Entre el sonido de época y la eternidad
Fue discutido y admirado. Revolucionó un género. Es, sin duda, uno de los artistas argentinos más importantes de la historia. Aunque fragmentada y caótica, su discografía permite acercarse al genio.
Astor Pantaleón Piazzolla había sufrido una trombosis cerebral el 4 de agosto de 1990. Casi dos años después, el 4 de julio de 1992, murió entronizado como el músico de Buenos Aires por antonomasia. Nadie discutía ya su pertenencia al tango. Sin embargo, ¿realmente había sido discutido? ¿Quiénes eran los que lo habían rechazado? ¿Eran tan importantes esos cuestionamientos? La duda aparece cuando se piensa en la cantidad de discos que grabó en Argentina, en sus actuaciones en teatros oficiales (incluyendo la canonización del Colón, donde actuó por primera vez con su Conjunto 9), en sus frecuentes apariciones televisivas (es cierto, en una época en la que en la televisión aparecían más cosas que ahora) y en los llenos casi totales que lo acompañaban desde las épocas en pequeños boliches hasta los recitales en los teatros Odeón y Gran Rex, en el Roxy de Mar del Plata o en La Botonera de esa ciudad, donde realizó toda una temporada veraniega de conciertos con el grupo electrónico de mediados de los ‘70. De lo que se trataba, más bien, era de un enfrentamiento paradigmático. De dos maneras de entender la música popular. O mejor, de la tensión entre dos géneros distintos que sólo aparentemente eran lo mismo.
De un lado estaba la música popular propiamente dicha, ligada a funcionalidades sociales claras (el baile, sobre todo); del otro, una música artística de tradición popular, en que la escucha se perfilaba como función predominante. Esa tensión estaba presente casi desde los propios inicios del tango o, por lo menos, desde la aparición de los cantores estrella, y desde las sofisticaciones rítmicas de Firpo primero y de De Caro después, desembocando en los grandes arreglos de Argentino Galván y del propio Piazzolla para Troilo, Basso o Fresedo y de la extraordinaria orquesta de Salgán de fines de los ‘40. Pero Piazzolla fue mucho más radical y el quiebre definitivo sucedió en 1955. En ese año grabó en París un disco dedicado casi exclusivamente a sus propios temas, con el acompañamiento de las cuerdas de la Opera de esa ciudad y los pianistas Martial Solal (uno de los grandes nombres de la historia del jazz europeo) y Lalo Schiffrin. Y en ese disco ya no había coqueteo alguno con el baile: los materiales eran los del tango popular; el desarrollo de esos materiales, no. Es decir, allí se plasmaba, ya sin disimulo, algo que venía desde bastante antes. Piazzolla, hablando sobre algunos de los tangos que había escrito para su notable orquesta formada en 1946, explicaba: “...’El Desbande’, que tiene un comienzo del tipo de ‘El Tamango’, de Carlos Posadas, sigue después con las variaciones endemoniadas y terriblemente difíciles que ya empleaba yo. Y en la parte final tiene un valseado. Entraba a dejar de lado el ritmo clásico, a olvidarme de los bailarines, a tocar para que la gente escuchara...”
El conflicto no era distinto, en su esencia, al que puede leerse en la crítica de “Black. Brown and Beige”, de Duke Ellington, aparecida en 1944 en la revista estadounidense especializada en jazz Down Beat. “Allí no hay beat (se refiere a la acentuación regular) y si no hay beat no hay jazz. Además, Ellington se toma más de diez minutos para decir mal lo que habitualmente dice bien en tres minutos.” La diferencia entre lo sucedido con el jazz y con el tango –y eso no fue culpa de Piazzolla– tuvo que ver, eventualmente, con las características de los mercados norteamericano y argentino. Si el jazz no tuvo dificultades para procesar el paso del baile al concierto y al mundo propio del consumo de discos, entre otras cosas porque la pérdida de masividad local se compensó con la internacionalización del consumo, la situación argentina fue otra. El rechazo a Piazzolla vino desde el interior de un género que ya estaba en retirada, que a fines de los ‘50 ya empezaba a dejar de formar parte de los hábitos populares, y que estaba a la defensiva. El tango, que había sido un lenguaje evolutivo, estaba ya cristalizado y sus consumidoressentían que, para defenderlo, había que evitar las contaminaciones. En un punto tenían razón. Si bien no fue Piazzolla el que decidió que el tango dejara de bailarse, lo cierto es que en un mercado pequeño y sin posibilidades de expansión internacional (muchas minorías podrían haber conformado un grupo consumidor interesante, como había sucedido con el jazz y como volvería a suceder con algún rock experimental entre 1967 y 1975), lo que dejaba de bailarse tarde o temprano tendía a desaparecer. No es un dato menor, en ese sentido, que cierto resurgimiento actual del tango tenga que ver con que un público joven quiera bailarlo nuevamente.
“No me creo dueño de la verdad. Lo que en realidad trato es de interpretar la lógica evolución del tiempo palpando las emociones de la hora actual”, escribía Piazzolla en la contratapa de Nuestro Tiempo, un disco publicado en 1962. Se ha hablado de manera abundante de la relación entre los ritmos irregulares, las frases anguladas, el ruidismo –al que se atrevía en ocasiones haciendo que el arco del violín golpeara las cuerdas o la caja del instrumento o que los dedos pegaran en la botonera del bandoneón– por un lado y los gestos crispados de una ciudad contemporánea por el otro. No hay duda alguna acerca de esa capacidad de la música de Piazzolla para convertirse en banda de sonido obligada para Buenos Aires (obligación literal si se piensa en el cine local de los años ‘60 y ‘70). Y es que si la música de fondo de las novelas de Bernardo Verbitsky o Bernardo Kordon, una década atrás, eran las grandes orquestas y sus cantores, la música de Piazzolla parece el correlato casi exacto del gusto burgués ilustrado de los ‘60, modelado alrededor de ese sector universitario, intelectual, cosmopolita y curioso culturalmente, emparentado con el existencialismo del Café de Flore parisino, que aparece, por ejemplo, en Dar la Cara de David Viñas. La novedad es que, gracias a revistas como Primera Plana y al papel democratizador de esa cultura alta que tenían en esa época algunos programas de televisión (Casino Philips, por ejemplo) y radio (los que tenían a Merellano o Edgardo Suárez como programadores, el famoso Show del Minuto de Guerrero Marthineitz), esos intelectuales de izquierda terminaron reemplazando a la iglesia y a las revistas de chismes en la formación del gusto de un grupo social mucho más amplio. Un gusto del que la música de Piazzolla funcionaba como un mapa perfecto.
Algo de los ritmos de Stravinsky o Bartók, una pizca de disonancia, un poco de vanguardia (pero vanguardia entendible, desde ya), el culto al contrapunto bachiano (y a la moda de la música barroca, en ese entonces recién descubierta por la industria musical). Un arreglo como el de “Milonga Triste”, de Piana y Manzi, que canta Héctor de Rosas en Tango para una Ciudad, de 1963, es claro. Las referencias al barroco son permanentes en las progresiones armónicas de la guitarra y, cuando al final aparece el violín (en la orquestación Piazzolla omite el bandoneón) se hace inocultable el parecido con el Larghetto de la Sonata a Trio en Do Mayor de Johann Joachim Quantz que, en esos mismos años, se hizo popular en una adaptación que acompañaba un aviso televisivo de cognac.
La obra de Piazzolla, en todo caso, está atravesada por gestos de época. Pero, curiosamente, trasciende con facilidad ese fechado. Y es que, más allá de todo su afán por ser un músico clásico, de ser aceptado como una suerte de Gershwin criollo, de codearse con poetas y artistas plásticos modernos (hay que decir que nunca tuvo demasiado buen gusto para elegirlos), y de mostrar que sabía escribir fugas y contrapuntos intrincados, la música creada por este marplatense genial –sobre todo cuando es tocada por él– tiene una potencia única.
Todo lo que en otras manos podría sonar alambicado (y en efecto suena así en muchos de los que intentaron actualizar el tango) en Piazzolla es natural, fluido. Todo lo que en otros sería pretencioso, en él es asombrosamente claro y musical. Como en el caso de Beethoven o, más cerca, en el de Keith Jarrett, la música de Piazzolla es muy superior a sus propias ideas acerca de esa música. Como en el caso de las grandes obras de arte, hay allí un doble juego permanente entre su facultad de representar un lugar y una época precisos y su posibilidad de eternidad.
http://www.elortiba.org/piaz.html
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