Faetón era un joven orgulloso. Esto se comprobó cuando su madre le hizo saber que su padre era Apolo, dios que diariamente cruzaba nuestro mundo en un carro deslumbrante de sol. Pero los compañeros del muchacho se mofaban de él cuando se enorgullecía de tan alto nacimiento; entonces por orden de su madre buscó a su celestial padre para pedirle un favor a través del cual todos conocerían su nacimiento divino.
Antes del alba llegó al divino palacio de Febo, donde un dios con manto púrpura estaba sentado en su trono de marfil, en medio de un brillante arco iris de joyas. Alrededor de él estaban sus ministros y guardaespaldas, las Horas, los Días, los Meses y las Estaciones. Faetón no dudó en acercarse al trono.
Su padre le recibió y le preguntó qué hacía allí. Faetón se quejó de que los hombres no le creyeran hijo de Apolo, a menos que su padre le diera una garantía de su nacimiento que pudiese ser vista por todo el mundo.
Su padre le preguntó qué deseaba y Faetón le pidió que le dejase conducir su carro del Sol. Apolo inmediatamente le contestó que eso que le pedía era imposible, ya que el único dios que podía manejar correctamente ese carro era Apolo (ni siquiera el mismo Zeus podría conducirlo). Apolo le intentó persuadir de su idea, pero Faetón seguía intentándolo. Por fin, Apolo, no sin gran miedo, aceptó y condujo a su hijo a la obra maestra de Hefesto, el carro dorado adornado con gemas chispeantes. Apolo no dejaba de dar consejos a su hijo, pero éste, impaciente, apenas le oía.
Apolo le advirtió de que no bajase demasiado rápido, para que la Tierra no tocase el fuego, y que no subiese demasiado alto para no abrasar la cara del cielo. También le dijo que evitase el látigo y sujetase fuertemente las riendas para que los caballos volasen y todo el trabajo lo hiciesen ellos.
Faetón subió al carro y audaz, incitó al brioso tiro a través de la bruma del alba, con el viento del Este siguiéndole en la soberbia carrera. Pero pronto la velocidad le cortó la respiración mientras que, debido a su poco peso, el carro se tambaleaba y balanceaba como una quilla sin lastre, hasta que su cabeza empezó a moverse y demasiado pronto los fieros corceles se dieron cuenta que sus riendas estaban en una mano novata. Se encabritaron y se echaron a un lado, abandonando el camino acostumbrado; luego toda la tierra se asombró al ver el glorioso carro del Sol corriendo torcido encima de sus cabezas como un relámpago.
A los caballos no les importaba ya su novata mano, y tomaron su propio camino en el aire, saltando acá y allá. El carro cayó sobre la Tierra. La hierba se marchitó, las cosechas se abrasaron, los bosques se incendiaron, los ríos se secaron y los lagos empezaron a hervir. Desde entonces una parte de nuestra tierra se convirtió en un desierto arenoso, donde ni hombres ni bestias podían vivir.
El desdichado Faetón había abandonado la esperanza de enderezar su triste marcha. Cegado por el terror y la luminosidad, dondequiera que fuese, quemado por el calor hasta que no pudo permanecer en el brillante carro, tiró las inútiles riendas cayendo de rodillas pidiendo ayuda a su padre. Pero su oración no fue oída por los gritos de toda la Tierra, pidiendo al señor de los cielos que salvase a la humanidad de la destrucción.
Oyendo estos gritos, el todopoderoso Zeus, que estaba durmiendo al mediodía, rápidamente se despertó y levantó su cabeza viendo todo lo ocurrido. Cogió al vuelto un trueno y, una vez en su mano, lo lanzó al humeante aire tirando al insensato Faetón del carro, que no podía controlar. Bajó el joven deprisa con los mechones quemados, rápido como una estrella fugaz, para apagarse como una tea en el río Eridano. Entonces los caballos del Sol agitaron sus yugos y, sueltos, fueron a buscar su establo en el cielo.
Así pues, en este terrible día terminó el hijo vanaglorioso de Apolo, que escondía su rostro de su padre por vergüenza.
http://www.iesfuente.org/departamentos/latin/Clasica/mito6.htm