jueves, 12 de febrero de 2015

Jean-Philippe Rameau: La Orquesta de Luis XV

Nuestro conocimiento de Jean-Philippe Rameau se basa sobre todo en su música y sus escritos, porque poseemos muy pocos elementos sobre el hombre y su vida. Los contemporáneos nos lo muestran más bien taciturno; en su Éloge de M. Rameau (París, 1764), Guy de Chabanon nos dice que cruzaba a menudo las avenidas «solo, sin ver ni buscar a nadie». A pesar de ser bastante solitario –en beneficio de su obra por fortuna–, ese borgoñés no rehuía la compañía ni la discusión con hombres de su misma fuerza intelectual. Sin embargo, lo cierto es que no sabemos casi nada de los treinta primeros años de su vida, nada demasiado interesante de la primera mitad de su larga carrera. Sólo nos quedan algunas informaciones referentes a su estado civil y sus compromisos. Nace en Dijon, donde es bautizado el 25 de septiembre de 1683. Su padre, organista en Saint-Étienne de Dijon, le enseña música a una edad muy temprana: «fue la primera lengua que oyó y habló. Apenas podía mover los dedos y ya los paseaba por el teclado de una espineta» (Hughes Maret, Éloge historique de M. Rameau, Dijon, 1766). Es confiado a los jesuitas del Collège des Godrans: «Se distinguió en esa escuela por una vivacidad poco común; pero (…) durante las clases, cantaba o componía música y (…) no aprobó cuarto». Se ven entonces frustradas las esperanzas de sus padres de hacerle estudiar leyes y a los dieciocho años lo envían a Italia. Tras algunos meses en Milán, vuelve a Francia en 1701 para seguir a una compañía de teatro ambulante como primer violín de orquesta. Un año más tarde, lo encontramos como organista suplente en la iglesia Notre-Dame-des-Doms de Aviñón y más tarde es contratado por seis años como organista de la catedral de Clermont-Ferrand. Sin embargo, deja la ciudad en 1706 antes de la finalización del contrato para ser de nuevo organista, pero esa vez en París, con los jesuitas del Collège de Clermont y con los padres mercedarios en el Marais. Publica entonces su primer libro de Pièces de Clavecin y también concurre con éxito a la plaza de organista de Sainte-Madeleine-de-la-Cité, plaza que rechazó al no estar autorizadas eventuales ausencias. En 1709 sucede a su padre en Dijon y luego en abril de 1715 vuelve a la catedral de Clermont-Ferrand, donde se establece durante los siguientes ocho años. Ahí compone sus primeras cantatas y sus motetes para gran coro, y sobre todo publica el Traité de l’harmonie, su primera gran obra teórica que le valdrá un reconocimiento europeo.

A principios de 1723, a los cuarenta años, vuelve a París, donde permanecerá hasta su muerte. Un año más tarde publica con el editor Boivin –y con gran éxito– su segunda recopilación de Pièces de Clavecin, a la que sigue en 1726 la publicación con Ballard de su Nouveau système de musique théorique. Finalmente llega un gran acontecimiento en su vida privada: se casa a los 46 años con Marie-Louise Mangot, una muchacha de 18 años, música y, según Maret, «una mujer honrada, dulce y amable, que ha hecho muy feliz a su marido; tiene muchos talentos para la música, una voz muy bonita y un buen gusto del canto». Algunos años más tarde, en 1734, la señora Rameau cantó en un concierto para la reina; según informó el Mercure, «la reina elogió mucho su voz y su gusto por el canto». Es también en esa época cuando Rameau empieza a luchar para hacerse un lugar en el mundo de la Ópera, el ballet y la tragedia lírica. En una carta de 1727 a Houdar de La Motte donde presenta sus obras, le hace la siguiente observación: «Verá, pues, que no soy un novicio en el arte y que sobre todo no parece que haga un derroche de mi ciencia en mis producciones, donde intento esconder el arte por el arte mismo; porque sólo tengo en mente a las personas de gusto y no a los eruditos, puesto que hay más de aquéllos y casi ninguno de éstos». Rameau muestra así hasta qué punto desea emprender proyectos líricos importantes. El académico conserva la carta pero no le contesta. Gracias a la amistad de Piron, Rameau entra en contacto con el recaudador general Le Riche de La Pouplinière, mecenas y gran melómano, en cuya casa se representa en privado (abril de 1733) su primera ópera, Hippolyte et Aricie. Después vendrán Les Indes galantes, su primer “ballet heroico”, al que seguirán hasta su muerte ocurrida el 12 de septiembre de 1764 magníficas obras maestras de la música lírica e instrumental para orquesta, repartidas en una veintena de obras para la Ópera.

Escritos y querellas

En ese momento (en 1729), con la aparición en Le Mercure de France de una “Conférence sur la musique” de autor anónimo, estalla en algunas publicaciones polémicas una larga guerra de ideas contra el sistema propuesto por Rameau que desembocaría años más tarde (en 1752) en la temible Querella de los Bufones. En ésta, cierta lucha contra el régimen, que afecta –a su pesar– al propio Rameau, utiliza todos los medios para criticar la música francesa, asociándola sin matices al esplendor de las maquinarias y las pompas –con pelucas o cascos militares– propias de los espectáculos reales de Versalles y oponiéndola a los espectáculos llenos de humor, sencillez y ligereza representados por compañías de bufones italianos. Como observa con acierto Jean Malignon, contra la corte de Versalles «todas las ocasiones y todos los medios serán buenos: hoy son los bufones italianos, ¡viva la bufonería y viva Italia!, mañana Gluck, ¡viva pues ese alemán y viva la tragedia!, aunque el riesgo sea pasado mañana aclamar las pueriles sandeces de Grétry». Al final, «lo que se desprende de esta violenta querella es el carácter indirecto de los ataques, una constante segunda intención: con el pretexto de la Ópera, Diderot apunta al espíritu mismo de Versalles, Grimm apunta al espíritu francés por completo, y Rousseau apunta al hombre».

«El conflicto de ideas entre Rousseau y Rameau nos ofrece –escribe Joscelyn Godwin– una notable visión general de las corrientes que superan ampliamente los límites de su época.» Rameau establece a partir de la teoría monocordista de Pitágoras, Zarlino y Descartes los principios del lenguaje tonal, de los armónicos naturales y crea el sistema de bajo fundamental. Define las categorías de las cadencias y el poder expresivo de las modulaciones según el ciclo de las quintas. En cambio, para Rousseau –aficionado dotado que se entusiasmaba con la melodiosa ópera italiana– la armonía no merecía semejante primacía en música. «¿En razón de qué la armonía, que no puede darse a sí misma un fundamento natural, pretendería ser el de la melodía, que hizo sus prodigios dos mil años antes de que fuera cuestión de melodía o de acordes?» Rameau tiene ciertamente razón al reconocer que las convenciones de la tonalidad occidental son una manifestación de las leyes naturales del número musical, pero Rousseau también tiene razón al defender la fuente antigua de la música, de la que no podría prescindir si quiere seguir siendo ella misma.

En su declaración de guerra, Lettre sur la musique française, Rousseau no duda en satisfacer a la parte más inculta del público: «Hacer cantar aparte los violines por un lado, por otro las flautas y por otro unos fagotes, cada uno según un esquema particular, y casi sin relación entre sí, y llamar música a todo ese caos es insultar por igual el oído y el juicio de los auditores». Como subraya Jean Malignon, «planteado de tal modo el dogma, a satisfacción de la parte más inculta del público, nuestro legislador queda dispensado de todo análisis y toda demostración: la música de Rameau presenta tal densidad que se impone de entrada al auditor más distraído; es de un profundo sinfonismo, ergo no es música.» «Disparates difíciles que el oído no puede tolerar», dice Rousseau; y añade: «restos de barbarie y mal gusto que sólo subsisten, como los portales de nuestras iglesias góticas, para vergüenza de quienes tuvieron la paciencia de hacerlos». Cuando se extinguió la Querella, los diferentes géneros de la música teatral francesa estaban ya heridos de muerte. Diez años más tarde, Rameau –el único que había seguido componiendo en un estilo que la gran mayoría consideraba superado– concluyó su última “tragedia lírica”, Les Boréades. No llegó a verla representada, no se sabe si debido a que unas fiebres causaron su muerte o por otras razones.

Progreso y memoria musical

«Sin embargo, ¿no es acaso lo más asombroso –se pregunta Jean Malignon– que el grupo de los filósofos y todos sus contemporáneos, sin exceptuar a los partidarios de la ópera francesa, hayan podido, sin echarse a reír, ver a Rousseau exhibirse y presentarse como rival del mayor compositor de la época y discutir de igual a igual con él.» Lo cierto es que esas opiniones expresan el punto de vista de una época firmemente convencida de que “cierta forma de progreso” permite mejorar el arte del lenguaje y la composición musical. La misma creencia y los mismos puntos de vista inspiran a Stendhal en 1814, cuando los defiende en su obra Vies de Haydn, de Mozart et de Métastase. Ese espejismo de un progreso musical le impide juzgar objetivamente las obras maestras de un pasado reciente o antiguo, cuya historia real por desprecio no quiere conocer. Stendhal no sabe nada de la música francesa anterior a la Revolución cuando escribe: «Sólo encontramos un poco de originalidad en Francia en las clases del pueblo demasiado ignorantes para ser imitadoras; pero el pueblo no se ocupa de música y jamás el hijo de un carretero será un Joseph Haydn». Stendhal jamás ha escuchado a Lully, ni a Couperin, ni a Rameau, su memoria en relación con la vida musical francesa está sorprendentemente vacía o padece una amnesia total.

Aldous Huxley evocó en un ensayo sobre Carlo Gesualdo «la trágica pérdida de memoria de la conciencia musical europea, amnesia que ha perdurado hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. En los años cincuenta el repertorio musical anterior a Monteverdi, oculto bajo las sucesivas capas culturales acumuladas por el modernismo, se hallaba aún a la espera de ser redescubierto». Precisamente ese redescubrimiento se llevó a cabo poco a poco, a partir de los años setenta, gracias a los importantes trabajos e investigaciones de numerosos musicólogos e historiadores especializados. Y gracias aun más al talento y la perseverancia de nuevas generaciones de intérpretes que fueron capaces de abordar ese nuevo repertorio con sensibilidad y emoción a partir de un conocimiento profundo de los estilos y la práctica de la interpretación musical histórica para las voces y los instrumentos originales, propios de cada época y de cada país. Ese auténtico renacimiento nos ha confirmado lo que nos recordaba el propio Rameau: «La verdadera música es el lenguaje del corazón» y «no se puede juzgar la música más que por la relación con el oído; y la razón sólo tiene autoridad si está de acuerdo con la oreja».

JORDI SAVALL
Bellaterra, abril 2011

http://musicaesferas-izarraketailargia.blogspot.com.ar/2011/06/jean-philippe-rameau-et-lorchestre-de.html

Jean-Philippe Rameau: La Orquesta de Luis XV

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