélope, y le regalaron un nuevo hombro de marfil.
Tántalo fue condenado a sufrir un castigo eterno: sumergido en un lago hasta la altura del pecho jamás podía beber, puesto que cuando lo intentaba, las aguas bajaban de nivel; tampoco podía alcanzar nunca las manzanas de un árbol cuyas ramas se extendían sobre él: en el momento en que alargaba la mano, las ramas se alejaban. Además una piedra enorme sobresalía por encima del árbol amenazando siempre con aplastar su cabeza.
PÉLOPE Y LA CARRERA DE CARROS.-
Pélope, después de ser resucitado, pasó un tiempo como copero de los dioses, fue expulsado por robar néctar y ambrosía, como su padre, y marchó a Pise, donde reinaba por entonces el rey Enómao. Este rey tenía una hermosa hija: Hipodamía, y no quería que ésta contrajese matrimonio. Así que desafió a los pretendientes de Hipodamía en una carrera de carros por turno. El premio era Hipodamía; pero si los pretendientes perdían, eran castigados con la muerte. Y perdían siempre, porque Enómao hacía que su cochero limara las ruedas de los carros para que se rompieran en la carrera.
Cuando se presentó Pélope, la princesa se enamoró de él y sobornó al cochero de su padre para que le cambiase los ejes de madera de su carro por otros de cera. Durante la carrera, se rompió el carro del rey y éste murió arrastrado por sus propios caballos. Pélope se casó entonces con Hiopodamía, pero el cochero Mírtilo, quiso cobrarse el favor en la persona de la princesa; Pélope le dio muerte y Mírtilo, antes de morir, le maldijo a él y a toda su descendencia. Pélope tuvo varios hijos, entre ellos Atreo y Tiestes, los continuadores de la maldición familiar.
ATREO Y TIESTES.-
Estos dos hermanos, instigados por su madre, mataron a Crisipo, un hermanastro suyo. Pélope, al enterarse, los maldijo y desterró. Ambos se refugiaron en Micenas en la corte de Esténelo. Cuando murió el rey, Atreo y Tiestes se enfrentaron por el trono. Atreo sacrificó un carnero de su rebaño que tenía el vellón de oro, pero rellenó y guardó orgulloso la piel del animal. Tiestes, celoso, convenció a la mujer de Atreo, de que sería su amante si le entregaba el vellocino de oro. Después del robo, propuso a Atreo que sería rey aquél que poseyera un vellón de oro. Atreo aceptó, sin sospechar nada, y perdió sus derechos. Una última prueba tuvo que ver con la marcha del sol: si el astro se pusiera por el este, sería Atreo el soberano. Zeus cambió el curso solar, favoreciendo así a Atreo.
Atreo fue coronado y Tiestes desterrado; después de cierto tiempo, Atreo descubrió la infidelidad de su esposa con Tiestes, arrojó a su esposa al mar y, fingiendo perdonar a su hermano Tiestes, lo invitó a un banquete. Allí, como ya había ocurrido con su abuelo Tántalo, fueron despedazados y guisados los propios hijos de Tiestes. Al final de la comida, Tiestes descubrió con horror las cabezas de sus hijos. Vomitando, maldijo para siempre a los descendientes de Atreo.
LOS HIJOS DE ATREO: AGAMENÓN Y MENELAO.-
Asesinado Atreo, sus dos hijos huyeron a Esparta. Allí conocieron a sus mujeres, las causantes de las desgracias posteriores. Menelao desposó a Helena, que escapó más adelante con el príncipe troyano Paris. La alianza de jefes guerreros griegos para rescatarla dio origen a la guerra de Troya que cuenta la Ilíada.
Agamenón, por su parte, se casó con una hermana de Helena: Clitemnestra, de la que tuvo un hijo varón: Orestes y varias hembras: Electra, Ifigenia, Crisotemis... Agamenón tuvo que abandonar a su esposa, durante los diez años que duró la guerra de Troya. La expedición no podía llevarse a cabo porque una calma total impedía la navegación; el único remedio, según los adivinos, era que Agamenón sacrificase a su hija Ifigenia; este sacrificio le grangeó el odio eterno de Clitemnestra.
A la vuelta de la guerra, le esperaba un destino funesto: su mujer le aguardaba con un amante: Egisto. Irritada por el sacrificio de su hija, por la concubina que su esposo traía de Troya, Casandra, y por la muerte de su primer esposo, asesinado por Agamenón, lo recibió fingiendo alegría, y una vez dentro del palacio, lo asesinó en el baño.
LA VENGANZA DE ORESTES.-
Tras la muerte de Agamenón, Electra envió a su hermano Orestes fuera de la ciudad, temiendo que el amante de su madre quisiera acabar también con la vida de un posible heredero.
Electra vivía en una pobreza deshonrosa, deseando siempre que regresara Orestes. Cuando el niño fue mayor, visitó el oráculo de Delfos. Allí se le informó de que era necesario que vengase a su padre Agamenón. Se encaminó a su patria y ofrendó un mechón de su cabello en la tumba de su padre. Electra encontró el mechón y, llena de alegría, supuso que su hermano se encontraba allí. Se reconocieron y juntos planearon la venganza.
Clitemnestra estaba inquieta; había soñado que daba a luz una serpiente y sospechaba algo malo. En efecto, su propio hijo, Orestes, sin hacer caso de su súplicas, la mató y también a su amante Egisto. Orestes se había vengado, pero también había cometido el horrible crimen del matricidio. Las Erinias, espíritus vengadores, con cabellos de serpientes, cabezas de perro y alas de murciélago, lo persiguieron por toda Grecia hasta hacerle enloquecer.
EL JUICIO DE ORESTES.-
Sólo un dios o un tribunal humano, con la suficiente categoría, podría deshacer esta maldición. De hecho, según la tradición, este mito del juicio de Orestes sirve para dar validez a la nueva institución del tribunal del Areópago.
Orestes fue acusado en Atenas. Apolo lo defendió, alegando que la madre es sólo un accidente biológico y que es mucho más importante un vínculo paterno. Orestes se salvó por el voto de Atenea, a su favor, puesto que todos los demás votos se dividieron en partes iguales.
Es así como, por fin, termina la larga maldición de la familia de los Atridas.
A cada episodio podríamos darle una significación histórica, etiológica o filosófica.
http://www.iesfelixburgos.es/articulos/atridas.htm
El mito de los Atridas, el retorno y la muerte de Agamenón a manos
de Clitemnestra y Egisto, el dolor y la soledad de Electra y la venganza
de Orestes desde sus primeras manifestaciones literarias
http://interclassica.um.es/var/plain/storage/original/application/0483a793ab0e2f184bfd112c38ecae56.pdf
La maldición de los Atridas
Los mitos griegos se formaron en la "Edad Oscura", y se nos han transmitido sobre todo, gracias a los poemas homéricos. Sus protagonistas, en la mayoría de los casos, son hombres y mujeres de un período definido del pasado, que tenían poderes mayores y eran más interesantes que la gente de nuestra época, pero que no eran dioses. Los mitos han servido para que los poetas nos expresaran sus pensamientos más profundos; son, para los clásicos, no dogmas de fe, sino instrumentos de creación. Algunos de ellos, están estrechamente relacionados con un rito (Misterios de Eleusis, Deméter), otros tienen una función política, algunos conservaban hechos del pasado (nombres, acontecimientos, lugares históricos); también definen muchas veces la posición que ocupaban los hombres respecto a los dioses.
Uno de estos mitos es la historia de toda una familia: los Atridas; desde su antepasado Tántalo hasta Orestes. Es la historia de un pecado contra los dioses, una contaminación que va más allá de los límites de orden jurídico y moral y que reclama la venganza divina sobre el culpable y se difunde en el espacio, involucrando a la comunidad que lo acoge, y también en el tiempo a lo largo de varias generaciones, como ocurre en este caso. Los principales protagonistas de esta historia aparecen en la Ilíada: Agamenón y Menelao, los caudillos griegos de la guerra contra Troya, y sus descendientes. Orestes y Electra son dos de las figuras preferidas de los grandes clásicos del teatro del s. V: Eurípides y Sófocles.
EL CASTIGO DE TÁNTALO.-
Tántalo, hijo de Zeus, es el primer antepasado conocido de los Atridas. Era invitado muy a menudo por su padre a los banquetes de los dioses hasta que un día, no contento con su suerte, decidió robar algunos de estos manjares para compartirlos con sus amigos; además de esto, cometió un crimen aún peor, para comprobar si era verdad que los dioses lo conocían todo, les ofreció en una comida a su propio hijo Pélope, guisado. Todos los dioses se dieron cuenta menos Deméter, que probó un trozo del hombro del niño. Los dioses inmediatamente resucitaron a Pélope, y le regalaron un nuevo hombro de marfil.
Tántalo fue condenado a sufrir un castigo eterno: sumergido en un lago hasta la altura del pecho jamás podía beber, puesto que cuando lo intentaba, las aguas bajaban de nivel; tampoco podía alcanzar nunca las manzanas de un árbol cuyas ramas se extendían sobre él: en el momento en que alargaba la mano, las ramas se alejaban. Además una piedra enorme sobresalía por encima del árbol amenazando siempre con aplastar su cabeza.
PÉLOPE Y LA CARRERA DE CARROS.-
Pélope, después de ser resucitado, pasó un tiempo como copero de los dioses, fue expulsado por robar néctar y ambrosía, como su padre, y marchó a Pise, donde reinaba por entonces el rey Enómao. Este rey tenía una hermosa hija: Hipodamía, y no quería que ésta contrajese matrimonio. Así que desafió a los pretendientes de Hipodamía en una carrera de carros por turno. El premio era Hipodamía; pero si los pretendientes perdían, eran castigados con la muerte. Y perdían siempre, porque Enómao hacía que su cochero limara las ruedas de los carros para que se rompieran en la carrera.
Cuando se presentó Pélope, la princesa se enamoró de él y sobornó al cochero de su padre para que le cambiase los ejes de madera de su carro por otros de cera. Durante la carrera, se rompió el carro del rey y éste murió arrastrado por sus propios caballos. Pélope se casó entonces con Hiopodamía, pero el cochero Mírtilo, quiso cobrarse el favor en la persona de la princesa; Pélope le dio muerte y Mírtilo, antes de morir, le maldijo a él y a toda su descendencia. Pélope tuvo varios hijos, entre ellos Atreo y Tiestes, los continuadores de la maldición familiar.
ATREO Y TIESTES.-
Estos dos hermanos, instigados por su madre, mataron a Crisipo, un hermanastro suyo. Pélope, al enterarse, los maldijo y desterró. Ambos se refugiaron en Micenas en la corte de Esténelo. Cuando murió el rey, Atreo y Tiestes se enfrentaron por el trono. Atreo sacrificó un carnero de su rebaño que tenía el vellón de oro, pero rellenó y guardó orgulloso la piel del animal. Tiestes, celoso, convenció a la mujer de Atreo, de que sería su amante si le entregaba el vellocino de oro. Después del robo, propuso a Atreo que sería rey aquél que poseyera un vellón de oro. Atreo aceptó, sin sospechar nada, y perdió sus derechos. Una última prueba tuvo que ver con la marcha del sol: si el astro se pusiera por el este, sería Atreo el soberano. Zeus cambió el curso solar, favoreciendo así a Atreo.
Atreo fue coronado y Tiestes desterrado; después de cierto tiempo, Atreo descubrió la infidelidad de su esposa con Tiestes, arrojó a su esposa al mar y, fingiendo perdonar a su hermano Tiestes, lo invitó a un banquete. Allí, como ya había ocurrido con su abuelo Tántalo, fueron despedazados y guisados los propios hijos de Tiestes. Al final de la comida, Tiestes descubrió con horror las cabezas de sus hijos. Vomitando, maldijo para siempre a los descendientes de Atreo.
LOS HIJOS DE ATREO: AGAMENÓN Y MENELAO.-
Asesinado Atreo, sus dos hijos huyeron a Esparta. Allí conocieron a sus mujeres, las causantes de las desgracias posteriores. Menelao desposó a Helena, que escapó más adelante con el príncipe troyano Paris. La alianza de jefes guerreros griegos para rescatarla dio origen a la guerra de Troya que cuenta la Ilíada.
Agamenón, por su parte, se casó con una hermana de Helena: Clitemnestra, de la que tuvo un hijo varón: Orestes y varias hembras: Electra, Ifigenia, Crisotemis... Agamenón tuvo que abandonar a su esposa, durante los diez años que duró la guerra de Troya. La expedición no podía llevarse a cabo porque una calma total impedía la navegación; el único remedio, según los adivinos, era que Agamenón sacrificase a su hija Ifigenia; este sacrificio le grangeó el odio eterno de Clitemnestra.
A la vuelta de la guerra, le esperaba un destino funesto: su mujer le aguardaba con un amante: Egisto. Irritada por el sacrificio de su hija, por la concubina que su esposo traía de Troya, Casandra, y por la muerte de su primer esposo, asesinado por Agamenón, lo recibió fingiendo alegría, y una vez dentro del palacio, lo asesinó en el baño.
LA VENGANZA DE ORESTES.-
Tras la muerte de Agamenón, Electra envió a su hermano Orestes fuera de la ciudad, temiendo que el amante de su madre quisiera acabar también con la vida de un posible heredero.
Electra vivía en una pobreza deshonrosa, deseando siempre que regresara Orestes. Cuando el niño fue mayor, visitó el oráculo de Delfos. Allí se le informó de que era necesario que vengase a su padre Agamenón. Se encaminó a su patria y ofrendó un mechón de su cabello en la tumba de su padre. Electra encontró el mechón y, llena de alegría, supuso que su hermano se encontraba allí. Se reconocieron y juntos planearon la venganza.
Clitemnestra estaba inquieta; había soñado que daba a luz una serpiente y sospechaba algo malo. En efecto, su propio hijo, Orestes, sin hacer caso de su súplicas, la mató y también a su amante Egisto. Orestes se había vengado, pero también había cometido el horrible crimen del matricidio. Las Erinias, espíritus vengadores, con cabellos de serpientes, cabezas de perro y alas de murciélago, lo persiguieron por toda Grecia hasta hacerle enloquecer.
EL JUICIO DE ORESTES.-
Sólo un dios o un tribunal humano, con la suficiente categoría, podría deshacer esta maldición. De hecho, según la tradición, este mito del juicio de Orestes sirve para dar validez a la nueva institución del tribunal del Areópago.
Orestes fue acusado en Atenas. Apolo lo defendió, alegando que la madre es sólo un accidente biológico y que es mucho más importante un vínculo paterno. Orestes se salvó por el voto de Atenea, a su favor, puesto que todos los demás votos se dividieron en partes iguales.
Es así como, por fin, termina la larga maldición de la familia de los Atridas.
A cada episodio podríamos darle una significación histórica, etiológica o filosófica.
http://www.iesfelixburgos.es/articulos/atridas.htm
El mito de los Atridas, el retorno y la muerte de Agamenón a manos
de Clitemnestra y Egisto, el dolor y la soledad de Electra y la venganza
de Orestes desde sus primeras manifestaciones literarias
http://interclassica.um.es/var/plain/storage/original/application/0483a793ab0e2f184bfd112c38ecae56.pdf
La maldición de los Atridas
Creo ser muy afortunada – Kylie Minogue
En mi imaginación
No hay complicación
Sueño con usted a toda hora
En mi mente una celebración
La más dulce sensación
El pensamiento de que usted podía ser mío
En mi imaginación
No hay vacilación
Caminamos juntos de común acuerdo
Estoy soñando
Usted cayó enamorado de mí
estoy en pareja con usted
Pero estamos soñando todos
Si solamente fuera verdad …
Debo ser tan afortunado
Afortunado afortunado afortunado
Debo ser tan afortunado en el amor
Debo ser tan afortunado
Afortunado afortunado afortunado
Debo ser tan afortunado en el amor
Es una situación loca
Usted me hace siempre esperar
Porque sus actos me harían creer
Y seguiría siempre ilusionada
Para darle todo mi amor
Si un día usted me notara…
Mi corazón está cerca de romperse
Y no puede seguir falsificando
La fantasía que usted será mío
Estoy soñando
Que usted está enamorado de mí
que estoy en pareja con usted
Pero estamos soñando todos
Si solamente fuera verdad …
Debo ser tan afortunado
(tan afortunado, tan afortunado)
Debo ser tan afortunado
Debo ser tan afortunado
(tan afortunado, tan afortunado)
Debo ser tan afortunado
En mi imaginación
No hay complicación
Sueño con usted a toda hora
En mi mente una celebración
La más dulce sensación
El pensamiento de que usted podía ser mío
En mi imaginación
No hay vacilación
Caminamos juntos de común acuerdo
Estoy soñando
Usted cayó enamorado de mí
estoy en pareja con usted
Pero estamos soñando todos
Si solamente fuera verdad …
Debo ser tan afortunado
Afortunado afortunado afortunado
Debo ser tan afortunado en el amor
Debo ser tan afortunado
Afortunado afortunado afortunado
Debo ser tan afortunado en el amor
Es una situación loca
Usted me hace siempre esperar
Porque sus actos me harían creer
Y seguiría siempre ilusionada
Para darle todo mi amor
Si un día usted me notara…
Mi corazón está cerca de romperse
Y no puede seguir falsificando
La fantasía que usted será mío
Estoy soñando
Que usted está enamorado de mí
que estoy en pareja con usted
Pero estamos soñando todos
Si solamente fuera verdad …
Debo ser tan afortunado
(tan afortunado, tan afortunado)
Debo ser tan afortunado
Debo ser tan afortunado
(tan afortunado, tan afortunado)
Debo ser tan afortunado
Oye - Alfonsina Storni
Yo seré a tu lado,
silencio, silencio,
perfume, perfume,
no sabré pensar,
no tendré palabras,
no tendré deseos,
sólo sabré amar.
Cuando el agua caiga monótona y triste
buscaré tu pecho para acurrucar
este peso enorme que llevo en el alma
y no sé explicar.
Te pediré entonces tu lástima, amado,
para que mis ojos se den a llorar silenciosamente,
como el agua cae sobre la ciudad.
Y una noche triste, cuando no me quieras,
secaré los ojos y me iré a bogar
por los mares negros que tiene la muerte,
para nunca más.
Yo seré a tu lado,
silencio, silencio,
perfume, perfume,
no sabré pensar,
no tendré palabras,
no tendré deseos,
sólo sabré amar.
Cuando el agua caiga monótona y triste
buscaré tu pecho para acurrucar
este peso enorme que llevo en el alma
y no sé explicar.
Te pediré entonces tu lástima, amado,
para que mis ojos se den a llorar silenciosamente,
como el agua cae sobre la ciudad.
Y una noche triste, cuando no me quieras,
secaré los ojos y me iré a bogar
por los mares negros que tiene la muerte,
para nunca más.
Shostakovich: Sinfonía No. 5
Fue durante el período romántico cuando el artista comenzó a expresar el drama humano en el marco que le permitía el ámbito de la música pura. "Esta música romántica no es pura más que en apariencia, pues los acentos que pone en sus sinfonías para describir los combates del hombre son como la quintaesencia del verbo humano" escribe Antoine Golea ("Estética de la Música Contemporánea", Presse Universitaire, 1954). Sin embargo, ello equivalía -a pesar de tantas obras geniales- a terminar en un callejón sin salida, el que han tratado de evitar todos los grandes músicos del siglo veinte. No obstante, ese siglo contó con un músico -el único tal vez- que intentó y logró expresar el drama humano contemporáneo y más agudo por medio de la Sinfonía: Dmitri Shostakóvich. Tal la afirmación del musicólogo Golea, quien en su estudio estético sobre la música y los músicos del siglo XX, coloca a las sinfonías del maestro soviético en un lugar de suma relevancia dentro del campo de la creación musical del siglo pasado. Mas, juzgando la magnitud de su obra sinfónica, le atribuye un aliento, un estilo y un impulso categóricamente beethovenianos.
Es evidente que este elogio implica un peligro. Parecerse a Beethoven, recordar a Beethoven, como forma, como escritura, como estilo, cien años después de su muerte -reflexiona nuestro crítico- podría designar simplemente a un hábil epígono y excluir a un músico como Shostakóvich de la evolución viviente de la música. Todo lo contrario, al escuchar esas sinfonías, es imposible evitar, dejarse arrastrar por su ímpetu, su inspiración, su potencia y su lirismo, y no sentirse sacudido por la autenticidad de su lenguaje. Para Shostakóvich, educado primero en la tradición puramente rusa de Rimsky-Korsakov y de Glazunov, Beethoven no es -como para los compositores de occidente- el maestro que se sitúa en la aurora del romanticismo musical y se confunde en parte con él. Para el músico crecido en la tormenta revolucionaria de 1917 y entre los infortunios de la guerra y la invasión, Beethoven es un hombre que también vivió en una extraordinaria etapa de la historia humana que tradujo en su música (después de transportarlas, es cierto, a un plano completamente individual y de confundirlas con los tormentos de su propio corazón). Esto último a excepción del final de su "Novena" que, bajo la máscara de la palabra alegría canta, como sabemos, la libertad de todos los hombres. Esa excepción se convertiría en regla en Shostakóvich. Su romanticismo, sus impulsos, sus cóleras y sus entusiasmos serán de esencia colectiva. Y en esos frescos inmensos que son sus sinfonías, hará resonar los gritos de dolor y los cantos de esperanza de todo un pueblo y, más allá de ese pueblo, de toda la humanidad.
En el ensayo titulado "Un nuevo humanismo", Golea vuelve a referirse al maestro diciendo que aquella situación particular explica que su lenguaje muy tradicional y tonal en conjunto no se parezca al de aquellos que lo utilizan por pereza, por comodidad, por rutina. Además, la forma sinfónica es evidentemente tal que sus articulaciones, oposiciones y desarrollos no han podido desenvolverse más que dentro del sistema tonal. Desde el momento en que la sinfonía es todavía en Shostakóvich un fenómeno pletórico de energía vital, el lenguaje natural, el lenguaje normal de esa forma de composición, aparecerá fatalmente también deslumbrante de juventud y vitalidad. Por eso la obra de Shostakóvich contiene las preocupaciones más legítimas del humanismo musical, lo que ciertamente no ocurriría si hubiese nacido muerta como obra de pura imitación.
Sinfonía Nº. 5 en Re menor Op. 47
La Quinta Sinfonía de Dmitri Shostakóvich es una de las obras sinfónicas contemporáneas más difundidas y admiradas. Y es también una de sus composiciones más respetadas y reconocidas en todo el mundo. Sus valores fueron inmediatamente reconocidos tanto por el público y la crítica de su país como los de todo el orbe, considerándosela sin reservas como la creación de un músico cabal por el manejo de los recursos de la forma. En rigor de verdad, desde que Shostakóvich diera a conocer en 1926 su Primera Sinfonía, los círculos musicales y las personalidades más prominentes del gobierno soviético no vacilaron en ubicarlo entre los elegidos, singularmente dotados, del arte musical. Políticamente identificado con el régimen, Shostakóvich debió no obstante soportar las correcciones ideológicas que el sistema le imponía. A pesar de ello, sobresalía por sobre encuadramientos y triunfaba por sobre los dictados oficiales en materia de arte. En 1936, Shostakóvich fue seriamente reconvenido por su indomable conducta creadora y la prensa de su país comenzó a hostigarlo al igual que sus colegas compositores.
Ante la adversidad, su actitud fue netamente filosófica. En este sentido (recuerda Seroff, su biógrafo), Shostakóvich se parecía a su madre a quien adoró y quien tuvo que soportar muchas pruebas y dificultades a lo largo de su vida. Él, como ella, fueron capaces de ser estoicos cuando las circunstancias se hacían más opuestas. Seroff dice así: "No en vano Dmitri era hijo de Sonia. Ante las críticas negativas que soportó, silenció sus sentimientos, volvió a ocuparse de sus tareas de profesor en el Conservatorio y tranquilamente inició la composición de la Quinta Sinfonía. Ese año (1936), su cielo se iluminó porque tuvo un motivo de felicidad: la primavera trajo a su hogar a una niña (Gayla) con la que se sintió orgulloso".
Entretanto, y obrando con mansa resignación, el compositor retiró la Cuarta Sinfonía que venía ensayándose (y que era una obra extensa, sombría e introspectiva) para evitar más polémica sobre su concepción estética con los responsables del área cultural del régimen. A esta altura de su vida, el músico había comprendido que el mejor remedio para enfrentar los reveses de la vida era continuar trabajando y aguardar nuevos y favorables tiempos. Por otra parte, a los treinta años, una contrariedad como aquella fue probablemente lo que mejor pudo haberle ocurrido a su carrera, ya que le dio la oportunidad de revalorizar sus impulsos creadores así como de afianzarse en su verdadera personalidad. Nada induce a suponer, a través de su Quinta Sinfonía, un cambio, un replanteo estético por parte de Shostakóvich. Por lo contrario, la obra revela una expansión de su personalidad, una nueva exploración de sus emociones y un más serio desarrollo de sus ideas fundamentales. Las advertencias oficiales nada habían podido hacer con él.
Estructurada según el común esquema de los cuatro movimientos de la sinfonía tradicional, la Quinta concuerda en muchos aspectos con el plan trazado ya en su Primera Sinfonía aunque aquella revela una mayor amplitud perceptiva, una mayor fuerza de concentración y un aumento considerable de la destreza en el manejo de todos los recursos orquestales y del color instrumental.
Luego de su primera ejecución, que se llevó a cabo el 21 de noviembre de 1937 por la Orquesta de la Sociedad Filarmónica de Leningrado, bajo la dirección de Eugenio Mravinsky, en celebración del vigésimo aniversario del Estado Soviético, público y crítica la aclamaron sin reservas (a pesar del anatema que pesaba sobre el creador y a pesar también que Shostakóvich continuaba manejando su lenguaje con idéntica profundidad y estilo). Los órganos oficiales de difusión exaltaron "las grandiosas perspectivas de la tensa y trágica Quinta Sinfonía, con su inocultable búsqueda filosófica". Entretanto, la prensa occidental especializada dedicó grandes elogios a la obra y al compositor, calificando a este último como a un espíritu universal "destinado a decir cosas nuevas en música".
Desde entonces se ha convertido en el hecho artístico principal en la vida musical del país, el logro más importante de la literatura sinfónica soviética.
En esta obra, Shostakóvich utilizó el perenne tema de la aserción del hombre en el difícil y empecinado combate con fuerzas hostiles, el sublime tema de la lucha por altos ideales, por la optimista y activa percepción de la vida en su contradicción y complejidad.
La intención de la Sinfonía se desarrolla en la combinación de dos conceptos: el de la narración filosófica y la narración clara, gráfica de las grandes escenas de la vida.
http://www.refinandonuestrossentidos.com/dmitri-dm%C3%ADtrievich-shostak%C3%B3vich/
Fue durante el período romántico cuando el artista comenzó a expresar el drama humano en el marco que le permitía el ámbito de la música pura. "Esta música romántica no es pura más que en apariencia, pues los acentos que pone en sus sinfonías para describir los combates del hombre son como la quintaesencia del verbo humano" escribe Antoine Golea ("Estética de la Música Contemporánea", Presse Universitaire, 1954). Sin embargo, ello equivalía -a pesar de tantas obras geniales- a terminar en un callejón sin salida, el que han tratado de evitar todos los grandes músicos del siglo veinte. No obstante, ese siglo contó con un músico -el único tal vez- que intentó y logró expresar el drama humano contemporáneo y más agudo por medio de la Sinfonía: Dmitri Shostakóvich. Tal la afirmación del musicólogo Golea, quien en su estudio estético sobre la música y los músicos del siglo XX, coloca a las sinfonías del maestro soviético en un lugar de suma relevancia dentro del campo de la creación musical del siglo pasado. Mas, juzgando la magnitud de su obra sinfónica, le atribuye un aliento, un estilo y un impulso categóricamente beethovenianos.
Es evidente que este elogio implica un peligro. Parecerse a Beethoven, recordar a Beethoven, como forma, como escritura, como estilo, cien años después de su muerte -reflexiona nuestro crítico- podría designar simplemente a un hábil epígono y excluir a un músico como Shostakóvich de la evolución viviente de la música. Todo lo contrario, al escuchar esas sinfonías, es imposible evitar, dejarse arrastrar por su ímpetu, su inspiración, su potencia y su lirismo, y no sentirse sacudido por la autenticidad de su lenguaje. Para Shostakóvich, educado primero en la tradición puramente rusa de Rimsky-Korsakov y de Glazunov, Beethoven no es -como para los compositores de occidente- el maestro que se sitúa en la aurora del romanticismo musical y se confunde en parte con él. Para el músico crecido en la tormenta revolucionaria de 1917 y entre los infortunios de la guerra y la invasión, Beethoven es un hombre que también vivió en una extraordinaria etapa de la historia humana que tradujo en su música (después de transportarlas, es cierto, a un plano completamente individual y de confundirlas con los tormentos de su propio corazón). Esto último a excepción del final de su "Novena" que, bajo la máscara de la palabra alegría canta, como sabemos, la libertad de todos los hombres. Esa excepción se convertiría en regla en Shostakóvich. Su romanticismo, sus impulsos, sus cóleras y sus entusiasmos serán de esencia colectiva. Y en esos frescos inmensos que son sus sinfonías, hará resonar los gritos de dolor y los cantos de esperanza de todo un pueblo y, más allá de ese pueblo, de toda la humanidad.
En el ensayo titulado "Un nuevo humanismo", Golea vuelve a referirse al maestro diciendo que aquella situación particular explica que su lenguaje muy tradicional y tonal en conjunto no se parezca al de aquellos que lo utilizan por pereza, por comodidad, por rutina. Además, la forma sinfónica es evidentemente tal que sus articulaciones, oposiciones y desarrollos no han podido desenvolverse más que dentro del sistema tonal. Desde el momento en que la sinfonía es todavía en Shostakóvich un fenómeno pletórico de energía vital, el lenguaje natural, el lenguaje normal de esa forma de composición, aparecerá fatalmente también deslumbrante de juventud y vitalidad. Por eso la obra de Shostakóvich contiene las preocupaciones más legítimas del humanismo musical, lo que ciertamente no ocurriría si hubiese nacido muerta como obra de pura imitación.
Sinfonía Nº. 5 en Re menor Op. 47
La Quinta Sinfonía de Dmitri Shostakóvich es una de las obras sinfónicas contemporáneas más difundidas y admiradas. Y es también una de sus composiciones más respetadas y reconocidas en todo el mundo. Sus valores fueron inmediatamente reconocidos tanto por el público y la crítica de su país como los de todo el orbe, considerándosela sin reservas como la creación de un músico cabal por el manejo de los recursos de la forma. En rigor de verdad, desde que Shostakóvich diera a conocer en 1926 su Primera Sinfonía, los círculos musicales y las personalidades más prominentes del gobierno soviético no vacilaron en ubicarlo entre los elegidos, singularmente dotados, del arte musical. Políticamente identificado con el régimen, Shostakóvich debió no obstante soportar las correcciones ideológicas que el sistema le imponía. A pesar de ello, sobresalía por sobre encuadramientos y triunfaba por sobre los dictados oficiales en materia de arte. En 1936, Shostakóvich fue seriamente reconvenido por su indomable conducta creadora y la prensa de su país comenzó a hostigarlo al igual que sus colegas compositores.
Ante la adversidad, su actitud fue netamente filosófica. En este sentido (recuerda Seroff, su biógrafo), Shostakóvich se parecía a su madre a quien adoró y quien tuvo que soportar muchas pruebas y dificultades a lo largo de su vida. Él, como ella, fueron capaces de ser estoicos cuando las circunstancias se hacían más opuestas. Seroff dice así: "No en vano Dmitri era hijo de Sonia. Ante las críticas negativas que soportó, silenció sus sentimientos, volvió a ocuparse de sus tareas de profesor en el Conservatorio y tranquilamente inició la composición de la Quinta Sinfonía. Ese año (1936), su cielo se iluminó porque tuvo un motivo de felicidad: la primavera trajo a su hogar a una niña (Gayla) con la que se sintió orgulloso".
Entretanto, y obrando con mansa resignación, el compositor retiró la Cuarta Sinfonía que venía ensayándose (y que era una obra extensa, sombría e introspectiva) para evitar más polémica sobre su concepción estética con los responsables del área cultural del régimen. A esta altura de su vida, el músico había comprendido que el mejor remedio para enfrentar los reveses de la vida era continuar trabajando y aguardar nuevos y favorables tiempos. Por otra parte, a los treinta años, una contrariedad como aquella fue probablemente lo que mejor pudo haberle ocurrido a su carrera, ya que le dio la oportunidad de revalorizar sus impulsos creadores así como de afianzarse en su verdadera personalidad. Nada induce a suponer, a través de su Quinta Sinfonía, un cambio, un replanteo estético por parte de Shostakóvich. Por lo contrario, la obra revela una expansión de su personalidad, una nueva exploración de sus emociones y un más serio desarrollo de sus ideas fundamentales. Las advertencias oficiales nada habían podido hacer con él.
Estructurada según el común esquema de los cuatro movimientos de la sinfonía tradicional, la Quinta concuerda en muchos aspectos con el plan trazado ya en su Primera Sinfonía aunque aquella revela una mayor amplitud perceptiva, una mayor fuerza de concentración y un aumento considerable de la destreza en el manejo de todos los recursos orquestales y del color instrumental.
Luego de su primera ejecución, que se llevó a cabo el 21 de noviembre de 1937 por la Orquesta de la Sociedad Filarmónica de Leningrado, bajo la dirección de Eugenio Mravinsky, en celebración del vigésimo aniversario del Estado Soviético, público y crítica la aclamaron sin reservas (a pesar del anatema que pesaba sobre el creador y a pesar también que Shostakóvich continuaba manejando su lenguaje con idéntica profundidad y estilo). Los órganos oficiales de difusión exaltaron "las grandiosas perspectivas de la tensa y trágica Quinta Sinfonía, con su inocultable búsqueda filosófica". Entretanto, la prensa occidental especializada dedicó grandes elogios a la obra y al compositor, calificando a este último como a un espíritu universal "destinado a decir cosas nuevas en música".
Desde entonces se ha convertido en el hecho artístico principal en la vida musical del país, el logro más importante de la literatura sinfónica soviética.
En esta obra, Shostakóvich utilizó el perenne tema de la aserción del hombre en el difícil y empecinado combate con fuerzas hostiles, el sublime tema de la lucha por altos ideales, por la optimista y activa percepción de la vida en su contradicción y complejidad.
La intención de la Sinfonía se desarrolla en la combinación de dos conceptos: el de la narración filosófica y la narración clara, gráfica de las grandes escenas de la vida.
http://www.refinandonuestrossentidos.com/dmitri-dm%C3%ADtrievich-shostak%C3%B3vich/
Chopin Piano Concerto No. 1 Op.11 Evgeny Kissin
El piano
alcanzó en el siglo XIX su máxima popularidad. Había dejado completamente de
lado al clavicémbalo y se adecuó perfectamente a la expresión individual del
sentimiento, característica del Romanticismo. Los fabricantes perfeccionaban el
instrumento mejorando su variedad de matices, la pureza y riqueza del timbre y
las posibilidades sonoras.
Ante la posibilidad de que Chopin fuera un autodidacto del piano, Alfred Cortot afirmó que «nunca recibió lecciones de piano» y varios estudios sobre el músico enfatizan lo mismo: «un pianista sin maestros de piano». Lo cierto es que Chopin sí recibió lecciones de piano pero de músicos que no eran pianistas profesionales: Żywny era violinista y Elsner era compositor. Ambos le dieron las herramientas básicas y supervisaron sus primeros pasos, pero no encaminaron al joven hacia un método, escuela o estilo particular. Probablemente recibió lecciones irregulares de Wilhelm Würfel; si eso fuera cierto, éstas habrían sido las únicas clases de parte de un verdadero pianista. En todo caso, el adolescente Chopin era consciente de su personal estilo y de la necesidad de proseguir solo en la búsqueda de una técnica y un sonido propios, sin seguir ni imitar a nadie en particular. Rechazó asistir a las clases de piano cuando ingresó en el Conservatorio de Varsovia en 1826 y, después, al llegar a París en 1831, rechazó cortésmente una invitación para recibir clases de piano por Kalkbrenner, uno de los pianistas más notables y técnicos de su tiempo.
Fue tan importante para Chopin que necesitaba del instrumento para componer. Los primeros testimonios acerca del estilo de tocar de Chopin provienen de su primera gira, en Viena, donde se admiró «la extraordinaria delicadeza de su pulsación, una indescriptible perfección técnica, su completa gama de matices, fiel reflejo todo ello del más profundo sentimiento» (en el Allgemeine Musikalische Zeitung, 1829). Sin embargo, también se le criticó su poco volumen.[6] Uno de los testimonios más destacados lo ofreció Robert Schumann en 1837, cuando escribió:
Imagínense que un arpa eólica tuviera todas las escalas y la mano de un artista las pulsara desordenadamente con toda clase de adornos fantásticos, de tal modo que siempre se oyera una fundamental más grave y una voz más aguda de forma suave y mantenida –así tendrán una imagen aproximada de su modo de tocar–.
Por estos y otros comentarios, se sabe que la sonoridad de Chopin al piano era delicada; no impresionaba la fuerza ni el sonido, sino los matices y los contrastes. La falta de fuerza no se debió necesariamente a la enfermedad como a veces se ha dicho; era parte de su propio estilo interpretativo. Por esa razón, el sonido de Chopin se avino muy bien a las veladas o soirées de la aristocracia; el músico prefirió presentarse en esos pequeños salones, con un breve y selecto auditorio, en donde era posible una singular comunión. Chopin no fue un concertista de piano (como Thalberg o Liszt), sino que fue un pianista-intérprete de sus propias obras, y llegó a tener una posición envidiable como tal. Tampoco era un ejecutante arrollador y teatral. Otra razón por la que quizás evitó los grandes auditorios fue su extraordinario nerviosismo para enfrentarlos. Liszt transcribió una confesión de su colega en su Autobiografía: «No tengo temple para dar conciertos: El público me intimida, me siento asfixiado, paralizado por sus miradas curiosas, mudo ante estas fisonomías desconocidas». También en una carta a su amigo Titus W. dice Chopin: «No sabes qué martirio son para mí los tres días anteriores al concierto».
Una de las características particulares de su toque y de sus obras fue el rubato (probablemente Schumann se refería a él cuando decía «desordenadamente [...]»). El mismo Chopin escribió sobre él:
La mano derecha puede desviarse del compás, pero la mano acompañante ha de tocar con apego a él. Imaginemos un árbol con sus ramas agitadas por el viento: el tronco es el compás inflexible, las hojas que se mueven son las inflexiones melódicas.
En las partituras de Chopin, el rubato está presente sobre todo en las partes en que se presentan valores irregulares o grupos de notas pequeñas (adornos). Según Chopin, éstos no deben tocarse exactamente, sino con estilo y buen gusto. Quizás por ello, ésta y otras características de su música han llevado a varias interpretaciones afectadas, e incluso a partituras «editadas» por músicos que sin ningún respeto ni juicio crítico han realizado cambios en varios pasajes. Según testimonios de Moscheles y Müller, Chopin rechazó la exageración y el amaneramiento respecto al rubato y a otros aspectos interpretativos. El rigor y la sencillez fueron las constantes de su modo de tocar.
Partiendo de Johann Nepomuk Hummel y John Field, Chopin descubrió el verdadero potencial del piano para construir un mundo poético de melodía y color. Sus obras son de una naturaleza profundamente pianística: comprendió la capacidad del cantabile del instrumento, muy distinta del canto o del violín, como entonces se pretendía, «inventó» una nueva manera de tocar (dinámica, digitación) y exploró sus recursos tímbricos mediante la armonía, la extensión, la resonancia y el pedal. A medida que profundizó en ella, se aproximó a una sensibilidad más alucinada del sonido. Por ello, su trascendencia e influencia en la música para piano fue inmensa, hizo posible las investigaciones posteriores de Fauré, Debussy y Skriabin, o incluso las de Messiaen o Lutosławski, como ellos han reconocido.
La carrera de Chopin (desde 1831 en París hasta 1849) se desarrolla durante el Romanticismo, en su segundo periodo conocido como «Romanticismo pleno». Además de él, en Europa brillaban en aquellos años compositores como Berlioz, Paganini, Schumann, Mendelssohn, Meyerbeer y destacaban las primeras óperas de Verdi y Wagner.
Muchos rasgos de la vida de Chopin son símbolos del Romanticismo: su aire de misterio, su doloroso exilio, su inspiración atormentada, su refinamiento, incluso su temprana muerte por la tisis son temas románticos típicos. Sin embargo, es preciso notar que las biografías novelescas (también algunas películas) y las interpretaciones exageradas han terminado por falsificar la imagen del músico y su genio. De Candé ha dicho que «el mito con que se ha hecho víctima a su genio es el más tenaz y más nefasto de la historia de la música».
Otro aspecto romántico en Chopin es el hecho de que su sentimiento lírico termine por quebrantar siempre la realidad patente. «Rosas, claveles, plumas de escribir y un poco de lacre [...] y en ese instante ya no estoy en mí, sino, como siempre, en un espacio totalmente distinto y asombroso [...] aquellos espaces imaginaires». Su preferencia por las formas breves, sobre todo por la pieza de carácter (el nocturno, la balada) es típicamente romántica. También el recoger géneros clásicos o históricos para tratarlos en forma no convencional (la sonata, el concierto y el preludio). Y sobre todo, su marcado nacionalismo musical, manifestado en la adopción y estilización de formas procedentes de la música folclórica de Polonia como la polonesa y la mazurca, reivindicando el sentimiento patriótico, precisamente en tiempos de opresión rusa.
Indiscutiblemente un romántico, hay otras características en él que colocan a Chopin en una posición singular. Por ejemplo, su preferencia por la aristocracia y la monarquía. Poseedor de una gran cultura literaria, sus formas son sin embargo abstractas y libres de referencias de esa índole, a diferencia de Robert Schumann o Liszt, por ejemplo (Kreisleriana o Años de Peregrinaje). Los títulos que se les han aplicado («Revolucionario», «La gota de agua») no le pertenecen. Chopin evitaba que se buscasen referencias extramusicales en sus obras —en este sentido puede comparársele a Brahms—, de hecho, todas sus obras llevan títulos genéricos (sonata, concierto, polonesa, preludio...). Su música es pura, como la de Mozart. Por ello, no sorprende que su enfado fuera mayúsculo al ver publicados por Wessel (editor inglés) sus Nocturnos Op. 9 como «Los murmullos del Sena», los Nocturnos Op. 15 como «Los zafiros» o el Scherzo Op. 20 como «El banquete infernal». Esta situación se mantuvo, sobre todo en Inglaterra, hasta bien entrado el siglo XX.
También es conocida su indiferencia por la música de sus contemporáneos (incluso por Beethoven y Schubert). Manifestó en cambio su admiración y constante inspiración en Bach y Mozart, y también la escuela clavecínistica francesa (Chopin es, según Wanda Landowska, «un Couperin teñido de Romanticismo»).
En cambio, Chopin siempre mostró un gran interés por la ópera de su tiempo, sobre todo por el bel canto italiano (Rossini y su amigo Bellini). Aunque su maestro Józef Ksawery Elsner vio en él al creador de la ópera polaca y lo estimulara en tal propósito, no compuso nada relacionado con ella. Sin embargo, el melodismo italiano para él fue una importante fuente que le permitió «descubrir los secretos de la melodía verdaderamente cantable, y realzada por la técnica del bel canto». Chopin empleó frecuentemente la textura tradicional de la melodía acompañada, como Mozart. Otra importante fuente de su melodismo fue el folclore de su patria. Sus melodías son animadas, emotivas y de una perfecta elegancia, conocía admirablemente los secretos de la constitución melódica.
Chopin jugó un rol muy importante en el desarrollo de la armonía en el siglo XIX. Poseía un genio extraordinario e innovador para ella, que se revela en su riqueza, su ritmo armónico, sus modulaciones y sus sutiles cromatismos, anticipándose en medio siglo a sus contemporáneos. Por ello encontró cierta oposición entre los músicos más conservadores. Sigismund Thalberg dijo una vez: «Lo peor de Chopin es que a veces uno no sabe cuándo su música está bien o está mal».
A veces se ha considerado a Chopin un músico «plano», que mantuvo un único estilo desde la madurez artística que alcanzó por el tiempo en que salió de Varsovia (1830), sin etapas marcadas o una línea evolutiva como sucede en otros compositores. Sin embargo, se distingue en él un último periodo creativo o «estilo tardío», en el que el dramatismo y los efectos violentos ceden su paso a la gran concentración, la moderación del gesto y un lirismo más profundo. A él pertenecen el Scherzo n.º 4, la Sonata n.º 4, la Balada n.º 4, la Barcarola, la Polonesa-fantasía, los Nocturnos Op. 55 y 62 y la Sonata para violonchelo. Estas obras revelan la búsqueda de nuevos moldes formales, armónicos y sonoros. Lo que hubieran sido sus posteriores composiciones es sólo conjetura.
Las únicas obras de Chopin que incluyen una orquesta son de carácter concertante: piano y orquesta. Significativamente, estas seis composiciones pertenecen prácticamente al periodo inicial de su carrera en Varsovia, cuando estudiaba con Elsner entre 1827 y 1831, el año en que llegó a París. La primera fue Variaciones sobre un tema de Don Giovanni Op. 2, que recibió el célebre elogio de Schumann. Hay tres obras inspiradas en el folclore polaco y finalmente dos conciertos para piano: el Concierto para piano y orquesta n.º 2 Op. 21 en fa menor (1829-30) y el Concierto para piano y orquesta n.º 1 Op. 11 en mi menor (1830).
Ambos son obras clásicas del repertorio internacional. Destaca en ellos la originalidad de su forma, que rechaza el sonatismo convencional, reemplazándolo por la idea de la segmentación. También la brillantez y expresividad de la parte pianística y la gracia y suprema elegancia, basada en la aristocracia natural del gesto, que toma distancia de la fogosidad romántica y que más bien recupera una nueva dimensión del Clasicismo. Los movimientos lentos recuerdan los futuros nocturnos. El Larghetto del Op. 21 lo compuso inspirado en su amor adolescente por Konstancja Gladkowska; sobre el Romance del Op. 11, Chopin escribió a Tytus W.: «Es como soñar despierto en una hermosa noche de primavera a la luz de la luna [...] De ahí también el acompañamiento con sordina». Los movimientos finales tienen un carácter danzable: uno de los temas del Allegro vivace del Op. 21 es una mazurca, y el Vivace del Op. 11 ha sido considerado una polca o un krakowiak. Schumann vio una continuidad beethoveniana en estos conciertos que ha sido luego refutada: «Así como Hummel difundió el estilo de Mozart, Chopin llevó el espíritu beethoveniano a la sala de conciertos».
Varios han criticado la «mala» orquestación de estas composiciones, entre ellos Berlioz. Hoy se considera que el modelo de estos conciertos no es el beethoveniano ni el de Mozart, sino las obras de Johann Nepomuk Hummel, Friedrich Kalkbrenner, Ferdinand Hiller o Sigismund Thalberg. En las obras concertantes de estos compositores contemporáneos, el piano tenía un papel absolutamente dominante y protagonista, mientras que la orquesta pasaba a un segundo plano, limitándose a hacer la exposición inicial del material musical y a subrayar ciertos momentos expresivos del solista. Por ello, la debilidad de la orquestación era un propósito y no resultado de una incapacidad. Se han realizado otras orquestaciones de estos conciertos: por Tausig, Burgmeister, Messager y Klindworth, pero es significativo que las versiones más interpretadas sean las originales, pues se considera que las nuevas versiones no han mejorado mucho la obra inicial.
Ante la posibilidad de que Chopin fuera un autodidacto del piano, Alfred Cortot afirmó que «nunca recibió lecciones de piano» y varios estudios sobre el músico enfatizan lo mismo: «un pianista sin maestros de piano». Lo cierto es que Chopin sí recibió lecciones de piano pero de músicos que no eran pianistas profesionales: Żywny era violinista y Elsner era compositor. Ambos le dieron las herramientas básicas y supervisaron sus primeros pasos, pero no encaminaron al joven hacia un método, escuela o estilo particular. Probablemente recibió lecciones irregulares de Wilhelm Würfel; si eso fuera cierto, éstas habrían sido las únicas clases de parte de un verdadero pianista. En todo caso, el adolescente Chopin era consciente de su personal estilo y de la necesidad de proseguir solo en la búsqueda de una técnica y un sonido propios, sin seguir ni imitar a nadie en particular. Rechazó asistir a las clases de piano cuando ingresó en el Conservatorio de Varsovia en 1826 y, después, al llegar a París en 1831, rechazó cortésmente una invitación para recibir clases de piano por Kalkbrenner, uno de los pianistas más notables y técnicos de su tiempo.
Fue tan importante para Chopin que necesitaba del instrumento para componer. Los primeros testimonios acerca del estilo de tocar de Chopin provienen de su primera gira, en Viena, donde se admiró «la extraordinaria delicadeza de su pulsación, una indescriptible perfección técnica, su completa gama de matices, fiel reflejo todo ello del más profundo sentimiento» (en el Allgemeine Musikalische Zeitung, 1829). Sin embargo, también se le criticó su poco volumen.[6] Uno de los testimonios más destacados lo ofreció Robert Schumann en 1837, cuando escribió:
Imagínense que un arpa eólica tuviera todas las escalas y la mano de un artista las pulsara desordenadamente con toda clase de adornos fantásticos, de tal modo que siempre se oyera una fundamental más grave y una voz más aguda de forma suave y mantenida –así tendrán una imagen aproximada de su modo de tocar–.
Por estos y otros comentarios, se sabe que la sonoridad de Chopin al piano era delicada; no impresionaba la fuerza ni el sonido, sino los matices y los contrastes. La falta de fuerza no se debió necesariamente a la enfermedad como a veces se ha dicho; era parte de su propio estilo interpretativo. Por esa razón, el sonido de Chopin se avino muy bien a las veladas o soirées de la aristocracia; el músico prefirió presentarse en esos pequeños salones, con un breve y selecto auditorio, en donde era posible una singular comunión. Chopin no fue un concertista de piano (como Thalberg o Liszt), sino que fue un pianista-intérprete de sus propias obras, y llegó a tener una posición envidiable como tal. Tampoco era un ejecutante arrollador y teatral. Otra razón por la que quizás evitó los grandes auditorios fue su extraordinario nerviosismo para enfrentarlos. Liszt transcribió una confesión de su colega en su Autobiografía: «No tengo temple para dar conciertos: El público me intimida, me siento asfixiado, paralizado por sus miradas curiosas, mudo ante estas fisonomías desconocidas». También en una carta a su amigo Titus W. dice Chopin: «No sabes qué martirio son para mí los tres días anteriores al concierto».
Una de las características particulares de su toque y de sus obras fue el rubato (probablemente Schumann se refería a él cuando decía «desordenadamente [...]»). El mismo Chopin escribió sobre él:
La mano derecha puede desviarse del compás, pero la mano acompañante ha de tocar con apego a él. Imaginemos un árbol con sus ramas agitadas por el viento: el tronco es el compás inflexible, las hojas que se mueven son las inflexiones melódicas.
En las partituras de Chopin, el rubato está presente sobre todo en las partes en que se presentan valores irregulares o grupos de notas pequeñas (adornos). Según Chopin, éstos no deben tocarse exactamente, sino con estilo y buen gusto. Quizás por ello, ésta y otras características de su música han llevado a varias interpretaciones afectadas, e incluso a partituras «editadas» por músicos que sin ningún respeto ni juicio crítico han realizado cambios en varios pasajes. Según testimonios de Moscheles y Müller, Chopin rechazó la exageración y el amaneramiento respecto al rubato y a otros aspectos interpretativos. El rigor y la sencillez fueron las constantes de su modo de tocar.
Partiendo de Johann Nepomuk Hummel y John Field, Chopin descubrió el verdadero potencial del piano para construir un mundo poético de melodía y color. Sus obras son de una naturaleza profundamente pianística: comprendió la capacidad del cantabile del instrumento, muy distinta del canto o del violín, como entonces se pretendía, «inventó» una nueva manera de tocar (dinámica, digitación) y exploró sus recursos tímbricos mediante la armonía, la extensión, la resonancia y el pedal. A medida que profundizó en ella, se aproximó a una sensibilidad más alucinada del sonido. Por ello, su trascendencia e influencia en la música para piano fue inmensa, hizo posible las investigaciones posteriores de Fauré, Debussy y Skriabin, o incluso las de Messiaen o Lutosławski, como ellos han reconocido.
La carrera de Chopin (desde 1831 en París hasta 1849) se desarrolla durante el Romanticismo, en su segundo periodo conocido como «Romanticismo pleno». Además de él, en Europa brillaban en aquellos años compositores como Berlioz, Paganini, Schumann, Mendelssohn, Meyerbeer y destacaban las primeras óperas de Verdi y Wagner.
Muchos rasgos de la vida de Chopin son símbolos del Romanticismo: su aire de misterio, su doloroso exilio, su inspiración atormentada, su refinamiento, incluso su temprana muerte por la tisis son temas románticos típicos. Sin embargo, es preciso notar que las biografías novelescas (también algunas películas) y las interpretaciones exageradas han terminado por falsificar la imagen del músico y su genio. De Candé ha dicho que «el mito con que se ha hecho víctima a su genio es el más tenaz y más nefasto de la historia de la música».
Otro aspecto romántico en Chopin es el hecho de que su sentimiento lírico termine por quebrantar siempre la realidad patente. «Rosas, claveles, plumas de escribir y un poco de lacre [...] y en ese instante ya no estoy en mí, sino, como siempre, en un espacio totalmente distinto y asombroso [...] aquellos espaces imaginaires». Su preferencia por las formas breves, sobre todo por la pieza de carácter (el nocturno, la balada) es típicamente romántica. También el recoger géneros clásicos o históricos para tratarlos en forma no convencional (la sonata, el concierto y el preludio). Y sobre todo, su marcado nacionalismo musical, manifestado en la adopción y estilización de formas procedentes de la música folclórica de Polonia como la polonesa y la mazurca, reivindicando el sentimiento patriótico, precisamente en tiempos de opresión rusa.
Indiscutiblemente un romántico, hay otras características en él que colocan a Chopin en una posición singular. Por ejemplo, su preferencia por la aristocracia y la monarquía. Poseedor de una gran cultura literaria, sus formas son sin embargo abstractas y libres de referencias de esa índole, a diferencia de Robert Schumann o Liszt, por ejemplo (Kreisleriana o Años de Peregrinaje). Los títulos que se les han aplicado («Revolucionario», «La gota de agua») no le pertenecen. Chopin evitaba que se buscasen referencias extramusicales en sus obras —en este sentido puede comparársele a Brahms—, de hecho, todas sus obras llevan títulos genéricos (sonata, concierto, polonesa, preludio...). Su música es pura, como la de Mozart. Por ello, no sorprende que su enfado fuera mayúsculo al ver publicados por Wessel (editor inglés) sus Nocturnos Op. 9 como «Los murmullos del Sena», los Nocturnos Op. 15 como «Los zafiros» o el Scherzo Op. 20 como «El banquete infernal». Esta situación se mantuvo, sobre todo en Inglaterra, hasta bien entrado el siglo XX.
También es conocida su indiferencia por la música de sus contemporáneos (incluso por Beethoven y Schubert). Manifestó en cambio su admiración y constante inspiración en Bach y Mozart, y también la escuela clavecínistica francesa (Chopin es, según Wanda Landowska, «un Couperin teñido de Romanticismo»).
En cambio, Chopin siempre mostró un gran interés por la ópera de su tiempo, sobre todo por el bel canto italiano (Rossini y su amigo Bellini). Aunque su maestro Józef Ksawery Elsner vio en él al creador de la ópera polaca y lo estimulara en tal propósito, no compuso nada relacionado con ella. Sin embargo, el melodismo italiano para él fue una importante fuente que le permitió «descubrir los secretos de la melodía verdaderamente cantable, y realzada por la técnica del bel canto». Chopin empleó frecuentemente la textura tradicional de la melodía acompañada, como Mozart. Otra importante fuente de su melodismo fue el folclore de su patria. Sus melodías son animadas, emotivas y de una perfecta elegancia, conocía admirablemente los secretos de la constitución melódica.
Chopin jugó un rol muy importante en el desarrollo de la armonía en el siglo XIX. Poseía un genio extraordinario e innovador para ella, que se revela en su riqueza, su ritmo armónico, sus modulaciones y sus sutiles cromatismos, anticipándose en medio siglo a sus contemporáneos. Por ello encontró cierta oposición entre los músicos más conservadores. Sigismund Thalberg dijo una vez: «Lo peor de Chopin es que a veces uno no sabe cuándo su música está bien o está mal».
A veces se ha considerado a Chopin un músico «plano», que mantuvo un único estilo desde la madurez artística que alcanzó por el tiempo en que salió de Varsovia (1830), sin etapas marcadas o una línea evolutiva como sucede en otros compositores. Sin embargo, se distingue en él un último periodo creativo o «estilo tardío», en el que el dramatismo y los efectos violentos ceden su paso a la gran concentración, la moderación del gesto y un lirismo más profundo. A él pertenecen el Scherzo n.º 4, la Sonata n.º 4, la Balada n.º 4, la Barcarola, la Polonesa-fantasía, los Nocturnos Op. 55 y 62 y la Sonata para violonchelo. Estas obras revelan la búsqueda de nuevos moldes formales, armónicos y sonoros. Lo que hubieran sido sus posteriores composiciones es sólo conjetura.
Las únicas obras de Chopin que incluyen una orquesta son de carácter concertante: piano y orquesta. Significativamente, estas seis composiciones pertenecen prácticamente al periodo inicial de su carrera en Varsovia, cuando estudiaba con Elsner entre 1827 y 1831, el año en que llegó a París. La primera fue Variaciones sobre un tema de Don Giovanni Op. 2, que recibió el célebre elogio de Schumann. Hay tres obras inspiradas en el folclore polaco y finalmente dos conciertos para piano: el Concierto para piano y orquesta n.º 2 Op. 21 en fa menor (1829-30) y el Concierto para piano y orquesta n.º 1 Op. 11 en mi menor (1830).
Ambos son obras clásicas del repertorio internacional. Destaca en ellos la originalidad de su forma, que rechaza el sonatismo convencional, reemplazándolo por la idea de la segmentación. También la brillantez y expresividad de la parte pianística y la gracia y suprema elegancia, basada en la aristocracia natural del gesto, que toma distancia de la fogosidad romántica y que más bien recupera una nueva dimensión del Clasicismo. Los movimientos lentos recuerdan los futuros nocturnos. El Larghetto del Op. 21 lo compuso inspirado en su amor adolescente por Konstancja Gladkowska; sobre el Romance del Op. 11, Chopin escribió a Tytus W.: «Es como soñar despierto en una hermosa noche de primavera a la luz de la luna [...] De ahí también el acompañamiento con sordina». Los movimientos finales tienen un carácter danzable: uno de los temas del Allegro vivace del Op. 21 es una mazurca, y el Vivace del Op. 11 ha sido considerado una polca o un krakowiak. Schumann vio una continuidad beethoveniana en estos conciertos que ha sido luego refutada: «Así como Hummel difundió el estilo de Mozart, Chopin llevó el espíritu beethoveniano a la sala de conciertos».
Varios han criticado la «mala» orquestación de estas composiciones, entre ellos Berlioz. Hoy se considera que el modelo de estos conciertos no es el beethoveniano ni el de Mozart, sino las obras de Johann Nepomuk Hummel, Friedrich Kalkbrenner, Ferdinand Hiller o Sigismund Thalberg. En las obras concertantes de estos compositores contemporáneos, el piano tenía un papel absolutamente dominante y protagonista, mientras que la orquesta pasaba a un segundo plano, limitándose a hacer la exposición inicial del material musical y a subrayar ciertos momentos expresivos del solista. Por ello, la debilidad de la orquestación era un propósito y no resultado de una incapacidad. Se han realizado otras orquestaciones de estos conciertos: por Tausig, Burgmeister, Messager y Klindworth, pero es significativo que las versiones más interpretadas sean las originales, pues se considera que las nuevas versiones no han mejorado mucho la obra inicial.
http://javierclassic.blogspot.com.ar/2010/08/concierto-piano-y-orquesta-n-1-1.html
lunes, 24 de noviembre de 2014
El divino amor - Alfonsina Storni
Te ando buscando, amor que nunca llegas;
te ando buscando, amor que te mezquinas.
Me aguzo por saber si me adivinas;
me doblo por saber si te me entregas.
Las tempestades mías, andariegas,
se han aquietado sobre un haz de espinas;
sangran mis carnes gotas purpurinas
porque a salvarte, oh niño, te me niegas.
Mira que estoy de pie sobre los leños,
que a veces bastan unos pocos sueños
para encender la llama que me pierde
Sálvame, amor, y con tus manos puras
trueca este fuego en límpidas dulzuras
y haz de mis leños una rama verde.
Te ando buscando, amor que nunca llegas;
te ando buscando, amor que te mezquinas.
Me aguzo por saber si me adivinas;
me doblo por saber si te me entregas.
Las tempestades mías, andariegas,
se han aquietado sobre un haz de espinas;
sangran mis carnes gotas purpurinas
porque a salvarte, oh niño, te me niegas.
Mira que estoy de pie sobre los leños,
que a veces bastan unos pocos sueños
para encender la llama que me pierde
Sálvame, amor, y con tus manos puras
trueca este fuego en límpidas dulzuras
y haz de mis leños una rama verde.
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