La calle
se llenó de tomates,
mediodía,
verano,
la luz
se parte
en dos
mitades
de tomate,
corre
por las calles
el jugo.
En diciembre
se desata
el tomate,
invade
las cocinas,
entra por los almuerzos,
se sienta
reposado
en los aparadores,
entre los vasos,
las mantequilleras,
los saleros azules.
Tiene
luz propia,
majestad benigna.
Debemos, por desgracia,
asesinarlo:
se hunde
el cuchillo
en su pulpa viviente,
es una roja
víscera,
un sol
fresco,
profundo,
inagotable,
llena las ensaladas
de Chile,
se casa alegremente
con la clara cebolla,
y para celebrarlo
se deja
caer
aceite,
hijo
esencial del olivo,
sobre sus hemisferios entreabiertos,
agrega
la pimienta
su fragancia,
la sal su magnetismo:
son las bodas
del día,
el perejil
levanta
banderines,
las papas
hierven vigorosamente,
el asado
golpea
con su aroma
en la puerta,
es hora!
vamos!
y sobre
la mesa, en la cintura
del verano,
el tomate,
astro de tierra,
estrella
repetida
y fecunda,
nos muestra
sus circunvoluciones,
sus canales,
la insigne plenitud
y la abundancia
sin hueso,
sin coraza,
sin escamas ni espinas,
nos entrega
el regalo
de su color fogoso
y la totalidad de su frescura.
Camille Saint-Saëns
Revelando
una precocidad mozartiana como pianista y compositor, Camille Saint-Saëns fue
un niño prodigio, de familia humilde, que durante su carrera estudió con varios
maestros. Intentó ganar el Prix de Rome dos veces y fracasó. Estudió
composición con Halévy y ganó un premio con su Oda a Santa Cecilia. Acudieron a
sus conciertos de órgano en la iglesia de la Madelaine personajes de la talla
de Clara Schumann, Pablo de Sarasate o Antón Rubinstein. También fue
concertista y realizó prolongadas giras en las que ejecutaba sus propios
conciertos de piano e incluso dirigía sus propias obras para orquesta.
Saint-Saëns nació el 9
de octubre de 1835 en París. Fue organista en Madeleine desde 1857
a 1875 y profesor en la Ecole Niedermeyer entre 1861 y 1865, donde Fauré estuvo
entre sus alumnos favoritos. Teniendo solamente estos cargos profesionales,
realizó una variedad de otras actividades, organizando conciertos donde estrenó
muchos poemas sinfónicos de Liszt, reviviendo el interés por la música antigua
(sobretodo la de Bach, Haendel y Rameau), escribiendo sobre temas musicales,
científicos e históricos, viajando a menudo y ampliamente por Europa, Africa y
Sudamérica, y componiendo prolíficamente. Y en su deseo por promover la nueva
música francesa cofundó la Société Nationale de Musique en 1871.
Saint-Saëns era un virtuoso pianista, notable intérprete de Mozart y apreciado
por la pureza y gracia de su ejecución. Las características francesas de su
estilo musical conservador (proporciones, claridad, elegancia, etc.) aparecen
en sus mejores composiciones, como por ejemplo las sonatas de tipo clásico
(sobretodo la primera para violín y la primera para cello), la música de cámara
(Cuarteto con piano Op.41), sinfonías (N°3, la Sinfonía "con órgano"
de 1886) y conciertos (Nº 4 para piano y Nº 3 para violín).
También escribió obras dramáticas, descriptivas y exóticas, como los cuatro
poemas sinfónicos cuyo estilo fue influido por Liszt y emplean la
transformación temática. Y las óperas, de las cuales solamente Sansón y Dalila
(1877), con sus estructuras sonoras, declamación clara y conmovedoras escenas,
se ha mantenido en el escenario internacional. El Carnaval de los Animales (1886)
es una curiosidad y él mismo prohibió su interpretación mientras vivió, con
excepción de El Cisne. Desde mediados de la década de 1890, Saint-Saëns adoptó
un estilo más austero, enfatizando el aspecto clásico de su estética, la que,
quizá mucho más que la misma música, influenció a Fauré y a Ravel.
En música,
el Barroco señaló un período de gran desarrollo del arte vocal e instrumental,
de obtención de armonías más complejas y mayor profundidad de las formas y el
sentimiento. Los reyes, los príncipes, los duques y otros miembros de la
nobleza trataban de superarse unos a otros por la pompa y la exhibición. La
música había progresado mucho a partir de los cantos y las baladas.
El principal estilo era el "contrapunto" es decir, el uso de dos o
más melodías independientes que se combinaban para producir la armonía. En el
Barroco, nacieron las formas musicales que conocemos hoy:
La Cantata, una obra corta para voces solistas, coro e instrumentos, con un
tema secular o religioso, era muy popular. Bach escribió una Cantata del café
(1732), para celebrar la afición cada vez más acentuada a lo que era entonces
una bebida nueva en Europa. Mozart compuso una cantata masónica, de la cual un
aria (solista) se convirtió en el himno nacional austriaco después de la
Primera Guerra Mundial.
El Oratorio, más largo, también para solista, coro y orquesta, tenía un texto
rigurosamente bíblico; se originó en 1600 en Roma, un año antes de la
producción de la primera ópera en Florencia. El padre espiritual del oratorio
fue Filippo Neri (1515-1595), que inauguró sus servicios combinando las piezas
sacras y los coros para la educación y el esclarecimiento de la juventud. Este
fue el momento decisivo para la Reforma, en que la poderosa Iglesia Católica
desafió al protestantismo. En premio a sus esfuerzos Neri fue beatificado y más
tarde canonizado; fue el único músico de la historia convertido en santo.
Los oratorios más famosos fueron compuestos por George Frideric Handel
(1685-1759), contemporáneo alemán de Bach, que se instaló en Inglaterra y que
será recordado siempre por su obra maestra, El Mesías, cantada por innumerables
coros en todo el mundo cuando llega la temporada navideña.
Hacia el fin del siglo XVI un grupo de hombres cultos pertenecientes a la
ciencia, la literatura y la música, entre ellos Vincenzo Galilei, padre del
astrónomo que inventó el telescopio, se reunió en Florencia para analizar el
futuro de las artes. Se autodenominaron "camerata" —literalmente, una
pequeña cámara. Del deseo de estos hombres de revivir la sencillez de la música
griega provino el comienzo del "dramma per música", es decir, drama
mediante la música, o en otras palabras, la "opera".
Claudio Monteverdi (1567-1643), el primer gran compositor de ópera, utilizó la
orquesta para obtener efectos dramáticos en lugar de utilizar a los músicos
sólo como acompañantes de los cantantes. Su obra La favola d'Orfeo es una de
las óperas más antiguas, todavía ejecutada en algunas ocasiones.
Toda esta clase de música, por supuesto, estaba destinada rigurosamente a la
nobleza. La burguesía aún no existía y el campesinado escuchaba solamente
canciones populares y danzas transmitidas de generación en generación por los
hijos de aquellos cantantes vagabundos que aún tocaban sus laúdes.
Con el siglo XVII llegaron nuevas formas instrumentales. La más importante fue
la Sonata, consistente en cuatro partes o "movimientos" de tempos o
ritmos contrastantes. Aunque el compositor italiano Domenico Scarlatti
(1683-1757) compuso más de seiscientas sonatas, las ochenta y dos sonatas de
Franz Joseph Haydn (1732-1809) definieron la forma clásica. Como la sonata es
la precursora de la Sinfonía, estos trabajos determinaron que Haydn recibiese
el triple título de "Padre de la Sonata, la Sinfonía y el Cuarteto de
Cuerdas."
Otra forma que surgió por esta época fue el tema con variaciones, que utiliza
una sencilla melodía sobre cuya base los músicos y compositores producen
libremente complicadas improvisaciones.
La Passacaglia, una forma de danza española, se convirtió en una importante pieza
de teclado, que incluye una progresión de acordes graves que se elevan hasta
alcanzar una sugestiva culminación.
Los Preludios fueron inicialmente piezas breves ejecutadas antes dé las piezas
más largas para piano u órgano. Johann Sebastian Bach (1685-1750) compuso
cuarenta y ocho preludios y fugas apareados, que incluyen su obra maestra,
"El clave bien temperado" (1722). Hacia el siglo XIX el preludio ya
no se utilizaba como "preámbulo". Chopin, Debussy y Rachmaninov,
entre otros, elevaron esta pequeña forma a un nivel de gran belleza.
La Tocata, conocida por su tempo rápido y su ritmo regular, es otro tipo de
composición para teclado que destaca la brillantez técnica de un ejecutante.
Las Fantasías o "vuelos de la fantasía", fueron los tipos de composición
más libre, con varios temas agrupados sin una forma dada. Walt Disney eligió
esta denominación como título de su filme de 1940, que ilustró memorablemente
varias de las piezas de los grandes clásicos.
Una de las composiciones más importantes creadas durante el período barroco fue
la Suite, un conjunto de cuatro danzas. Estaba formada al principio por piezas
cortesanas como las "allemandes", las "courantes", las
"sarabandes" y las "gigues"; pero a menudo se agregaban
formas opcionales como las "galliards", los "minuets" y las
"gavottes".
Bach, Handel y otros compositores barrocos se ajustaron al estilo
contrapuntístico. Hacia el siglo XIX las suites se habían convertido en Música
de programa, lo cual significa que los movimientos responden a una historia, un
estado de ánimo o una idea. Este concepto incluye arreglos musicales extraídos
de las óperas o los ballets. Chaikovski concibió suites a partir de sus
ballets, El lago de los cisnes, La bella durmiente y Cascanueces. Edvard Grieg
(1843-1907) compuso dos Suites de Peer Gynt sobre la base de su música
incidental para la pieza folclórica noruega de Henrik Ibsen. En Rusia, Nicolai
Rimsky-Korsakov (1844-1908), nos entregó la sugestiva Scheherezade, basada en
el relato de Las mil y una noches. Ferde Grofé (1892-1972) puso música a una de
las maravillas naturales norteamericanas con su Gran Cañón del Colorado.
La forma musical más importante llegó con el nacimiento del concerto, una obra
amplia en tres movimientos: "allegro" (rápido), "andante"
(lento), "allegro". Compuesta por un instrumento solista con el
acompañamiento de una orquesta entera, los "concertos" destacan la
habilidad y la belleza del ejecutante. Hay algunos conciertos dobles y triples:
Brahms compuso uno famoso para violín y violonchelo; Beethoven, para piano,
violín y violonchelo, y Mozart compuso un concierto para dos pianos y uno para
tres.
Tú tienes lo que busco, lo que deseo, lo que amo,
tú lo tienes.
El puño de mi corazón está golpeando, llamando.
Te agradezco a los cuentos,
doy gracias a tu madre y a tu padre,
y a la muerte que no te ha visto.
Te agradezco al aire.
Eres esbelta como el trigo,
frágil como la línea de tu cuerpo.
Nunca he amado a una mujer delgada
pero tú has enamorado mis manos,
ataste mi deseo,
cogiste mis ojos como dos peces.
Por eso estoy a tu puerta, esperando.
Canciones con historia: Coming Around Again - Carly Simon
«Coming Around Again» (1986) es una canción de Carly Simon publicada en el álbum homónimo que fue parte de la banda sonora de Heartburn (se acabó el pastel).
La canción tiene también un crédito co-escrito con los animadores legendarios y fallecidos William Hanna y Joseph Barbera, ya que se convirtió en una canción balada de Super Sónico y Ultra Sónico, la pareja de la legendaria serie de televisión de Hanna-Barbera, Los Supersónicos.
Listas
La canción alcanzó el #18 en el Billboard Hot 100, llegando a ser duodécimo Top 40 hit en los EE.UU..
También fue un éxito en el Brasil, ya que se incluyó en la banda sonora de la telenovela O Outro.
El sencillo fue lanzado en el Reino Unido en enero de 1987 y alcanzó un máximo de número diez en el UK Singles Chart a finales de febrero.
Wikipedia
El último deseo.
Dernier Voeu, Théophile Gautier (1811-1872)
Hace ya tanto tiempo que te adoro,
dieciocho años son muchos instantes.
Eres de color rosa, yo soy pálido,
yo soy invierno y tú la primavera.
Lilas blancas como en un camposanto
en torno de mis sienes florecieron,
y pronto invadirán todo el cabello
enmarcando la frente ya marchita.
Mi sol descolorido que declina
al fin se perderá en el horizonte,
y en la colina fúnebre, a lo lejos,
contemplo la morada que me espera.
Deja al menos que caiga de tus labios
sobre mis labios un tardío beso,
para que así una vez esté en mi tumba,
en paz el corazón pueda dormir.
Voilà longtemps que je vous aime:
-L'aveu remonte à dix-huit ans!-
Vous êtes rose, je suis blême;
J'ai les hivers, vous les printemps.
Des lilas blancs de cimetière
Prés de mes tempes ont fleuri;
J'aurai bientôt la touffe entière
Pour ombrager mon front flétri.
Mon soleil pâli qui décline
Va disparaître à l'horizon,
Et sur la funèbre colline
Je vois ma dernière maison.
Oh ! que de votre lèvre il tombe
Sur ma lèvre un tardif baiser,
Pour que je puisse dans ma tombe,
Le coeur tranquille, reposer!
Théophile Gautier (1811-1872)
El último deseo: Théophile Gautier: análisis
El último deseo (Dernier voeu) es un poema del escritor francés Théophile Gautier (1811-1872), publicado en la antología de 1872: Esmaltes y camafeos (Emaux et camées).
El último deseo de Théophile Gautier nos ubica en el lecho de un hombre que agoniza. Desde allí, con la extravagante lógica de los sueños y la poesía, nos dará una exquisita reflexión sobre los deseos.
El moribundo protagonista de El último deseo no ansía ni aplazamientos ni prórrogas; no ruega por nuevos amaneceres ni alivio espiritual; de hecho, ni siquiera se vuelca hacia Dios en esos últimos instantes de vida.
Acaso por ser el artificio de un soñador, el agonizante protagonista de Théophile Gautier sólo tendrá voz y ojos para su amada. Mientras la vida se diluye ante sus ojos todas sus ambiciones y anhelos se convierten en una dudosa cerrazón, y todo lo que alguna vez fue importante, urgente, "vital", será apenas una vana sombra.
Es entonces cuando adquiere conciencia de las cosas que realmente importan en la vida, las que vale la pena desear, por ejemplo, un beso.
Pierre Jules Theophile Gautier.
30/08/1811-23/10/1872
Theophile Gautier fue uno de los autores franceses que más y mejor defendió las últimas oleadas del Romanticismo. Su vida, al igual que la de muchos poetas románticos, estuvo signada por una inquieta necesidad de viajar.
Sus relatos son hoy verdaderos clásicos de la literatura gótica; al igual que sus poemas, los cuales mantienen siempre una clara exposición de hechos y sensaciones, pero que debajo de aquella calma apariencia, se agitan algunos fantasmas que son dignos de ser recordados.
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El nido de ruiseñores (Le nid de rossignols) Théophile Gautier
En torno al castillo había un hermoso parque. En el parque había pájaros de todo tipo: ruiseñores, mirlos, curucas; todos los pájaros de la tierra se habían dado cita en el parque. En primavera era tal el tumulto que no permitía entenderse; cada hoja ocultaba un nido, cada árbol una orquesta. Todos los pequeños músicos emplumados se esforzaban a cual mejor. Los unos pipiaban, los otros arrullaban; éstos hacían trinos y cadencias perfectas; aquéllos recortaban sus gorgoritos o bordaban calderones: músicos auténticos no lo habrían hecho mejor.
Pero en el castillo había dos bellas primas que cantaban mejor aún que todos los pájaros del parque, una se llamaba Fleurette y la otra Isabeau. Ambas eran bellas, deseables y hermosas, y los domingos, cuando lucían sus lindos vestidos, si sus blancos hombros no hubieran demostrado que eran auténticas chicas, se les habría tomado por ángeles; sólo les faltaban las plumas. Cuando cantaban, el anciano señor de Maulevrier, su tío, las tomaba a veces de la mano, por miedo a que no tuvieran la fantasía de echarse a volar.
Les dejo imaginar los hermosos lances que se hacían en las fiestas de armas y en los torneos en honor de Fleurette y de Isabeau. Su fama de belleza e inteligencia había dado la vuelta a Europa, pero no por eso eran más orgullosas; vivían retiradas sin ver a más personas que al pajecillo Valentin, un hermoso niño de cabellos rubios, y al señor de Maulevrier, anciano canoso, curtido y muy quebrantado por haber llevado durante sesenta años sus pertrechos de guerra.
Pasaban el tiempo dándole de comer a los pájaros, recitando sus oraciones y, principalmente, estudiando las obras de los maestros y ensayando juntas algún motete, madrigal, villanesca o cualquier otra melodía; tenían también flores que regaban y cuidaban personalmente. Su vida transcurría en dulces y poéticas ocupaciones de jovencitas; se mantenían a la sombra y lejos de las miradas del mundo; sin embargo, el mundo se ocupaba de ellas. El ruiseñor y la rosa no pueden ocultarse: su canto y su perfume los delatan siempre. Nuestras dos primas eran, a la vez, dos ruiseñores y dos rosas.
Duques y príncipes llegaron para pedirlas en matrimonio; el emperador de Trébizonde y el sultán de Egipto enviaron embajadores para proponer su alianza al señor de Maulevrier; pero las dos primas no se cansaban de estar solteras y no querían oír hablar del tema. Tal vez habían sentido, por un secreto instinto, que su misión en este mundo era estar solteras y cantar, y que se rebajarían si hicieran algo distinto.
Habían llegado muy pequeñas a aquella casa solariega. La ventana de su habitación daba al parque y habían sido acunadas por el canto de los pájaros. Apenas se tenían en pie y el viejo Blondeau, músico del señor, les había colocado ya sus manitas sobre las teclas de marfil de la espineta; no habían tenido otro sonajero y habían sabido cantar antes que hablar; cantaban como otros respiran, era algo natural en ellas.
Esta educación había influido en su carácter. Su infancia armoniosa las había separado de una infancia turbulenta y charlatana. No habían lanzado jamás un grito agudo ni una queja discordante: lloraban a compás y gemían acordemente. El sentido musical desarrollado en ellas a costa de los demás sentidos, las hacía poco sensibles a lo que no era la música. Flotaban en una nube melodiosa, y no percibían el mundo real sino por los sonidos. Comprendían admirablemente bien el débil sonido del follaje, el murmullo de las aguas, el tic tac del reloj, el suspiro del viento en la chimenea, el susurro del torno de hilar, la gota de lluvia cayendo sobre el cristal estremecido, todas las armonías exteriores o interiores; pero no experimentaban, debo decirlo, gran entusiasmo al contemplar una puesta de sol, y estaban tan poco en situación de apreciar una pintura como si sus hermosos ojos, azules y negros, hubieran estado cubiertos por una densa mancha. Tenían la enfermedad de la música; soñaban con ella, perdían por ella la bebida y la comida; no amaban ninguna otra cosa en el mundo. Sí, amaban otra cosa: a Valentin y sus flores; a Valentin porque se parecía a las rosas y a las rosas porque se parecían a Valentin. Pero este amor estaba por completo en un segundo plano. Es verdad que Valentin no tenía sino trece años. Su máximo placer era cantar por la noche bajo su ventana la música que habían compuesto durante la jornada.
Los maestros más célebres venían desde muy lejos para oírlas y rivalizar con ellas. No habían oído más de un compás cuando rompían ya sus instrumentos y despedazaban sus partituras reconociéndose vencidos. Efectivamente, era una música tan agradable y melodiosa que los querubines del cielo venían a la ventana con los demás músicos y se la aprendían de memoria para cantársela al Buen Dios.
Una tarde de mayo, las dos primas cantaban un motete a dos voces; jamás motivo más logrado había sido más felizmente trabajado y ejecutado. Un ruiseñor del parque, escondido en un rosal, las había escuchado atentamente. Cuando concluyeron, se acercó a la ventana y les dijo en su idioma de ruiseñor: «Me gustaría hacer una competición de canto con vosotras.»
Las dos primas contestaron que estaban de acuerdo y que no tenía más que empezar. El ruiseñor empezó. Era un ruiseñor maestro. Su pequeña garganta se hinchaba, sus alas se agitaban, todo su cuerpo se estremecía; eran trinos sin fin, explosiones, arpegios, escalas cromáticas; subía, bajaba, filaba las notas, ejecutaba las cadencias con una pureza desesperante; habríase dicho que su voz tenía alas como su cuerpo; al final se detuvo convencido de haber ganado.
Las dos primas cantaron a su vez; se superaron. Comparado con el suyo, el canto del ruiseñor parecía el gorjeo de un pajarillo.
El virtuoso alado intentó un último esfuerzo; cantó una romanza de amor, luego ejecutó una marcha militar brillante que coronó con un falsete de notas altas, vibrantes y agudas, fuera del alcance de cualquier voz humana.
Las dos primas, sin dejarse impresionar por aquella prueba de destreza, le dieron la vuelta a la hoja de su libro de música y replicaron al ruiseñor de tal manera que Santa Cecilia, que las escuchaba desde lo alto del cielo, se puso pálida de envidia y dejó caer su contrabajo a la tierra.
El ruiseñor intentó cantar una vez más, pero aquella lucha lo había agotado por completo: le faltaba el aliento, sus plumas estaban erizadas, sus ojos se le cerraban en contra de su voluntad; iba a morir.
—Cantáis mejor que yo —dijo a las dos primas— y el orgullo de querer sobrepasaros me cuesta la vida. Voy a pediros algo: tengo un nido; en ese nido hay tres pequeños; está en el tercer escaramujo en la gran avenida junto al estanque; enviad a alguien que los coja, educadlos y enseñadles a cantar como vosotros, puesto que me voy a morir.
Tras haber dicho esto, el ruiseñor murió. Las dos primas lo lloraron mucho, pues había cantado bien. Llamaron a Valentin, el pajecillo de rubios cabellos, y le dijeron dónde se encontraba el nido. Valentin, que era un travieso bribonzuelo, encontró fácilmente el lugar; puso el nido en su pecho y lo trajo sin problemas. Fleurette e Isabeau, acodadas en el balcón, lo esperaban impacientes. Valentin llegó enseguida, llevando el nido en sus manos. Los tres pequeños polluelos asomaban la cabeza y abrían el pico. Las jóvenes se apiadaron de aquellos tres huérfanos y les dieron su alimento una tras otra. Cuando estuvieron un poco más grandes, comenzaron su educación musical, como le habían prometido al ruiseñor vencido.
Era maravilloso ver qué bien cantaban; iban revoloteando por la habitación, y se posaban unas veces sobre la cabeza de Isabeau, otras sobre el hombro de Fleurette. Se posaban delante del libro de música y podría haberse dicho realmente que sabían descifrar las notas hasta tal extremo miraban las blancas y las negras con expresión inteligente. Habían aprendido todas las melodías de Fleurette y de Isabeau, y comenzaban a improvisar ellos mismos otras muy bonitas.
Las dos primas vivían cada vez más solitarias, y por la noche se oía salir de su habitación sonidos de una melodía sobrenatural. Los ruiseñores, perfectamente instruidos, participaban en el concierto, y cantaban casi tan bien como sus dueñas, que también habían hecho grandes progresos. Sus voces tomaban cada día una intensidad extraordinaria y vibraban de forma metálica y cristalina por encima de los registros de la voz natural. Las jóvenes adelgazaban a ojos vista, sus bellos colores se marchitaban; se habían puesto como ágatas y casi tan transparentes como éstas. El señor de Maulevrier quería impedir que cantaran, pero no pudo lograrlo.
Tan pronto como habían ejecutado unos cuantos compases, una pequeña mancha roja se dibujaba en sus pómulos y se agrandaba hasta que acababan, entonces la mancha desaparecía, pero un sudor frío corría por su piel, y sus labios temblaban como si hubieran tenido fiebre.
Por lo demás, su canto era más bello que nunca; tenía algo que no era de este mundo y al oír aquella voz sonora y poderosa salir de aquellas dos frágiles jovencitas, no era difícil prever lo que ocurriría, que la música rompería el instrumento. También ellas lo comprendieron así y se pusieron a tocar su espineta, que habían abandonado por la vocalización. Pero una noche, la ventana estaba abierta, los pájaros gorjeaban en el parque, la brisa suspiraba armoniosamente; había tanta música en el aire que no pudieron resistir la tentación de ejecutar un dúo que habían compuesto la víspera.
Fue el canto del cisne, un canto maravilloso regado en lágrimas, elevándose hasta las cimas más inaccesibles de la gama, una lluvia ardiente de dardos cromáticos, fuegos artificiales de música imposibles de describir; pero mientras tanto, la pequeña mancha roja se agrandaba y les cubría casi todas las mejillas. Los tres ruiseñores las miraban y las escuchaban con singular ansiedad; batían las alas, iban y venían, y no podían permanecer quietos. Finalmente, llegaron a la última frase del fragmento; su voz adquirió un carácter de sonoridad tan extraño que era fácil comprender que ya no eran personas vivas las que cantaban. Los ruiseñores emprendieron el vuelo. Las dos primas murieron; sus almas se habían ido con la última nota. Los ruiseñores subieron directos al cielo para llevarle aquel canto supremo al Buen Dios, que los conservó en su paraíso para que le interpretaran la música de las dos primas.
Con aquellos tres ruiseñores, el Buen Dios hizo más tarde las almas de Palestrina, Cimarosa y el caballero Gluck.