viernes, 23 de enero de 2015

EL RIO QUE NOS LLEVA
Richard Wagner
El “Anillo” sin palabras (Arreglo de Lorin Maazel)

El caudal casi infinito de música, ideas, sentimientos, mitos, inventos y trabajos de El Anillo del Nibelungo es el fruto de una de las aventuras más audaces y sobrehumanas en que se ha metido un hombre solo en toda la historia de la cultura occidental. Incluso los detractores de Richard Wagner se rinden ante la desmesura de una producción operística que está más allá de la escala humana, una obra que precisó de más de un cuarto de siglo de trabajo y que requiere para su ejecución quince horas en un ciclo de cuatro noches consecutivas que van desde las dos horas largas del prólogo, El oro del Rin, a las casi cinco que ocupa la tercera y última jornada, El ocaso de los dioses. Pero lo de menos en el Anillo son las dimensiones, lo verdaderamente titánico es la arquitectura de esta música, su base poética y mitológica, la visión del mundo que expresa y su potencial como ingenio humano destinado a desestabilizar el futuro de la música y bastantes cosas más.

Pues bien, esa desmesura le estuvo vedada al público de las salas de concierto porque Wagner pretendía conseguir con el Anillo la obra de arte total, es decir, una entidad que sólo podía ponerse en pie en forma de ópera y en un espacio especialmente diseñado capaz de aunar música, poesía, pintura, diseño, arquitectura y filosofía como mínimo. Parece imposible concebir la obra cumbre de Wagner sin voces, sin versos, sin escenario, sin trajes, sin atrezo, sin movimientos de masas, sin ¿y esto es lo fundamental- la interacción de todos los elementos que arroja un resultado final superior al de sus partes. ¿O quizá no? Puede que sea mejor dejar la pregunta en el aire y responderla al final del programa de esta noche, cuando hayamos escuchado El Anillo sin palabras.

Lorin Maazel, gran director de orquesta pero también estimable compositor, no se resistió a la tentación de trasladar algo de esa cuarta dimensión que es el Anillo a las maneras y medidas más terrenas de una orquesta, incluso de la gran orquesta wagneriana. Tenía suficiente experiencia en ciclos del Anillo para saber que el resultado sería de todas maneras algo frustrante porque la escala en Wagner es tan importante como el sentido pero en 1987 se encomendó a Wotan y decidió como él correr riesgos no pequeños en su afán de transformar lo existente sin anular la naturaleza (de la obra). Para ello se impuso tres reglas sagradas. La primera y más exigente era que todo lo que sonara debía ser música del Anillo. La segunda, que no habría tiempos muertos ni pausas sino una narración musical continua en orden cronológico. La tercera, que la única fuente para las transiciones entre los fragmentos de la obra serían también pasajes transicionales extraídos de la gran partitura.

El resultado de aquel esfuerzo fue una obra sinfónica de enorme intensidad y fuerza que intenta comprimir las quince horas de la tetralogía en hora y media de música orquestal que reproduce uno tras otro los grandes pasajes sin palabras. Por supuesto, El Anillo sin palabras no está destinado a una orquesta convencional, debe interpretarlo una formación adaptada a las exigencias e invenciones wagnerianas, reforzada en todas sus secciones pero de forma en especial en los metales y la percusión. El hecho de que no haya voces que dialoguen con la orquesta le permite a ésta despliegues imposibles en el foso de la ópera que contribuyen a la grandiosidad de la experiencia. Los buenos conocedores del Anillo podrán rastrear y paladear el modo en que se unen y suceden esos momentos estelares, de la cabalgata de las walkirias a la marcha fúnebre de Sigfrido (ambas por cierto en solos de trompa). Trompas, trombones, trompetas, tambores y tubas wagnerianas acompañan con especial protagonismo a los dioses Wotan y Loge en su descenso al mundo subterráneo del Nibelungo, del enano Alberich, el amo del anillo que da el poder.

Pero no solo los metales y la percusión, también las cuerdas tienen reservados pasajes de gran protagonismo en la recapitulación de Maazel: el nacimiento del Rin, la tormenta que obliga a Sigmundo a buscar refugio, el amor de éste y Sieglinde admirablemente cantado en un solo de violonchelo, los murmullos del bosque o la escena de la inmolación con la que acaba la tetralogía son algunos de ellos. Las gigantescas arpas que parecen mudas cuando toda la orquesta se empeña en silenciarlas tienen su momento de gloria cuando les toca describir el sueño de Brunilda que cierra la primera jornada, La valkiria. En cuanto a los instrumentos de viento y madera, tampoco resultan arrumbados por el vigor de los metales. El modo en que describen la fuerza de la naturaleza que hace surgir de la tierra al gran río al comienzo de El oro del Rin resulta admirable. En cuanto a las flautas y oboes son de una gran eficacia en el momento en que Wotan se despide de su díscola hermana, Brunilda. Flauta y clarinete se unen para describir los murmullos del bosque originario y el encuentro de Sigfrido con las tres ninfas hijas del Rin al comienzo del último acto de El ocaso de los dioses.

Los adictos a Wagner (con Wagner sólo caben adictos y detractores) cuentan con el impagable apoyo de los motivos musicales recurrentes gracias a los cuales pueden identificar por dónde evoluciona el argumento y quiénes son los protagonistas de cada pasaje. Buena parte de los casi cien leitmotivs que Wagner incluyó en el Anillo a fin de evocar a sus héroes y villanos o nombrar determinadas emociones o acciones (amor, venganza, dolor¿) juegan en esta reducción para orquesta un papel crucial a falta de voces y movimientos en la escena. Y aún así más de uno saldrá de la experiencia creyendo que todo en esta partitura es magnífico salvo que la esencia de la tetralogía no aparece por ninguna parte. En su descargo digamos ya que ni Lorin Maazel ni quienes hoy nos traen El Anillo sin palabras pretenden traficar con sucedáneos, lo que oímos es Wagner, es el Anillo, y no una versión digerible para estómagos delicados sino una rigurosa y honesta invitación a disfrutar algún día de palabras mayores.

Claro que en Madrid eso no resulta fácil, aquí aún no se ha presentado el Anillo en su forma genuina de un ciclo compuesto de prólogo y tres jornadas desarrollados en cuatro sesiones en otros tantos días consecutivos como exigía Wagner y para lo que construyó el Festspielhaus de Bayreuth dos años antes de poner punto final a la partitura del Götterdämmerung en 1874. Aquí solo se ha puesto en escena la tetralogía en cuatro años sucesivos y por cierto no en el Real. Queda el recurso al DVD pero si algo requiere la obra de arte total wagneriana son espacios cercanos a la infinitud. Así pues, a la vista de tales limitaciones cobra más valor el trabajo de Maazel pues si hubiera que salvar un solo elemento del Anillo ése no podría ser otro que la música encomendada a la orquesta.

Visto desde hoy y desde lejos de las nieblas del norte es en el campo estrictamente musical (no exclusivo de la orquesta) donde la tetralogía wagneriana alcanza su cima, sobrevolando la epopeya literaria o el sistema de valores que enfrenta a la naturaleza, la libertad y el amor con el poder y la masa. El verdadero mensaje del Anillo no está en intrincadas sagas nórdicas ni en las disquisiciones metafísicas, reside en los pentagramas y consiste en una concepción del cromatismo, la armonía o la tonalidad radicalmente nueva, sobre todo a partir del punto de Sigfrido en que Wagner retomó su tetralogía tras diez años de paréntesis que dedicó entre otras minucias a componer Tristán.

Todo en la tetralogía del Anillo es innovador. Los cantantes ya no se limitan a lucirse en arias y dúos ligados por una trama teatral porque los cantantes forman parte de un gran río sonoro que convierte cada acto de cada una de las cuatro óperas en una canción ininterrumpida. Aquí la narración no depende de un recitador (que no existe) ni de los dioses y héroes que pueblan el escenario sino que está encomendada a la orquesta, el verdadero hilo conductor de la narración gracias a los leitmotivs, un recurso que ya existía (la idée fixe de la Fantástica de Berlioz es medio siglo anterior) pero que nadie había utilizado con tanta eficacia. Wagner lo emplea con un grado de sofisticación creciente de modo que puede haber simultáneamente varios leitmotivs dialogando entre sí o transformándose de manera casi imperceptible de uno en otro.

Los avances del Anillo en materia de tonalidad son también asombrosos y de ellos bebe casi toda la música del siglo XX. El segundo acto de Sigfrido (donde Wagner retomó la tetralogía en 1866) es “la música más moderna jamás escrita dentro del sistema tonal con la más asombrosa utilización de la disonancia”, según el estudioso wagneriano Ángel Fernández Mayo. El esquema tonal tradicional se halla aquí alterado de forma que no es fácil clasificar ninguna parte del Anillo en una clave concreta pues se divide más bien en áreas tonales que fluyen y se suceden de modo casi imperceptible. La gran ventaja de este método es que Wagner, a diferencia de todos sus predecesores, se evitaba la obligación de interrumpir el discurso musical para cambiar de tonalidad sin saltos que hicieran daño al oído. En el Anillo esa ductilidad es total y facilita la construcción de gigantescas estructuras musicales sin necesidad de interrupciones, un recurso que le resultó especialmente útil a Lorin Maazel. La música de cada una de las cuatro óperas que componen la tetralogía no se divide en partes ni en movimientos, es un río que fluye majestuoso cambiándolo todo sin interrumpirse nunca. La indeterminación tonal y el uso imaginativo de la disonancia armónica anunciaban casi con medio siglo de antelación las audacias que desembocarían en el atonalismo y en la música nueva de la que aún vivimos hoy.

http://www.rtve.es/rtve/20100322/comentario-concierto-esta-semana/324678.shtml

Wagner - El anillos sin palabras (Lorin Mazeel)

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